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Adiós, Crisol

Son palabras de Daniel Pennac, ese pedagogo que desde una forma de escribir inusual y desde planteamientos poco vistos ha convulsionado el panorama cultural francés poniendo en pie, y acaso sin quererlo, una inteligente cruzada por la lectura.

En silencio

La historia recoge que poco antes de cerrarse el siglo cuarto de nuestra era un joven profesor de retórica latina llegado de Cartago conoció en Milán a un culto predicador del que le llamó sobremanera la atención su silenciosa disposición para la lectura. Rodando por los siglos aquel joven ha llegado hasta nosotros como San Agustín y el admirado predicador que pasa por ser el primer hombre que leía para adentro, en silencio, un San Ambrosio del que Agustín describe: “Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón penetraba el sentido; mas su voz y su lengua descansaban. Muchas veces, estando yo presente, así le ví leer en silencio y jamás de otro modo”.

Esta descripción de la manera de leer de Ambrosio es el primer dato que la literatura occidental recoge contemplando la lectura como un ejercicio marcado por el silencio. Hasta entonces y desde los tiempos de las primeras tablillas sumerias, las palabras escritas estaban destinadas a ser reflejadas en voz alta. No se olvide que los idiomas centrales de la Biblia, el arameo y el hebreo, no diferencian entre los actos de leer y de hablar y, de hecho, designan estas dos funciones con la misma palabra.

Con el silencio creció la lectura. Aumentó el número de adeptos y de adictos. Se multiplicó la capacidad de reflexión frente al texto que discurre ante los ojos… se ensancharon los horizontes del ser humano. Surgieron más bibliotecas; nacieron las librerías como espacios en los que el lector se alimenta.

Sorpresa y desazón

Viene al caso este repaso fugaz para dar cuenta de que en el ambiente mercantil en el que vivimos, ese dirigido con crueldad por la frialdad de los números, las cuentas de resultados, las rentabilidades… las librerías no salen, generalmente, bien paradas. Ni las pequeñas, ni algunas de las grandes.

Con sorpresa y disgusto conocemos que ahora, de pronto, cierra Crisol, un conjunto de librerías propiedad de un importante grupo de comunicación. En la semana previa a su final pasé por dos de sus establecimientos en Madrid. Se percibía ya, irreparable, el desastre. Baldas semivacías; profunda desazón en las caras de las personas que atendían; folios que recababan firmas en un inútil intento por impedir lo inevitable.

Me acerqué a aquel desolado atril por testimoniar, a través de mis datos, mi desacuerdo con un cierre cuyas razones no alcanzo pues, según comentario de los dependientes, el pasado año estos establecimientos registraron ganancias. En la línea inmediatamente superior a aquella en la que debía yo estampar mi inservible pesar, en una caligrafía irregular, claramente infantil, un lector había estampado su nombre y debajo un lacónico y sentido: “Adiós, Crisol”.
Firmé y me fui sintiéndome más sólo. Más ignorante. Más pobre.

 

Camarada, esto no es un libro,
quién lo toca, toca a un hombre,
(¿Es de noche? ¿Estamos aquí solos?)
Es a mí a quien sostienes, y tú a quien yo
sostengo;
Salto desde las páginas a tus brazos.

(Walt Whitman)