En el primer ejemplo, al padre de Héctor Abad Faciolince le robaron el tiempo; su tiempo. Personaje ilustre en su país, Colombia, el doctor Héctor Abad Gómez suscitaba respeto, admiración, y desde una inequívoca actitud liberal, no regateaba críticas a quienes habían instalado, entre drogas y ejércitos, esa extraña y letal mezcla que establece que poder y dinero se erijan en amos y dioses.

El olvido que seremos

El martes 25 de agosto de 1987, en la tarde de Medellín, lo asesinaron y, aunque por las numerosas amenazas que sobre él pesaban no era descarriado que pudiese suceder, sólo una semana antes había declarado públicamente: “Yo estoy muy satisfecho con mi vida y no le temo a la muerte, todavía tengo muchos motivos de alegría: cuando estoy con mis nietos, cuando cultivo mis rosas o converso con mi esposa. Sí, aunque no le temo a la muerte, tampoco quiero que me maten, ojalá no me maten: quiero morir rodeado de mis hijos y mis nietos, tranquilamente. Una muerte violenta debe ser aterradora, no me gustaría nada”.

Pero lo hicieron. Le robaron su tiempo. Lo mataron. Le costó la vida su lucha por la igualdad social y su firme defensa de los derechos humanos. A través de El olvido que seremos, su hijo reconstruye con coraje y honestidad y buena literatura, los perfiles de un hombre excepcional que apostó por la vida, la propia y la de aquellos que, en un país cercado por la corrupción, se habían quedado sin voz y sin esperanza.

Mi madre

De su madre habla el premiado con el Pulitzer y PEN/Faulkner, Richard Ford, en su último libro. En Mi madre nos cuenta las andanzas de aquella mujer a la que su madre, la abuela de Ford, hacía pasar por hermana. La mujer que vivió quince años entre carreteras y moteles siguiendo los pasos de un hombre, el padre de Ford, que moriría cuando este no era más que un niño.

Viuda a los 49 años, asumió que la felicidad no estaba hecha para ella y, como le contó a su hijo poco antes de morir, “no está en mi naturaleza ser feliz”. Siete años después de que un cáncer acabase con ella, Ford la recupera y lo hace desde la comprensión, las cicatrices y el sutil deseo de que las cosas hubieran sucedido de otro modo.

“Su mal se la llevó”, apunta el escritor. “Mi cuerpo me ha traicionado” es algo que la recuerdo decir. También decía: “Ahora tengo pocas oportunidades o ninguna”. Y era verdad. No la vi muerta, ni quería hacerlo, simplemente atendí la noticia del hospital cuando me llamaron para decírmelo. Aunque ese mes la vi afrontar la muerte una y otra vez, y por eso creo que ver afrontar la muerte con dignidad y valor no confiere una cosa ni la otra, sino sólo lástima, desamparo y miedo”.

Así fueron las cosas y así las asume el autor construyendo una obra homenaje tan breve (80 páginas) como sentida e intensa.

Patrimonio

La agónica enfermedad de su padre y el inevitable desenlace se constituyen en el método utilizado en 1991 por Philip Roth para no olvidar a su padre. Fue entonces cuando escribió y publicó Patrimonio, un libro que es, al tiempo, crónica y testimonio. Crónica de cómo el tiempo, la vejez y la enfermedad van mellando al ser lleno de fortaleza y encanto que fue Herman Roth, y que ahora, a sus 86 años y víctima de un tumor cerebral, es un ser desvalido y enfrentado a su tiempo final; un hombre en descomposición.

Y testimonio del cara a cara del escritor con la realidad, con la muerte, vivida como una insoslayable humillación. Ese proceso de paulatina difuminación que no lleva a otro sitio más que a la dolorosa desaparición de un ser al que tanto se quiso, “al que tanto se quiere y se echa de menos cuando acaba por irse”, le sirve a Roth para hacer una profunda reflexión sobre el paso del tiempo y la pérdida.

Honestidad a raudales, escepticismo y miedo, mucha cantidad de miedo alberga este Patrimonio, pieza maestra en un género límite que intenta comprender la realidad cuando la muerte pone a prueba la vida.

Tiempo de vida

Acaba de publicarse y ya desde el primer día este Tiempo de vida ha calado. Sin inhibiciones ni exhibicionismos gratuitos, Marcos Giralt Torrente, que en su día obtuviera el Premio Herralde con París, nos coloca frente a una obra que, según el momento, acaricia o araña.

Como él mismo ha explicado, no ha pretendido rendir homenajes ni ajustar cuentas, sino, simplemente, retratar a un padre y a un hijo. Hacer un inventario de vida en el que nada se oculta de forma premeditada. Tristezas, frustraciones y encrucijadas afloran, como lo hacen también descubrimientos, y tiempos de risas y aquellos en los que la felicidad deja de ser una utopía y puede rozarse con la yema de los dedos.

Libro valiente y descarnado. Confesión que desde la primera frase manifiesta su intención de no dejarse nada en el tintero: “El mismo año en que mi padre enfermó publiqué una novela en la que lo mataba”.

Libros a pecho descubierto de personas que quieren a personas queridas. Obras que intentan rescatarlas y que permanezcan un rato más entre los que aún estamos de este lado; el de la luz. Porque como apunta Faciolince al justificar la necesidad de estos textos: sobrevivimos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer.

Hay muchos más adioses paterno-filiales en la historia de la literatura. Son numerosos los hijos ilustres (Jorge Manrique, Kafka, Naipaul, Albert Cohen, Borges, Martín Amis…) que en desgarrados ejercicios dejaron escrito su penar profundo ante la ausencia de quienes los vieron nacer. Pero en los cuatro ejemplos rescatados (autores vivos y obras recientes), desde distintas perspectivas y circunstancias, subyace la terrible certeza de que el tiempo no recula y, esa evidencia, los (nos) hace vulnerables; eternamente vulnerables.

El olvido que seremos
Héctor Abad Faciolince
Seix Barral

Mi madre
Richard Ford
Anagrama

Patrimonio
Philip Roth
Seix Barral

Tiempo de vida
Marcos Giralt Torrente
Anagrama