Con el anuncio de la concesión del premio Cervantes a Álvaro Pombo [1], he recordado en estos días, como habrán hecho los que han seguido su trayectoria, sus libros y las circunstancias en que leí algunos de ellos, el impacto que tuvieron. He pensado sobre todo en su novela El metro de platino iridiado, publicada en 1990 que leí por primera vez en un tiempo –como suele ser el de la juventud– de vino, rosas y espinas, una época en que el país parecía salir definitivamente de un pasado muy oscuro, y el autor, aunque ya con prestigio, no estaba aún en el primer plano al que no tardaría en llegar.
El primer Pombo
Desde sus inicios, se advertía que su obra estaba lejos de los libros superficiales, livianos y, para decirlo a la manera pombiana, “faltos de sustancia” que predominaban en la oferta editorial de narrativa en aquellos años de cambio.
Aunque fue un libro de poemas con el que, en 1973, inauguró su “andanza literaria”, así la llamó –para evitar solemnidades– José Luis Aranguren en el prólogo a su primer libro de relatos, el éxito de sus novelas ha hecho que la poesía de Pombo “pase sigilosamente, casi de puntillas” por el paisaje literario español. De esa realidad se lamentaba José Antonio Marina en la introducción a Protocolos (1973-2003), el libro con los cuatro primeros poemarios de Pombo. Su poesía, afirmaba, contiene las claves del resto de su literatura. En aquella recopilación destacaba su, en ese momento, último libro de poemas, singular hasta en la disposición tipográfica, Protocolos para la rehabilitación del firmamento, en el que el poeta escribía de los tiempos en que “fuimos todos iguales”, “los tiempos de pequeños barrios de azoteas claras y tendales con la colada añil recién tendida”.
Su poesía fue quedando en los márgenes y ha sido la narrativa la que le ha dado el reconocimiento que tiene y la mayoría de sus lectores. Ya en El parecido, su primera novela, estaban muchas de las que, con el tiempo, iban a ser características de sus textos, de los logrados artificios literarios que crea: la audacia expresiva y la carga poética de su prosa, sus resonancias, su humor y su ternura; también las atmósferas de paisajes norteños y, en ocasiones, de mundos cerrados, y esos personajes, muchos marcados trágicamente, que se desenvuelven entre la culpa y la desesperanza.
En 1983 obtuvo el primer premio Herralde de novela con El héroe de las mansardas de Mansard, que inauguró nada menos que la colección de Narrativas Hispánicas de Anagrama. Para desconcierto de casi todos, aquel año en la misma convocatoria del mismo premio fue finalista con otra de sus novelas, El hijo adoptivo.
María, el metro de platino iridiado
Lo que queda en la memoria de un lector habitual de novelas, decía Cunqueiro en uno de sus textos breves, es “un vago recuerdo de amigos perdidos, de nombres que significan gestos de unas palabras”. Y amigos perdidos de los lectores de Álvaro Pombo serían muy pronto, y ya para siempre, los personajes de aquellas primeras narraciones de Pombo: Julián, Kus-Kús, Pancho, Gonzalo Ferrer, Acardo, Luzmila, Ceporro, Martín, y, desde luego, María, la protagonista de El metro de platino iridiado (1990), la inmensa novela de Pombo, una de las más grandes de la narrativa contemporánea escrita en español.
En alguna conversación de hace muchos años, Pombo, habiendo recibido ya premios importantes –el citado Herralde, el de la Crítica y el Nacional de Narrativa– decía que aún esperaba escribir algún día su gran novela, pero, para muchos, esa novela ya estaba escrita. El metro de platino iridiado es un prodigio narrativo, una compleja, intemporal y perturbadora historia sobre las relaciones familiares, el amor, la traición, los secretos y la fragilidad de cada vida.
Y además, o sobre todo, es una novela sobre el bien –la santidad laica–, el bien y la plena integridad que encarna María. Esa mujer, leemos en la novela, es “el metro de platino iridiado que medía todos los otros metros, las irregularidades de todas las demás identidades”, un personaje femenino que tal vez solo puede compararse con las heroínas de las grandes novelas de siempre o, por acercarnos en el tiempo, con otros personajes inolvidables como la Alejandra de Sobre héroes y tumbas, la desasosegante novela de Sábato.
Novelas y metafísica
Después de El metro de platino iridiado, fueron llegando otras obras importantes; entre ellas, su singular biografía –o paráfrasis, como él la llamó– de Francisco de Asís, publicada en 1996, los Cuentos reciclados (1997) o los muy esperados poemas de Los enunciados protocolarios (2009).
Y, desde luego, llegaron sus nuevas novelas, no pocas excelentes, como sin duda lo es, y de las más grandes, Donde las mujeres, o aquel prodigiosos viaje a o desde la infancia que encontramos en Aparición del eterno femenino, o La cuadratura del círculo, sobre el poder, la religión y la soledad, o Una ventana al norte, la historia de Isabel de la Hoz y de la revolución cristera, o El temblor del héroe, la novela con la que obtuvo el Nadal en 2012, y , cómo no, su aún reciente Santander 1936, un extraordinario relato familiar en “tiempos de perplejidad” (en el que, por cierto, uno los personajes secundarios, la joven Elena, recuerda en algún momento a la María de El metro de platino iridiado).
En sus libros las reflexiones intelectuales, filosóficas en particular, tiene un peso indiscutible, y se incorporan con naturalidad y fluidez a la narración y a los diálogos (a los magníficos, y a veces muy largos, diálogos de Pombo). Como es conocido, la filosofía ha sido una pasión para el nuevo premio Cervantes, ha repetido que siempre la ha amado, y que a cambio de no ser verdaderamente filósofo tiene, como Antonio Machado, “una metafísica de andar por casa”.
Confesó que de la filosofía, “sin el más mínimo remordimiento o miramiento” tomó “siempre su color” y “el poderoso ritmo, el gusto formidable, de la prosa”. Ha escrito sobre lo que él llama el uso furtivo de la filosofía por los desaprensivos novelistas en uno de los mejores textos que se recogían en Alrededores (2002), un libro que también incluía una serie de retratos breves de escritores entre los que no sorprendía que estuviera el de su admirada Iris Murdoch, otra novelista amante de la filosofía.
Si como escribiera Octavio Paz un rasgo de verdad desolador de nuestra sociedad es la uniformidad de las conciencias, de los gustos y de las ideas, la conciencia lúcida y personalísima de Pombo, su actitud moral y su compromiso cívico –incluida su “militancia de hombre honrado”– nos llevan a otros ámbitos más nobles y exigentes. Además, estamos convencidos de que es el mejor ejemplo de que, como se lee en su novela Santander 1936, “ser un Pombo siempre ha sido y será muy divertido”.