Pocos días antes, cuando su nombre sonaba con fuerza sobre otras candidaturas, ella no quería creérselo y al aire de frases como “no van a dármelo aunque me encantaría” o “daría saltos si llegase” se debatía, como tantos de los personajes de sus historias, entre dudas, escepticismos y esperanzas.
¡Qué escritora! Qué forma de contar y contarnos lo que tenemos delante de los ojos y no sabemos ver, acaso porque hasta que llegó su voz no nos lo habían narrado de esa forma sencilla en apariencia pero honda en lo esencial, humana, humanísima y como tal, directa al corazón de las emociones que viven dentro de nosotros sin que las hubiéramos sospechado. ¡Nos ha enseñado tanto a conocernos!
Leemos aquello que ha ido dejando a lo largo de una obra abundante, trabajada y sentida, sentida sobre todo, escrita desde esa pasión que no pocas veces esconde desencanto. Ella lo ha dicho: “Escribo porque no estoy contenta. Porque no estoy conforme, ni dormida, ni ciega, ni muerta”.
La leemos y nos sorprende la lectura en el medio y medio de un suspiro profundo; tragando una saliva que se nos anuda en la garganta, disimulando una lágrima que está a punto de despeñarse… Tantas horas al borde de sus libros…
Los hijos muertos, Primera memoria, Luciérnagas, Los Abel, Fiesta al noroeste, Los niños tontos, Tres y un sueño, La trampa, Historias de la Artámila, Los soldados lloran de noche, Pequeño teatro, La torre vigía y Paraíso inhabitado y Olvidado Rey Gudú y…
Es una maestra en el arte de conmovernos. Por eso hoy, cuando nos han contado que por fin su nombre y el de Cervantes se han encontrado en algún rincón de la literatura y se han reconocido como viejos colegas, un suspiro, un dulce alivio se ha adueñado de todos los que hemos sentido la emoción de leerla.