La de Simon de Pury es la historia de un crío apasionado de la música, el fútbol y el arte que tarda poco en tomar conciencia de que no podrá ganarse al vida como sus ídolos Pelé y Paul McCartney; le llevaría algo más de tiempo averiguar que tampoco sería Picasso pero no estaba dispuesto a alejarse del mundo artístico. Hijo de un abogado que trabajaba para la compañía farmacéutica Roche, vino al mundo en una ciudad que vive el arte como una verdadera religión. Mal estudiante, a De Pury le gusta la pintura tanto como vivir bien. El dinero que un día recibe de su familia para que pueda adquirir una pieza e inaugurar su colección se lo ventila con su novia en los mejores hoteles y restaurantes de la Costa Azul.

El primer gran marchante que conoce (Ernst Beyeler) le descubre que comprar y vender arte puede ser una tarea tan emocionante como la propia creación artística. Pero su entrada en la gran casa de subastas Sotheby’s no es la que había soñado. El mago de las subastas y futuro presidente de la empresa arranca como recepcionista en la sede en Londres haciendo labor de cribado; como si fuera un portero de discoteca, evita a los expertos de la casa la irrupción de infelices que llevan allí sus joyas pensando que tienen algún valor.

Ya como subastador, entiende rápido qué importante es conocer de verdad lo que uno tiene entre manos: saber transmitir sincera admiración por el objeto y conectar con compradores que, por lo general, suelen ser tipos inteligentes e informados capaces de detectar trampas y errores. Descubre que los marchantes que más admira, el francés Maurice Rheims y el inglés Peter Wilson, comparten táctica: devorar los obituarios de los grandes periódicos para no perderse el funeral de ningún coleccionista importante. Nacido para dominar la escena entre postores podridos de dinero, va encadenando un éxito tras otro. Los récords –“la savia vital del subastador”– se suceden y un día vende un cenicero lleno de colillas de Damien Hirst por seiscientos mil dólares y otro, un basquiat por 16 millones de dólares.

El barón

Casado y con cuatro hijos y en un gran momento profesional, recibe una oferta irrechazable: el barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza, Heini para los amigos, le propone mudarse a Lugano para ser conservador de su colección, convertirse en su mano derecha y acceder sin problema a los amos del tinglado de cualquier esfera. Alucina en Villa Favorita –esa “torre de Babel con un elenco sacado de La familia Monster”– y se queda literalmente sin habla en su primer recorrido por el museo: él solo allí frente a muchos de los hits mayores del arte desde el Renacimiento hasta el postimpresionismo, todos al alcance de su mano.

A la vera del gran mecenas, comprueba que con jet privado se puede, en un mismo día, desayunar en Londres, almorzar en Ámsterdam, visitar una muestra en París y cenar en Roma. En Heini encuentra a un tipo galante y cortés, siempre dispuesto a pasarlo bien, casarse con las mujeres más bellas –a poder ser, mises y modelos– y beberse todas las copas, pero también a un jefe verdaderamente adicto al arte que acaba de iniciar una colección de arte moderno y que le concede la máxima libertad para encontrar y adquirir las mejores pinturas del mundo allí donde estén y al precio que tengan. “Podía comprar todo lo que se le antojara y se le antojaba todo”. El impulso es tan grande que podían ambos abandonar una cena en una embajada, entre el primer y el segundo plato, para desde una habitación contigua con línea directa a Sotheby’s comprar un Mondrian y volver un rato después a la mesa con una enorme sonrisa.

Y la baronesa

De Pury se las apaña para no llevarse mal con las esposas del barón, incluida la quinta y última. Es testigo directo de cómo un día llega sola a Villa Favorita una mujer que es “una mezcla de Catherine Deneuve y Susan Sarandon con acento español”. Con el tiempo, Carmen –Tita– Cervera acaba también enganchada a la droga de comprar arte y se convierte en pieza esencial para la “mayor trasferencia de cultura desde que Napoleón llevó hasta el Louvre la mitad de los tesoros de Europa. Todo el mundo había codiciado la colección de Heini, desde Margaret Thatcher y el príncipe Carlos hasta Helmut Kohl y el Getty y la National Gallery y hasta Disney, pero España se la quedó; tal era el poder de Tita, el poder de la belleza sobre el arte”. Cuesta creer que los suizos, tan amantes ellos del arte, no subvencionaran la ampliación del museo que solicitó el barón y dejaran volar la mejor colección privada del mundo.

Un día las ganas de subastar afloran de nuevo y Simon de Pury hace las maletas para regresar a Sotheby’s y volver al combate incesante con Christie’s. Unos y otros dispuestos a “engatusar a las condesas para que subasten sus obras de arte y luego montar un espectáculo para maximizar los dividendos”.

Otro día las ganas le llevan a dar un paso al frente y asumir el gran reto de su vida laboral: desafiar el duopolio fundando la casa de subastas Phillips de Pury. A favor de esta maniobra tuvo el apoyo de una de las grandes riquezas de Francia, Bernard Arnault, propietario del grupo de artículos de lujo LVMH. Pero la nueva aventura no llega en el mejor momento. Con los atentados del 11S en 2001, el sector atraviesa una periodo de recesión y la participación de Arnault se cae muy poco después de que se cayeran las torres gemelas.

Culo inquieto, De Pury prueba suerte como experto en un reality para la televisión que busca entre varios candidatos al nuevo Andy Warhol y pronto sospecha que internet lo va a cambiar todo también en el mundo de las subastas. Tantos años después de haber soñado con ser el nuevo Picasso, De Pury sigue pensando lo mismo: que es mejor ser Picasso que vender picassos pero que se siente un afortunado por tener y haber tenido una relación más física que intelectual con el arte y seguir enganchado “al absoluto placer de ver y estar cerca del gran arte”.

el subastador

El subastador. Aventuras en el mercado del arte
Simon de Pury y William Stadiem
Traducción de José Adrián Vitier
Editorial Turner
336 páginas
21 euros