Para vitalidad, entonces, la del óleo sobre tabla que todos conocemos como El matrimonio Arnolfini, que acumula muchos más misterios por centímetro cuadrado que la media de las grandes pinturas de la historia del arte. Bien es cierto que no solo es una obra importante. Es una obra inolvidable. No lo es, o no solo, por ser el mejor trabajo del “inventor de la pintura al óleo” (E.H. Gombrich) o por ser la primera vez en que, gracias al espejo al fondo de la habitación, el artista se erigía “en un perfecto testigo ocular en el verdadero sentido de la palabra” (Gombrich de nuevo). Es más simple que todo eso: es inolvidable porque basta verla una sola vez para que se nos quede grabada para siempre en el disco duro que tenemos sobre los hombros. Se lo explicaba, con pasmosa sencillez, David Hockney a Martin Gayford en el fabuloso libro de conversaciones Una historia de las imágenes: “El principal motivo por el que las imágenes –y otras cosas– sobreviven es que le gustan a alguien. Hay imágenes realmente memorables, pero no sabemos qué las convierte en tales. Si lo supiéramos, habría muchísimas más. El matrimonio Arnolfini no es más que una imagen de dos personas en una habitación, pero me surge en la cabeza como una diapositiva. Hay millones y millones de imágenes de una pareja en un cuarto, pero la mayoría son del todo descartables, así que desaparecen”.
Es complicado decir qué hace que un imagen pintada o fotografiada resulte memorable. El matrimonio Arnolfini es memorable y lo es más allá de su carácter pionero y de su influencia transparente en tantas pinturas. Es asimismo un milagro. Se libró primero de ser destruido en los Países Bajos cuando tantos cuadros fueron machacados a mediados del siglo XVI porque unos años antes había sido llevado a España. Y ya en nuestro país pudo haber ardido en el incendió que asoló el Alcázar de Madrid en la Navidad de 1734.
De la National Gallery se sale sabiendo que si uno vuelve buscará ese retrato de una pareja tan extrañamente bello y enigmático. Jean-Philippe Postel (Paría, 1951), médico jubilado, ha buscado el cuadro muchas veces en la sala 56 para estudiarlo de forma obsesiva, lupa en mano, y tratar de interpretar la multitud de detalles que Van Eyck dejó pintados en apenas un metro de tabla: las anomalías que refleja el espejo esférico, esa única vela encendida en pleno día, el barro presente en uno de los zuecos, la m de muerte (en francés) que forman los protagonistas, la v de vida (en latín) que forman las chinelas rojas, el modo en que juntan las manos, la barriga excesiva de ella, las conexiones con otros cuadros del mismo pintor…
¿Hay explicación para todo ello? Solo diremos que de la docena de interpretaciones de diferentes autores que Postel enumera en su libro el autor francés celebra especialmente dos. Una es de 1934 y propone que estamos ante un extraño rito nupcial que consagra la unión de Giovanni di Arrigo Arnolfini y de Giovanna Cenami en presencia de dos testigos, uno de ellos el propio Van Eyck. La otra, más reciente, de hace solo veinte años, plantea que ella no está viva y que el cuadro es un homenaje de Arnolfini a su difunta esposa. A partir de aquí, de esta idea de la pintura como “equivalente pictórico de una tumba con una figura yacente”, Postel no se resiste a entrar en el juego y dar su propia visión del asunto. Da igual si es o no atinada, porque nos obliga volver a mirar una y otra vez, en las láminas del libro o en internet, los objetos, las miradas o los gestos presentes en una obra inagotable que seguirá despertando la imaginación de cualquier que se acerque a ella en cualquier tiempo.
Jean Philippe Postel
Traductor: Manuel Arranz
Editorial Acantilado
168 páginas
12 euros