Dos novelistas pues desmenuzando por escrito épocas, movimientos, artistas y lienzos, poniendo su talento narrativo al servicio de unas cuantas biografías y reuniendo esos trabajos en sendos libros con no pocos puntos en común. Cierto que la suma de los artículos del catalán, la mayoría inéditos, abarca periodos de casi toda la historia del arte y de diferentes países, y los del inglés se ciñen en cambio al paso del siglo diecinueve al veinte sin apenas salir de la patria de su adorado Flaubert.
Es, por ejemplo, bien transparente la antipatía que ambos profesan a Picasso sin que eso suponga falta de reconocimiento al genio malagueño. También es patente cierta debilidad por los precursores del Romanticismo, con excelentes páginas dedicadas al Delacroix que pintó La libertad guiando al pueblo. Sobre ese cuadro que representa una escena del levantamiento popular de 1830 en París, Azúa se pregunta si su autor “pintó la barricada como un canto a la heroicidad popular o todo lo contrario, como una advertencia sobre el terror”. Barnes, por su parte, se detiene más en la poco excitante vida de Delacroix, “un hombre a la defensiva, temeroso de las pasiones y que valoraba la tranquilidad por encima de todo”, echando así por tierra esa idea romántica de que detrás de una obra violenta y apasionada hay un temperamento igualmente excesivo y arrebatado. Y sin salir del Louvre, diremos que La balsa de la Medusa de Géricault se cuela asimismo en los dos libros reseñados pero de manera muy especial en el de Barnes en un texto que sus lectores ya conocíamos por formar parte de su obra Una historia del mundo en diez capítulos y medio.
Ejecuciones de antología
El ajusticiamiento al óleo tiene dos cimas en Los fusilamientos (1814) de Goya y en la serie de lienzos que con el título de Ejecución del emperador Maximiliano pintó Manet entre 1867 y 1869. La pintura de Goya pasa por el buen ojo clínico de Azúa en la fabulosa deconstrucción que hace de la vida y obra del pintor aragonés desmontando de paso unos cuantos tópicos (sus orígenes humildes, sus relaciones con Cayetana de Alba, su vínculo con los afrancesados), mientras que Barnes busca y encuentra similitudes (“la misma cercanía aterradora entre las bocas de los rifles y el rostro de las víctimas”) y diferencias en el modo en que dos artistas revolucionarios pintaron una situación de horror puro.
Precisamente otra revolución, la protagonizada por Cézanne, es asunto de interés común para ambos ensayistas. Para Azúa, el caso del francés es uno de los grandes misterios del arte, o de cómo un tipo gris sin apenas discurso pudo pegar uno de esos grandes volantazos que cambian el rumbo de la gran pintura y ganarse más que nadie el “el derecho a ser llamado padre de la vanguardia”. Para Barnes, un caso fascinante por inusual, cuyo carácter se hace más huidizo a medida que va siendo más reconocido.
Hay alguna conexión más (Edgar Degas) entre ambos libros pero se van distanciando en su tramo final. Barnes mantiene su recorrido por el arte moderno sin salir de Francia (Pierre Bonnard, Édouard Vuillard, Georges Braque) con alguna salida belga (René Magritte), sueca (Claes Oldenburg) e inglesa (Lucien Freud). Más variado resulta el mapa de intereses de Azúa, que sigue la pista de los primeros saltos al vacío de Kandinsky, acompaña –en uno de los mejores capítulos– a Antonio Saura en su libelo contra el Guernica y describe “el arte que queda tras la muerte del arte” cuando afirma que el actual es más bien “un nuevo juego lingüístico, distinto al del clasicismo y al de las vanguardias, que se lleva a cabo fuera de la historia del arte y que está cerca de la filosofía aunque no se confunda con ella”. De ahí que no esté de más este ejercicio de volver la mirada sobre la obra de los artistas muertos que realiza Azúa y hacerlo además, como Barnes, con los ojos bien abiertos.
Volver la mirada
Félix de Azúa
Editorial Debate
318 páginas
23,90 euros
Con los ojos bien abiertos
Julian Barnes
Traducción: Cecilia Ceriani
Editorial Anagrama
328 páginas
19,90 euros