Las abre, las cierra, las levanta, las transforma en puño mientras afirma con rotundidad: «Hay que valorar de una vez por todas y en toda su dimensión a Jorge Semprún. Asumir que estamos ante una de las más grandes personalidades que hemos tenido la suerte de disfrutar en mucho tiempo. Un verdadero tesoro intelectual de Europa».

Asocia, en primera instancia, la personalidad de Semprún a la Guerra Civil española…

Así es. Así he iniciado mi intervención en el homenaje que se le ha rendido en un lugar tan querido por él como el Museo del Prado. Recordé que en 1936, cuando la guerra estalla, tenía apenas 13 años, y sólo tres más cuando su padre, que había sido gobernador civil de Toledo y Santander, se ve obligado a exiliarse en Francia como consecuencia directa de haber formado parte del Gobierno republicano, como embajador en La Haya. También he recordado que solo tres años de diferencia le separaban de la edad de mi padre cuando desembarcó en Barcelona para alistarse en las Brigadas Internacionales. Oí a Semprún decir muchas veces «nuestra guerra», refiriéndose a aquella dramática contienda en la que no participó directamente pero a cuya sombra había vivido y se había hecho hombre. Y después están sus novelas, sobre muchas de las que flota aquella tragedia. Ahí está, por ejemplo, Veinte años y un día, que considero su gran novela española. Por todo eso el primer Semprún que me viene a la cabeza es el Semprún español, ese que, como dije en El Prado, es el heredero de la «España roja».

También el de la denuncia de la barbarie nazi.

Semprún es un antifascista total. He señalado a la hora de glosarle que es antifascista más allá de España y a causa de ella. Una parte substancial de su extraordinaria obra literaria tiene como objetivo denunciar, como testigo directo, como victima en primera persona, las atrocidades de los nazis. Como es bien sabido, Semprún formó parte en Borgoña de la resistencia y después fue deportado al campo de concentración de Buchenwald. Ese campo de la muerte levantado, –un hecho que el refería con frecuencia–, apenas a unos kilómetros del árbol de Goethe, ese roble que es testigo, al tiempo, de la cultura más sublime y de la atrocidad más despiadada que es capaz de generar el ser humano.

El roble de Goethe

[A ocho kilómetros al sur de Weimar hay una montaña llamada Ettersberg. En medio del bosque, casi en la cima de la montaña, se erguía desde hacía siglos un imponente roble, un gigante magnífico. Frente a él, fascinado por la belleza de sus proporciones y el ritmo solemne de su larga vida, podía uno comprender por qué alguna vez se adoró a estos árboles como a dioses. Si bien el roble no se remontaba hasta los tiempos paganos, sí tenía su propia historia. Hacia finales del siglo XVIII, cuando Weimar y la ciudad vecina de Jena eran el centro cultural de Alemania, donde vivían y producían sus obras Goethe y Schiller, Herder y Schelling, Fichte y Hufeland, la montaña Ettersberg con su roble era uno de los lugares predilectos para las excursiones románticas. Se dice que bajo este roble escribió Goethe la Noche de Walpurgis del Fausto. Según la leyenda, el destino de Alemania estaba ligado a la vida del roble de la montaña Ettersberg, y si alguna vez moría, habría de caer con él también el Imperio Alemán. Muchos libros alemanes de aquel tiempo hacen mención al roble de Goethe.

En el año de 1934 cambió todo en este lugar. Tiene que haber sido el mismo Mefistófeles, amante de la ironía malintencionada, quien aconsejó a los gobernantes alemanes crear un campo de concentración para sus enemigos en la montaña Ettersberg. Comunistas y judíos, testigos de Jehová y sacerdotes católicos fueron arreados en grupo y se les ordenó talar el bosque. Cayeron los árboles y cayeron los seres humanos. Se taló hasta las raíces y se abrió la tierra. Sobre el suelo desierto, desnudo, empapado de sangre, se levantaron barracas, se levantaron crematorios y letrinas. Se cercó el campo rectangular con alambre de púas, y éste se electrificó. Hubo torres protegidas con ametralladoras cada cien metros. Empezaron a desfilar patrullas acompañadas de perros tan feroces como sus amos. Empero, al campo de concentración se le llamó Buchenwald: “Bosque de hayas”.

Únicamente al roble de Goethe el demonio le concedió la gracia. Quedó solo, en la mitad del campo, mirando desde arriba la lavandería donde empezaban las torturas del preso, el campo de instrucción en el que se repetían cada día y el crematorio donde llegaban a su fin. Fue también el demonio quien inspiró la idea de que se colgara a los prisioneros del roble de Goethe. Y en sus ramas se colgó a poetas y sacerdotes, a socialistas y judíos; se les colgó del cuello cuando de cumplir la pena de muerte se trataba, y de las manos atadas para torturarlos. Los perros, enfurecidos por no poder alcanzar a quienes colgaban del roble, arrancaron la corteza de su tronco. Los presos, sin embargo, solo maldecían el árbol, hecho poste de tormento.

El roble, impasible, permaneció ocho años más erguido en su lugar, pues los robles reaccionan despacio.

Pero al llegar la primavera de 1942 su follaje fue escaso, y antes de terminar el verano ya se había desprendido. Al año siguiente el roble no reverdeció. Los prisioneros solíamos observar ese esqueleto desnudo, que nos parecía sombrío y como avergonzado. Hablábamos de la leyenda, y cobrábamos esperanzas. Pero, aunque desprovisto de hojas, el roble permanecía erguido.

el_arbol_de_goetheEn agosto de 1944 los norteamericanos realizaron un ataque aéreo a las fábricas y talleres de armamento situados en los alrededores de Buchenwald. No fue un gran ataque: solo participaron cuarenta aviones y apenas duró un cuarto de hora. Pero fue un ataque ejecutado con una precisión admirable, que destruyó todos los talleres y fábricas cercanos al campo de concentración y una parte de los edificios vecinos, ocasionando muy poco daño a los habitantes del campo. Apenas cayeron en él unas pocas bombas perdidas, que quemaron una parte del depósito de efectos personales. De allí el fuego pasó a la lavandería y, reptando sobre el techo, saltó hasta el roble de Goethe.

Todavía hoy, cuando cierro los ojos, puedo ver esa imagen: el techo en llamas de la lavandería a lo lejos; sobre las escaleras de mano, las siluetas de los bomberos del campo; las precarias bombas contra incendios en acción. Más próximo a mí, el esqueleto desvalido del roble con la copa en llamas. Oigo el crepitar del fuego, veo las chispas revoloteando; las ramas quemadas caen como la tela asfáltica del tejado, hechas jirones y enrolladas. Huelo el humo. Los prisioneros, formando una larga cadena, se pasan los baldes de agua desde el estanque hasta el lugar del incendio. Salvan la lavandería, pero no extinguen las llamas del roble. En sus rostros hay una alegría secreta, un triunfo silencioso: ¡se está haciendo realidad lo que predijo la leyenda!

El roble ardió toda la noche. A la mañana siguiente solo quedaba el tronco tiznado y hecho astillas. Se nos permitió talarlo, desenterrar las raíces y rellenar el hueco. Esto sucedió el 24 de agosto de 1944. El Imperio Alemán le sobrevivió solo nueve meses más.]

Nota: La autoría de este texto encierra en su anonimato, más que la voz de un hombre, el testimonio de una generación. Además de Ernst Wiechert en su texto autobiográfico El bosque de los muertos, y de Joseph Roth en su último artículo El roble de Goethe en Buchenwald, el famoso roble también inspiró a los prisioneros 44904 y 4935 del campo de concentración. El primero, Jorge Semprún, habla del roble en sus novelas Aquel domingo y Viviré con su nombre, morirá con el mío. El segundo, que no ha sido identificado con certeza, es el autor de este escrito.

Publicado por primera vez en noviembre de 1945 en un diario de la ciudad polaca de Lublin, el texto se dio a conocer de nuevo en 2006, al ser traducido al alemán por Wojciech Simson y publicado en el periódico suizo Neue Zürcher Zeitung. La versión alemana está precedida por un artículo en torno a la identidad del autor escrito por Johannes Fehr, director del Ludwik Fleck Zentrum de Zürich, centro que se dedica a la investigación de la vida y la obra del médico y bacteriólogo de origen judío Ludwik Fleck.

Durante su reclusión en Buchenwald, desde finales de 1943 hasta la liberación del campo en abril de 1945, Ludwik Fleck fue obligado por las SS a desarrollar una vacuna contra el tifus. Como señala Fehr y como parecen confirmar los documentos del archivo del campo de concentración, probablemente Ludwik Fleck fue el autor de este artículo. Así, sin pretender más autoría que el anonimato del “Prisionero N° 4935”, el gran científico se uniría a las voces literarias que vienen simbolizado en el árbol legendario el choque entre cultura humanista y barbarie.

 

Pero ante todo, personifica el espíritu antitotalitario de Semprún

Antitotalitario ante todo. Antifascista y antitotalitario sin límites y hasta el fin. Eso era Semprún. Un hombre que escribe no para sobrevivir, sino para revivir. Es antifascista porque es escritor y es escritor para que acuda a su pensamiento y lo pueda reflejar lo impensable del fascismo. Pero el fascismo de cualquier signo. El antitotalitarismo de cualquier lado. Esa integridad le supuso no pocos problemas. Como es bien sabido, tras su pasado comunista, rompe con el estalinismo en primera instancia y, en los primeros años de la década de los sesenta, con el Partido Comunista. En lugar de volver la espalda a la realidad, él la mira de frente y denuncia las atroces represiones de los campos de concentración soviéticos. La lectura de la obras de Solzhenitsyn, Un día en la vida de Ivan Denisovitch y Archipiélago Gulag le impactaron profundamente y le convirtieron en un antitotalitarista convencido y radical.

Lanzado en su admirada evocación, Lévy, casi sin respirar, añade:

Tenía una mirada guerrera, que se velaba y se volvía un poco espectral cuando evocaba a sus muertos: ya fueran gloriosos antepasados de la Guerra Civil o compañeros que, siguiendo sus palabras, «se habían ido en el humo de Buchenwald», o los torturados y asesinados del Gulag.

También he hablado de aquella voz melodiosa que podía, en la misma frase, cambiar bruscamente de registro, bajando un tono, como si fuera a revelar un terrible secreto, o subiendo hasta los agudos estridentes, cuando se incendiaba al referirse a tal o cual debate del momento. Firme en sus convicciones y, de un modo ejemplar, libre, profundamente libre.

Y claro, el escritor…

Era un gran prosista. Un escritor que quedará como uno de los más poderosos, creativos e innovadores de la segunda mitad del siglo XX. Un creador que sostiene, y esa me parece una idea de gran fuerza y belleza, que la memoria se nutre de ella misma, se retroalimenta y crece de lo que escupe. La idea de que escribir libros no deseca la memoria, sino que la aviva. Él piensa y lo demuestra, que beber en sus recuerdos no los agota sino que los fertiliza.

Ha escrito y así lo ha reflejado en su intervención en el Museo del Prado, aquellas peculiaridades que le gustan más de Semprún.

He escrito y he señalado en su homenaje que me gusta ese arte que él inventa, y que no pertenece más que a él, de volver a pasar de un modo incansable por las mismas estaciones de una vida cuyos sortilegios no acaba de escrutar para desencantarlos. Me gusta su amor por el arte y su inteligente mirada sobre la pintura. Me gusta que haya escrito teatro. Gurs, por ejemplo, en donde abordaba la tragedia de ese famoso campo francés en el que fueron encerrados los republicanos españoles vencidos y, posteriormente, algunos de los judíos en tránsito hacia Auschwitz. O esa otra obra, Regreso de Karola Neher, que nunca he visto representada, pero que he leído y me provocó un estremecimiento semejante al que experimenté con Camus, Giraudoux o Sartre. Me gusta que Semprún haya sido un extraordinario guionista de cine. Me gusta el gran conversador que había en él. El filósofo de talla, que también lo era y, por supuesto, el hombre de acción, el dirigente clandestino de un partido prohibido y el joven héroe que a los 22 años toma las armas para liberar Buchenwald.

Y, naturalmente, el europeo. Jorge Semprún encarna la idea de Europa. El espíritu europeo en su esencia. Todas estas son razones para quererlo, respetarlo y considerarlo como una de las personalidades más atractivas de la historia reciente de Europa. Un verdadero tesoro.

Referente del pensamiento europeo

bernard_henri_levy_4Bernard-Henry Lévy, uno de los intelectuales más populares de Francia y uno de los referentes del pensamiento europeo, nació en Béni-Saf (Argelia) en 1948, en el seno de una acaudalada familia judía sefardí. A los seis años se trasladó a Francia. En 1968 entró en la prestigiosa Escuela Normal Superior parisina donde tuvo como profesores a los filósofos Jacques Derrida y Louis Althusser.

En los primeros años 70 trabajó como periodista, cubriendo como corresponsal la guerra de independencia de Bangladesh. A raíz de este hecho ha escrito con asiduidad en clave periodística sobre diferentes conflictos, como el de los Balcanes, Angola, Colombia, Afganistán, Israel y Palestina.

Cuando concluía la década de los 70 se hizo muy popular al encabezar la corriente de los llamados nuevos filósofos franceses, con André Glucksmann y Alain Finkielkraut, críticos con los dogmas de la izquierda radical surgida de Mayo del 68. Se convirtió entonces en un filósofo discutido, acusado por sus detractores de «intelectual mediático» y narcisista, y valorado por sus defensores por su compromiso moral en favor de la libertad de pensamiento y por su valiente abordaje de los grandes debates de su tiempo.

Ha trabajado también como editor. En 1990 fundó y dirigió la revista La Règle du Jeu. Además ha realizado varias películas y numerosos programas de televisión.

Ganador del Premio Médicis de Novela 1984 con El diablo en la cabeza, se dio a conocer con La barbarie con rostro humano (1977), donde hizo una dura crítica al marxismo y al socialismo como promesas de una falsa felicidad que en realidad conduce “a la peor de las desgracias”. Según él, la revolución y el progreso son señuelos; y la filosofía debe “mirar al horror de frente”. Sostiene que el papel del intelectual es ir contra corriente y romper la unanimidad.

Con El testamento de Dios (1979) divulgó algunas tesis próximas a Emmanuel Levinas según las cuales hay que escuchar lo que Dios dice en la Biblia, y resistirse al orden del mundo y a la violencia. Entre sus ensayos cabe destacar también La ideología francesa (1981), una obra que suscitó una viva polémica en su país por cuanto afirmaba que el fascismo había tenido también un origen francés.

Dentro de una muy abundante y reconocida carrera literaria es autor, entre otras obras, de Los últimos días de Charles Baudelaire, Las aventuras de la libertad, Mondrian , Elogio de los intelectuales, La pureza peligrosa, Hombres y mujeres y El siglo de Sartre.

 

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