De las tres, la obra de Arteta (Navarra, 1945) es, claro está, la que dedica más páginas a meditar sobre la vejez, la decrepitud y la muerte. Lo hace sin rodeos, con todas las letras pero destilando al mismo tiempo un profundo amor a la vida entre citas de otros grandes pensadores y pinceladas de ironía.
Nos recuerda el ensayista navarro que al anciano la vida no le falta pero como amenaza con abandonarle en cualquier momento lo que hay que hacer es extraerle su jugo a cada hora que le resta; en realidad, un consejo válido para todas las edades. “Cualquier día sin tierra encima es un buen día” es afirmación del padre de Marcos Ordóñez, quien en caso de tener que tatuarse una frase apostaría seguro por algo así como “no dejes ni un día de sonreír o, mejor, reír”.
A riesgo de que le acusen de fúnebre o sombrío, se niega Arteta a reflexionar sobre la vejez si a cambio tiene que evitar hablar de la muerte. La tarea de la filosofía, nos dice, “no estriba tanto en aprender a morir, sino en aprender ese modo de vivir que se sabe abocado a morir”. O dicho de otro modo: a entender que el placer de vivir y la pena de morir van de la mano.
El viejo, un extraño
Puede que abunden los ancianos resentidos que den la razón a Santiago Ramón y Cajal cuando decía que es “rasgo característico de la vejez pensar que con nuestra ruina debe precisamente coincidir la del Universo”, pero también hay viejos tan prestos a ayudar como dejados al margen en un mundo, como el actual, tan dominado por la prisa y la técnica, un mundo entre poco y nada interesado en saberes del pasado. Lo refleja bien Arteta cuando señala con sorna que “los contemporáneos parecen venir a esta tierra con la ilusión de carecer de pasado y dispuestos a crearse a sí mismos de la nada. Entre ellos, el viejo es, cada vez más, un extraño”.
Eso no le sucede al Millás protagonista de La vida a ratos, con jóvenes que acuden a su taller de escritura y de los que es él el que dispara cosas como que, “por lo general, mis alumnos no quieren escribir sino ser escritores”. El libro sigue el formato de diario pero es una inmersión en toda regla en el inconfundible universo de Millás (Valencia, 1946), con entradas que repiten rituales de la vida cotidiana (viajes en metro, gin-tonics en bares, conversaciones en sus clases…) y vivencias que acaban siendo esa suerte de cuentos breves, extraños e intrigantes que tan bien sabe resolver el autor de La soledad era esto.
La pasión por el teatro de Marcos Ordoñez (Barcelona, 1957) impregna el grueso de su maravilloso dietario en el que hay también espacio para sus recuerdos de infancia y adolescencia, el amor a la música de su adorado Gato Pérez, Paul Simon o Sinatra, su entusiasmo por la literatura de James Salter y mil referencias más que no agotan sino todo lo contrario: contagian ganas de ver, leer y escuchar cuanto pasa por su insaciable radar.
Entre tanto deslumbramiento y mogollón de divertidas anécdotas, el novelista y crítico teatral de El País encuentra huecos en sus cuadernos para dar cuenta de sus periódicos ataques de pánico y el terror a un nuevo mordisco del cáncer (“Mi paisaje favorito: el camino de vuelta del hospital, cuando el chequeo ha ido bien”). Y no le cuesta admitir “señales inequívocas de una cierta edad: los berrinches que me dan últimamente cuando alguien me contradice o cambia algo de sitio, en sentido literal o metafórico”.
Los tres hablan de las cuitas del cuerpo (“¿a qué edad el cuerpo se convierte, no ya en un tema de conversación, sino en el ‘tema’ de conversación?”, se pregunta Millás), infartos y miedos (un temor recurrente: alcanzar la edad en que murieron los padres), incertidumbres y suicidios y, cómo no, muertes de amigos más o menos cercanos que inevitablemente auguran la propia.
“Las balas silban cada vez más cerca”, suelta Millás, y otro diarista célebre, Iñaki Uriarte, lo expresa casi igual: “A partir de cierta edad, llegamos al Far West: silban las balas a nuestro alrededor”. Dicho todo esto, en las obras citadas los pensamientos lúgubres sucumben ante la inteligencia, la sabiduría, el humor y, claro que sí, la vitalidad de sus autores.
En España, nos hemos reído bastante de la muerte, como cabe suponer que harán en otros países, y algo menos de las miserias de ir cumpliendo muchos años. Fernando Fernán Gómez decía que lo que más le molestaba de la vejez era el inoportuno moco que le colgaba por la dichosa rinitis de sus últimos años y que le impedía asistir a comidas protocolarias.
A fin de cuentas
Aurelio Arteta
Editorial Taurus
266 páginas
17,90 euros
La vida a ratos
Juan José Millás
Editorial Alfaguara
477 páginas
19,90 euros
Una cierta edad
Marcos Ordóñez
Editorial Anagrama
336 páginas
18,90 euros