Escrito cuando su carrera alcanza la última estación, no hay espacio aquí para dar cuenta de una encomiable relación de éxitos profesionales. Hay, en cambio, grandes dotes para hacernos cercanos pacientes con cuatro pinceladas. Asistimos, casi siempre sobrecogidos, a una sucesión de casos con enfermedades y lesiones cerebrales y de la columna vertebral, gente con nombres y apellidos, esperanzados unos, desesperados otros. Hay una estructura básica que se repite en cada capítulo: el primer encuentro con el paciente, la discusión de su escáner cerebral con el grupo de jóvenes médicos, la propia intervención quirúrgica y la posterior visita a la cama del enfermo para dar las buenas o malas noticias.
De la mano de Marsh entramos muchas veces en el quirófano. La mayoría de las veces para operar tumores cerebrales casi siempre de muy mal pronóstico. En las conversaciones previas, los pacientes le escuchan y miran como una figura heroica y todopoderosa en la que han depositado sus muchas o pocas esperanzas de salir bien parados. De ahí la dureza que destilan esas páginas en las que Marsh detalla, sin paños calientes, sus fracasos pese a haber procedido de forma impecable o –aún más terrible- cuando en la intervención hay errores humanos. Fallos que dejan a una joven madre lisiada para siempre o condenan a una cojera irreversible a un deportista que acudió al hospital por una lesión menor. Es entonces cuando el superhéroe muta en villano que no puede huir y tampoco mentir dando falsas esperanzas de recuperación para salir del paso. “Antes de la operación confiaba plenamente en usted. ¿Por qué debería hacerlo ahora”, le dice una de sus pacientes.
Son esas catástrofes las que aterrizan a estos profesionales, las que les recuerdan que no siempre van a sentirse como generales victoriosos tras la gran batalla. Marsh es de los que cree que “si no ocultas ni niegas tus errores cuando las cosas salen mal, y si los pacientes saben que estás afectado por lo ocurrido, quizá, con un poco de suerte, recibirás el valioso regalo del perdón”.
Operar o no operar, esa es la cuestión
Sorprende descubrir en el libro de Marsh que no hay mayor tortura para el profesional que la incertidumbre; mucho peor, a tenor de lo leído, que tratar a alguien que se te muere. “Las cosas se vuelven cruelmente difíciles si uno no está seguro de si puede ayudar [operando] o no, o de si debería ayudar o no”. Como el ser o no ser hamletiano, la cuestión es si operar o no hacerlo. “Saber cuándo no hay que operar es tan importante como saber operar, y la experiencia en lo primero es más difícil de adquirir. Los años te hacen ser más realista respecto a las limitaciones de la cirugía”. A los cirujanos jóvenes les cuesta más aceptar que puede ser mejor opción dejar morir a alguien si son muy pocas las posibilidades de que esa persona pueda volver a valerse por sí misma.
Una bomba en el cerebro
El aneurisma es la dilatación anómala de una arteria del cerebro y también el responsable de que Marsh optara por la neurocirugía cuando pudo ver en directo cómo se opera esta lesión. Es una intervención que los profesionales suelen comparar con la tarea de desactivar una bomba de relojería aunque sea la vida del paciente –no la del médico– la que está en juego. Ante un aneurisma no hay trabajo en equipo que valga, esto es un “combate cuerpo a cuerpo”. El Moby Dick de la neurocirugía. Al menos para Marsh.
En ese combate se lucha contra un órgano vivo. Como bien nos recuerda el autor, la cirugía obliga a los interesados a aprender de nuevo anatomía porque “la de un cuerpo vivo y sangrante es muy distinta de la carne serosa y grisácea de los cadáveres embalsamados para la disección”. Y una vez dentro del quirófano no conviene ser consciente de lo que uno tiene entre manos. Todo lo contrario: es aconsejable cosificar al paciente, hay que llenarlo de esparadrapos hasta convertirlo en un objeto porque esa metamorfosis, nos cuenta Marsh, “tiene un efecto peculiar en mi estado de ánimo: el miedo se esfuma y se ve reemplazado por una feroz y alegre concentración”.
Donde se ponga el cariño…
Una obviedad en la que no reparan todos los médicos: no hay nada como ser alguna vez paciente –o familiar cercano– para tener en cuenta por lo que pasan cada día tantos enfermos y su entorno. El hijo de Marsh tuvo un tumor cerebral y por eso no sorprende que diga tanto a sus pupilos que “los médicos no sufren lo suficiente”. De los grandes maestros Marsh aprendió que la amabilidad es tan importante o más que la pura destreza técnica. De hecho, los mayores elogios del libro los reserva a los profesionales que cuidan en extremo el trato con los pacientes.
No tiene mucho misterio: la verdadera empatía con los enfermos la dan los años. A medida que cumple primaveras Marsh va descubriendo que no es tan invulnerable como pensaba, que tarde o temprano acabará también él “postrado en una cama en una abarrotada sala de hospital, temiendo por mi vida como hoy lo hacen ellos”; es más: va dándose cuenta de que está hecho de la misma pasta que sus pacientes. Y ahora ya, superados los sesenta años, dice poder sentir una lástima por ellos que no sentía en sus inicios.
Ante todo no hagas daño, absoluto éxito de crítica y público en el mundo anglosajón, contiene también los viajes altruistas de Marsh a hospitales sin recursos de Ucrania, sus reflexiones sobre la sanidad pública inglesa, la relación que se establece entre colegas cuando es el cirujano el que entra y sale del quirófano tumbado en camilla o la atención a su madre enferma en fase terminal. Pero si hay algo que te captura como solo lo hacen las mejores novelas son las historias cortas de esos pacientes desvalidos que acuden a la consulta del jefe de Neurocirugía y la bondad que irradia este hombre desde las primeras páginas, desde que se sube por primera vez a la bicicleta que cada mañana utiliza para ir de casa al hospital y del hospital a casa. Desde ya un clásico que puede figurar sin desdoro a la vera de las mejores obras de Oliver Sacks, otro gran escritor con mucho arte también para escribir sobre enfermedades neurológicas y hacerlo para todos.
Henry Marsh
Traducción: Patricia Antón de Vez
Editorial Salamandra
352 p
19 euros