El escándalo como motor artístico, la provocación como combustible creador podía tener una base teórica en algunos artistas de la época pero no en Buñuel: esas ganas de apelar a lo irracional y bombardear las convenciones sociales las traía de fábrica, estaban en su ADN, nunca resultaban impostadas ni oportunistas.
En tiempos actuales, cada vez más dominados por lo políticamente correcto, sigue siendo un bendito escándalo escuchar de viva voz a Buñuel relatar sus bromas y travesuras, sus burradas y contradicciones, disfrutables de nuevo en la reedición de sus memorias, dictadas a su último guionista, el francés Jean-Claude Carrière.
Hay que frotarse los ojos cada vez que le leemos al gran gamberro contar cómo destrozó los regalos de navidad en la casa de Charles Chaplin, cómo se pegó con Gala en presencia de Dalí o cómo se presentó en el estreno de Un perro andaluz con piedras en los bolsillos para lanzarlas al público si la película no tenía éxito.
Sexo, religión y muerte
La muerte, la fe y el sexo, que son una constante en su universo creativo, fueron antes una obsesión vital. “En Calanda tuve yo mi primer contacto con la muerte que, junto con una fe profunda y el despertar del instinto sexual, constituyen las fuerzas vivas de mi adolescencia. Un día, mientras paseaba con mi padre por un olivar, la brisa trajo hasta mí un olor dulzón y repugnante. A unos cien metros, un burro muerto, horriblemente hinchado y picoteado, servía de banquete a una docena de buitres y a varios perros. El espectáculo me atraía y me repelía a la vez”. Atracción y rechazo de manera simultánea: otro tanto le sucede con la religión –“soy ateo gracias a dios”– o con las perversiones sexuales. De ahí su fascinación por el pecado, que funde ambas cosas. El disfrute sexual se dispara cuando el placer, además, está prohibido.
Aunque presume de cierto desdén por revisar su obra y se ríe de los análisis críticos que buscan absurdas explicaciones ocultas en su cine, se detiene en algunas de sus mejores películas mexicanas (Los olvidados, El ángel exterminador o Nazarín), españolas (Viridiana, Tristana) y francesas (Belle de jour, Ese oscuro objeto de deseo). Se queja de las dificultades con la censura en España y lamenta la falta de medios con que tuvo que rodar en su exilio mexicano, donde demostró, en palabras de Fernando Trueba, ser el “auténtico rey de la serie B, el más notable transformador de mierda en oro. Nadie ha conseguido mejores resultados que él utilizando peores elementos humanos y técnicos”.
No obstante, Mi último suspiro es un clásico al que merece la pena acercarse si conoces poco o nada la filmografía del autor. Porque es la vida de una de las glorias de la cultura española del siglo XX, porque vivió la guerra y el exilio en primera persona, porque se codeó con toda la vanguardia del periodo de entreguerras, porque pocos como él intimaron tanto con Federico García Lorca (“de todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía. La obra maestra era él”) o con Salvador Dalí, al que define como un “genio, un escritor, un conversador, un pensador sin igual”, pero también como un amigo al que no puede perdonar “su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad”.
Es además una delicia oír al director de Simón del desierto perorar sobre los bares (“lugares de meditación y recogimiento sin los cuales la vida es inconcebible”), el alcohol (“si tuviera que enumerar todas sus virtudes no acabaría nunca”), sus experiencias como hipnotizador, su amor a la ciudad de Toledo, a las armas y a los sueños (“dadme dos horas de vida activa y veinte horas de sueños, con la condición de que luego pueda recordarlos”) o su aversión al cine bonito y la pedantería (“a veces, he llorado de risa al leer ciertos artículos de los Cahiers du Cinéma”).
Prácticamente no hay anécdota en el libro –y son multitud– que no defina esa manera de ser y estar en el mundo que tenía Buñuel. Por ejemplo ésta, originada cuando un grupo de periodistas mexicanos le entrevistó en Madrid durante un almuerzo sobre la nominación al Óscar a su película El discreto encanto de la burguesía:
– ¿Cree usted que obtendrá el Óscar, Don Luis?
– Sí, estoy convencido –respondo muy seriamente–. Ya he pagado los veinticinco mil dólares que me han pedido. Los estadounidenses tienen sus defectos, pero son hombres de palabra.
Los mexicanos no ven malicia alguna en mis palabras. Cuatro días después, los periódicos mexicanos anuncian que yo he comprado el Óscar por veinticinco mil dólares. Escándalo en Los Ángeles, télex tras télex. Silberman (el productor) llega a París, muy molesto, y me pregunta qué locura me ha dado. Le respondo que se trata de una broma inocente. Después de lo cual se calman las cosas. Transcurren tres semanas y la película obtiene el Óscar, lo que me permite repetir a mi alrededor:
– Los estadounidenses tienen sus defectos, pero son hombres de palabra.
Mi último suspiro [1]
Luis Buñuel
Traducción: Ana María de la Fuente
Editorial Taurus
328 p
18,90 euros