Quizá por eso se sintió tan cómodo con el jazz, que persigue la sorpresa y que puede ser tan accesible como elitista. Como en la discografía de algunos gigantes del género, el cine de Malle ha sabido oscilar entre la ligereza y la gravedad, entre lo oscuro y lo luminoso, entre lo melancólico y lo festivo. De hecho, la trayectoria del director francés acumula unos cuantos bandazos; comprueben si no el salto tan radical que hay entre Los amantes (1958) y Zazie en el metro (1960), o entre Lacombe Lucien y El Unicornio a mediados de los setenta, o entre Adiós, muchachos y Milou en mayo a finales de la década siguiente. Todo, por otra parte, bien premeditado.
Como muchos jazzistas que alternan discos con banda, en solitario o con orquesta, Malle firmó piezas documentales, películas pequeñas y otras de gran presupuesto, argumentos con estrella protagonista y otros con actores poco o nada conocidos. Escribió historias con un marcado carácter autobiográfico, las mejores suyas, como Adiós, muchachos o El soplo al corazón, rodó guiones ajenos y asumió encargos, se metió en experimentos para minorías y también aceptó algunas películas pensadas para ser éxito de taquilla. Tanta versatilidad y una filmografía que hace pie en diferentes países puede que no hayan ido en favor de un mayor reconocimiento y que por ello no goce, injustamente, de la consideración de otros autores europeos de su generación que arriesgaron mucho menos y no asumieron tantos retos como este hijo de familia adinerada que a los 24 años ya había ganado una Palma de Oro en Cannes y un Óscar por un documental dirigido a medias con el mediático comandante Cousteau sobre las exploraciones submarinas del Calypso.
Aunque su cine envejece más que bien y es posible disfrutar de casi todas sus cintas en varias plataformas –solo Filmin tiene 16 títulos–, no nos llega la bibliografía que su talento merece más allá de un libro de recuerdos del propio Malle que editó el Festival de Cine de Valladolid en 1987 o el número monográfico que le dedicó la revista Nosferatu casi diez años después. Enric Alberich (Barcelona, 1961) cubre esa laguna y apunta en su libro razones para ese cierto desinterés, empezando por la dificultad para ser etiquetado y su desconexión de cualquier movimiento de su tiempo –incluida la nouvelle vague–, siguiendo por el interés por probar géneros muy distintos y acabando por ese estilo más académico que rupturista, que bebe de los clásicos y favorece la invisibilidad de la cámara.
El cine de Malle efectivamente es variado e irregular pero, como bien escribe Alberich, “bajo esa miscelánea que podría parecer contradictoria, se encuentran de modo subrepticio toda una serie de cuestiones que a menudo se repiten de un filme a otro, que se interpelan, que se complementan o que evolucionan con el tiempo”. Por ejemplo, el suicidio (Fuego fatuo, Herida), los amores complicados o directamente imposibles (Los amantes, Vida privada, Atlantic City), las consecuencias del paso del tiempo (Milou en mayo, Vania en la calle 42) o la relación madre hijo, presente en Adiós, muchachos o Herida pero sobre todo en El soplo al corazón, que “encara, con desparpajo y naturalidad, el tabú del incesto”.
Hablando de tabús, a Malle le cabe el honor de ser uno de los primeros en reunir el valor para abordar asunto tan espinoso como el colaboracionismo durante la Ocupación. Lo hizo con Lacombe Lucien, escrita con Patrick Modiano, el premio Nobel de Literatura que tantas obras ha ambientado en aquel periodo de la historia de Francia durante la Segunda Guerra Mundial.
La pérdida de la inocencia es otro tema que obsesionó a Malle. De ahí que fuera tan recurrente en su cine “la figura del adolescente o preadolescente que dice adiós a la ingenuidad, que es testigo de la corrupción, del engaño o de la farsa que prima en el universo de los adultos y que, en consecuencia, aprende a tomar sus distancias con respecto a ese mundo moralmente desvencijado”.
Director de 19 largos de ficción y unos cuantos documentales que marcaron su mirada y su estilo, Malle no pudo superar un tumor linfático y falleció en Los Ángeles sin poder cumplir su deseo de morir en su país natal, apenas un año después de que se estrenara su última película. Llevaba una década y media de feliz relación con la actriz Candice Bergen. Antes había tenido relaciones con otras actrices a las que además dirigió, como Jeanne Moreau en sus primeros filmes o Susan Sarandon en su etapa americana. Hizo películas formidables en los años cincuenta, sesenta, setenta, ochenta y noventa. Sus mejores trabajos están tan vivos como los grandes clásicos del jazz que tanto le gustaban.