De acuerdo con Antonio Piñero, filólogo, escritor e historiador especializado en la vida de Jesús de Nazaret y en la lengua y la literatura del cristianismo primitivo (es autor, entre otros libros, de Jesús de Nazaret: El hombre de las cien caras, Guía para entender el Nuevo Testamento y El Jesús histórico. Otras aproximaciones), el cristianismo es un producto de la reflexión teológica de los discípulos de Jesús después de la muerte de éste, aunque fue Pablo de Tarso, el apóstol postrero que no conoció personalmente a Jesús, quien mejor comprendió que la fuerza de su mensaje quedaría magnificada de manera extraordinaria si el Jesús histórico se amalgamaba con el Cristo de la resurrección (Jesucristo). La fe cristiana es creer en Cristo resucitado: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra esperanza”. Pablo fue quien realmente sacó al cristianismo del ámbito judío y lo convirtió en un movimiento universal. Escribió antes que nadie y, de alguna manera, sus cartas (redactadas 20-30 años después de la muerte de Jesús) condicionaron la escritura de los cuatro evangelistas.
Dado que Jesús no dejó nada escrito, solo es posible reconstruir de forma hipotética su vida y su figura a partir de los materiales de tipo arqueológico o textual que han llegado hasta nosotros. Apenas existen restos procedentes de algunas excavaciones en Palestina, sobre todo las realizadas en Jerusalén y Galilea, y los hallazgos de los manuscritos de Nag Hammadi (Egipto) y del Mar Muerto (Israel) sirven para conocer mejor la situación histórica y social de Palestina en el tiempo de Jesús, pero no aportan datos acerca de los acontecimientos de su vida. Por tanto, solo nos quedan los textos que versan sobre él y que podemos clasificar en dos tipos principales: escritos de los historiadores judíos (Flavio Josefo) y romanos (Plinio, Tácito y Suetonio) y el Nuevo Testamento (fundamentalmente los cuatro Evangelios canónicos, Los Hechos de los Apóstoles, las Epístolas de Pablo y el apócrifo Evangelio de Tomás). A ellos se pueden añadir algunos comentarios de la tradición rabínica y referencias esporádicas de autores diversos.
Lo que dicen los historiadores judíos y romanos
Según afirma el profesor Piñero: “La tarea del historiador para reconstruir con verosimilitud la figura de este personaje que vivió hace dos mil años es titánica. A la vez, sorprende la seguridad con la que muchos hablan de Jesús con absoluta seguridad”. La investigación histórica para recuperar al Jesús histórico liberándolo de los presupuestos teológicos, que se inició a partir de la Ilustración, ha vivido en el último medio siglo un auge sin precedentes a partir de un abordaje histórico interdisciplinar, en el que la filología, la crítica literaria, la sociología y la antropología se han venido a sumar a la arqueología y a una metodología histórica más rigurosa, hecha al margen de la fe, pero no contra la fe.
No obstante, la distancia entre lo que se ignora y lo que se sabe es todavía inmensa. Y es que, como señala el teólogo Rafael Aguirre, “ante Jesús el historiador se encuentra con las dificultades de toda investigación sobre el pasado (parcialidad de los datos, valoración de las fuentes, etc.), con la añadidura de que se trata de una cuestión que no deja indiferente por las repercusiones históricas que su figura ha tenido y por las interpelaciones vitales que siempre ha suscitado”. Veamos cuáles son las fuentes que contienen los escasos testimonios de los historiadores antiguos.
El historiador judío Flavio Josefo ofrece un escueto retrato de Jesús al narrar la historia del gobernador romano de Palestina Poncio Pilato en el capítulo XVIII de su obra Las Antigüedades judías, escrita a finales del siglo primero: “En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio (si es lícito llamarlo hombre, porque fue autor de hechos asombrosos, maestro de gente que recibe con gusto la verdad). Y atrajo a muchos judíos (y a muchos de origen griego. Era el Cristo). Y cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los hombres principales entre nosotros, lo condenó a la cruz, los que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo. Porque se les apareció al tercer día resucitado (los profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él). Y hasta este mismo día la tribu de los cristianos, llamados así a causa de él, no ha desaparecido”.
Existe una segunda versión en árabe que los investigadores modernos consideran más fidedigna, al estar purgada de las posibles interpolaciones de las sucesivas copias de los autores cristianos (las que aparecen entre paréntesis en el texto anterior). Este texto dice así: “En este tiempo existió un hombre de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Los convertidos en sus discípulos no lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo. Según esto fue quizá el mesías de quien los profetas habían contado maravillas”.
Hay otra referencia de Josefo a Jesús, más corta que la anterior, en el capítulo XX del libro de las Antigüedades, cuando el historiador se hace eco de la acusación que el sumo sacerdote Anás llevó a cabo en el año 62 al “hermano de Jesús, que es llamado Mesías, que tiene Jacob (Santiago) por nombre, y algunos otros”. De acuerdo con los especialistas, esta cita marginal a Jesús no habría tenido sentido si no hubiera sido una persona real y conocida.
El siguiente testimonio histórico corresponde a Plinio el Joven, que era gobernador de la provincia romana de Bitinia y Ponto, al noroeste de Asia Menor, en la actual Turquía. Plinio escribió una carta al emperador Trajano alrededor del año 112 d. C. y le pidió consejo sobre cómo tratar y juzgar a los cristianos, cuyas prácticas califica como “una superstición excesiva”, ofreciendo el testimonio de algunos de ellos, que habían sido denunciados: “Se reunían, en un día señalado, antes del amanecer, y cantaban uno tras otros himnos en honor de Cristo, como si éste fuera un dios. Se juramentaban, pero no para hacer algún crimen, sino para no robar, no saltear, no cometer adulterio, no faltar a una promesa dada ni negar un aval si alguien se lo pedía…”. Plinio parece preocupado por la rápida propagación del cristianismo y su negativa a la adoración de los dioses romanos, así como por las reuniones de los cristianos, a las que considera como un posible fermento para la oposición al poder romano y la sedición, aunque nunca menciona otro delito que el hecho de ser cristianos. No obstante, la carta y la respuesta de Trajano parecen indicar que, a principios del siglo II, no había persecución sistemática y oficial de los cristianos en todo el Imperio.
Publio Cornelio Tácito, aparte de senador, fue uno de los mejores historiadores romanos. Sus escritos cubren la historia del Imperio Romano del siglo I desde la muerte de Augusto (año 14). En su biografía de Nerón, incluida en su obra Anales (hacia el año 117), cita el incendio de Roma, falsamente atribuido a los cristianos, pero de paso da varios datos de gran exactitud relacionados con la vida de Jesús: “En consecuencia, para deshacerse de los rumores, Nerón culpó e infligió las torturas más exquisitas a una clase odiada por sus abominaciones, quienes eran llamados cristianos por el populacho. Cristo, de quien el nombre tuvo su origen, sufrió la pena máxima durante el reinado de Tiberio a manos de uno de nuestros procuradores, Poncio Pilato, y la superstición muy maliciosa, de este modo sofocada por el momento, de nuevo estalló no solamente en Judea, la primera fuente del mal, sino incluso en Roma, donde todas las cosas espantosas y vergonzosas de todas partes del mundo confluyen y se popularizan. En consecuencia, el arresto se hizo en primer lugar a quienes se declararon culpables; a continuación, por su información, una inmensa multitud fue condenada, no tanto por el delito de incendiar la ciudad como por su odio contra la humanidad”.
Por su parte, Suetonio, historiador y biógrafo, en el apartado dedicado a Claudio en su conocida obra Vida de los Doce Césares (hacia el año 121), escribe que el emperador “expulsó de Roma a los judíos que continuamente se rebelaban, instigados por Cristo”, mientras que en el dedicado a Nerón dice que “infligió suplicios a los cristianos, un género de hombres de una superstición nueva y maligna”.
Lo que dicen los manuscritos encontrados y los hallazgos arqueológicos
Los conocidos como Manuscritos del Mar Muerto, cuyas primeras copias fueron descubiertas en 1947 de manera accidental por pastores beduinos en unas grutas de Qumrán, son un conjunto de casi un millar de escritos en hebreo y arameo relacionados con los esenios, fieles seguidores del Antiguo Testamento y opuestos al culto oficial que se desarrollaba en el Templo de Jerusalén, muchos de los cuales vivían en comunidades practicando el ascetismo. Los esenios constituían uno de los principales grupos religiosos judíos, junto con los zelotes (grupo de corte más político y más orientados a la lucha contra la dominación romana), los saduceos (los “justos” o los “rectos” por considerarse descendientes de Sadoc, el sumo sacerdote que ungió al rey Salomón) y los fariseos (vigilantes de la observancia de las leyes y la pureza ritual incluso fuera del templo, en la propia vida cotidiana). Se estima que los escritos encontrados en Qumrán, redactados entre los años 250 a. C. y 66 d. C., son valiosos para conocer mejor a la sociedad judía en la época de Jesús, pero no aportan nada acerca de la figura de Jesús.
En cuanto a los Manuscritos de Nag Hammadi (Biblioteca de Nag Hammadi), son una colección de textos en copto (traducciones del griego), contenidos en 13 papiros, que datan de los siglos III-IV, relacionados con comunidades cristianas gnósticas y descubiertos en una gruta montañosa en la zona del Alto Egipto en 1945. El texto más conocido de los manuscritos es el llamado Evangelio de Tomás, cuya introducción dice: “Estas son las palabras ocultas que habló Jesús vivo y Judas Tomás Dídimo escribió”. No se trata de un texto narrativo acerca de la vida de Jesús, sino de una colección de dichos, incrustados en diálogos o parábolas, sin ningún relato de los hechos de Jesús.
Asimismo, merece un comentario la referencia indirecta que supone el hallazgo de un bloque de piedra caliza (82 por 68 centímetros) en Cesarea Marítima, que era la capital de la provincia de Judea en tiempos de Jesús y fue residencia gubernamental y sede militar romana. El bloque, parcialmente dañado, está fechado entre los años 26-36 y contiene la inscripción “Pontius Pilate, Praefectus Judaea”, además del nombre del “divino” Augusto Tiberio. Fue descubierta en 1961 por el arqueólogo italiano Antonio Frova y se conserva en el Museo de Israel, en Jerusalén. El hallazgo viene a ratificar lo comentado en los evangelios y lo citado por algunos historiadores romanos acerca del que fue el responsable último de enviar a Jesús a la muerte en la cruz.
Otra prueba epigráfica acerca de la existencia histórica de Jesús de la que se ha venido hablando en los últimos años está más cuestionada. Se trata del llamado “Osario de Jacobo”, es decir, la tumba de Santiago, en cuya tapa de piedra caliza aparece la inscripción: “Jacob, hijo de José, hermano de Jesús”. Seguramente, se trata del personaje al que se refieren Flavio Josefo y varios evangelistas.
Los hallazgos arqueológicos encontrados en Cafarnaúm, en la supuesta “casa de Pedro”, no permiten decidir de manera rotunda sobre la cuestión y distintos investigadores han propuesto a diferentes personajes, aparte de Pedro, referidos o no en los evangelios como posibles “propietarios” de la casa. Lo que sí parece estar claro es que sobre ella primero se edificó una iglesia, acaso de la que da cuenta en el siglo IV la peregrina gallega Egeria, una auténtica pionera entre las mujeres viajeras escritoras (“en Cafarnaúm está la casa del Príncipe de los Apóstoles que fue trasformada en iglesia, aunque las paredes quedaron las mismas”) y, más tarde, una basílica bizantina (de la que da fe un peregrino de Piacenza del siglo VI: “Igualmente llegamos a Cafarnaúm, a la casa del bienaventurado Pedro, que actualmente es una basílica”). Por otra parte, se han sacado a la luz restos de anzuelos y utensilios de pesca de la época de Jesús encontrados en ella y se han encontrado garabateados en una de las paredes curiosos símbolos de invocaciones cristianas que pueden datarse en el siglo II.
En definitiva, la información que se puede sacar de los historiadores judíos y romanos, así como de los manuscritos y escasos hallazgos arqueológicos, es la siguiente: existió un hombre llamado Jesús, conocido por sus predicaciones y por llevar a cabo “hechos impactantes”; fue enviado a la muerte por Poncio Pilato, bajo el imperio de Tiberio; fue ejecutado mediante el castigo de la crucifixión; inició un movimiento popular que persistió después de su muerte y gentes dentro de la comunidad judía y fuera de ella (gentiles) comenzaron a creer en su naturaleza divina y a adorarlo; este movimiento se extendió fuera de Palestina y no era bien visto por los romanos, quienes lo consideraban como una molesta superstición y, en cierto modo, un verdadero peligro público dentro del Imperio.