No en balde contó con un guion repleto de frases inolvidables, algunas de las cuales han pasado a la historia modificadas por nuestras vivencias personales y el imaginario colectivo, como sucede con la famosa “Tócala otra vez, Sam”, redondeada por los sueños de Woody Allen.
Sobre la trama de una obra de teatro que nunca se llegó a estrenar, los diálogos se fueron escribiendo mientras se rodaba la película, bajo un cierto aire machadiano: al andar se hace camino, se hace camino al andar. En una de sus secuencias, la cinta nos enseña que una herida es un lugar en el que, a veces, no queda más remedio que vivir: “Recuerdo cada detalle. Los alemanes vestían de gris. Tú vestías de azul”; aunque, quizás, lo mejor sea cerrar la cicatriz abierta de la melancolía: “La tocaste para ella. Tócala para mí. Si ella la resistió, yo también. Tócala”.
Otras series de fotogramas nos hacen pensar que, cuando comienzan a chorrear la metralla y a doblar las campanas, cuando el desasosiego es tal que no se acierta a distinguir entre los cañones alemanes y los latidos del propio corazón, el amor es seguramente el mejor chaleco salvavidas: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. Incluso en aquellas ocasiones en los que el amor únicamente entiende de los lugares que perduran al final de todo: “Siempre nos quedará París”.
Sin embargo, no fue el guion la única singularidad de un filme rompedor que contó con un reparto de actores y actrices en estado de gracia, tanto en sus papeles protagonistas como secundarios: una auténtica fiesta de la interpretación de la que se benefició Michael Curtiz en una extraña y continua sensación de improvisación; un rodaje organizadamente caótico que el polifacético director transformó luego en un montaje que permitió acercar al espectador a la máxima ilusión posible que el cine es capaz de proporcionarle.
Además, la película nos muestra sobre el fondo de una imaginativa combinación del uso de sombras y primeros planos, cómo la intensa fugacidad del presente se enraíza en el pasado y se enrama en los frutos de lo por venir, a pesar de nuestro deseo de vivir en una permanente eternidad en vilo: “¿Dónde estuviste anoche? -¿Anoche? No tengo la menor idea. Hace demasiado tiempo”; “¿Y qué harás esta noche? -No hago planes con tanta antelación”.
Casablanca asaltó los géneros cinematográficos para ser un filme clásico y vanguardista, épico e intimista, dramático y mundano, romántico y hamettiano, una crítica política y una reflexión acerca de los sentimientos y las relaciones imposibles, todo eso al mismo tiempo. Una cinta transgresora que muestra a un tipo idealista, dispuesto al sacrificio amoroso, bajo una coraza de cinismo, Rick Blaine, interpretado por Humphrey Bogart, y a una mujer que, tras su máscara de ternura sentimental, esconde un carácter endurecido por la vida y las circunstancias de la guerra, Ilsa Lund, interpretada por Ingrid Bergman.
Y, en un final gloriosamente dubitativo -se llegaron a rodar alternativas diferentes- y cargado de humor, Rick acaba pronunciando una de las frases míticas de la historia del cine: “Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”. Pero, antes de perderse en la bruma con Reanult, el jefe de policía, y descubrir que la amistad es más de fiar que cualquiera de los patriotas bebedores de “Agua de Vichy”, Rick había mirado al cielo, al avión que se llevaba para siempre a su amor. Fue en ese momento cuando supo verdaderamente quién era el tipo que habitaba su nombre y, por tanto, cuál era su destino.
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