Garouste, con el apoyo de Judith Perrignon en la construcción del relato, nos habla de sus terribles problemas de salud mental por culpa de la depresión y el trastorno bipolar, de lo realmente peligroso que puede volverse cuando tiene un brote si no recibe a tiempo ayuda profesional; nos habla también de estar casado con una judía y de ser hijo de un despreciable antisemita. Otra vez el padre, maltratador e irascible hasta el final. De él escribe: “Quiso pelear. Se acercó a mí apretando los puños, tenía ochenta y dos años. Pinté esa escena. Es uno de los escasos cuadros que no he vendido. Nunca podré librarme de mi padre”.
Son páginas hermosas las que dedica a los años felices de infancia en que vivió con sus tíos, tan peculiares, en la Borgoña (“mi verdadero refugio”) entre personajes igualmente pintorescos, “en un mundo detenido en el tiempo, donde la electricidad seguía siendo antojadiza” y donde aprendió el valor de un mundo alejado de las apariencias. Y del Edén borgoñés al triste internado de niños ricos pero en el que hizo amistades para toda la vida con futuras personalidades como el novelista y Premio Nobel Patrick Modiano. Y de ahí a una Academia privada en la que conocería a su mujer Elisabeth, a la que está dedicado el libro.
Miedo a estar en el mundo
“El delirio me había convertido en una bomba humana. El delirio es una huida, un miedo cerval a estar en el mundo”. También nos dirá que el delirio es una forma de arrojarse al vacío cuando se tiene miedo al vacío. De todo ello habla abiertamente en el capítulo más duro del libro cuando recrea al detalle -porque asegura recordarlo con nitidez- su primer brote psicótico grave. La cosa empezó abandonando, sin avisar a nadie y con su mujer embarazada, la casa de unos amigos en vacaciones para acabar en un furgón atado con correas de cuero y un ingreso hospitalario de mes y medio en uno de los varios centros en los que estuvo más de una vez. Porque a nuestro hombre las emociones fuertes le están vedadas. La felicidad plena o el enfado excesivo pueden ser el prólogo a un episodio atroz. Y cuando eso pasa, a su esposa le queda entonces la duda de si está a tiempo de avisar al médico o si ya resulta más seguro marcar directamente el número de la policía.
No es Garouste uno de esos artistas convencidos de que la enfermedad mental puede ser un buen estímulo para la creación artística. Rendido admirador de la pintura española, así lo expone: “El ideal de pintor no es Van Gogh; si éste no hubiera puesto fin a su vida, habría realizado cuadros aún más extraordinarios. El ideal es Velázquez o Picasso, que construyeron una obra y una vida al mismo tiempo. ¿Por qué no tendría el artista derecho al equilibrio?”. Habitando él en el infierno, su padre por una vez acierta: irá a verle y le dirá “piensa en tus hijos, piensa Guillaume y Olivier”.
La autobiografía da cuenta asimismo de su primera exposición en Nueva York en 1983 y de su relación, como nuevo protegido, con el legendario marchante de arte Leo Castelli, un nombre asociado a la irrupción de los Kandinsky, Pollock o Warhol. El intranquilo es un libro sabio en el que va desperdigando sus ideas sobre el arte, incluido el suyo, y sobre qué se puede hacer a estas alturas después de Picasso o de Duchamp. Asegura ser consciente de que el arte no puede salvar el mundo pero sí despertar el amor propio, como le pasó justamente a él. Con esa idea puso en marcha, hace tres décadas, su proyecto más querido, La Source, para ayudar a través del arte a niños con situaciones familiares complicadas.
Autorretrato de un pintor, de un hijo, de un loco
Gérard Garouste con Judith Perrignon
Traducción: Iballa López Hernández
Editorial Errata Naturae
192 páginas
19,50 euros