La anécdota la cuenta Coddington en sus Memorias y, aparte de ser reveladora de su acusada personalidad, resume lo que ha sido su vida profesional en el mundo de la revistas de moda. Pasó, casi de un día para otro, de posar para los mejores fotógrafos a imaginar las historias que esos mismos fotógrafos debían retratar. La misma mujer que ocupó portadas como modelo para la revista Vogue siguió ligada toda una vida a la centenaria publicación estadounidense como editora y finalmente como responsable creativa y mano derecha de la directora Anna Wintour. De la tirante y a la vez cómplice relación entre ambas hay unos cuantos momentos en el documental The September Issue, que narra cómo tomó forma el número –casi tres kilos de papel– más importante del año, en este caso el de 2007. En la película, Coddington se muestra tan libre y emocional, tan pelirroja también, que es uno de los grandes hallazgos de la cinta.
Nunca soñó con ser modelo ni escribir de moda pero le volvían loca las revistas y las fotos desde que cayó en sus manos en los años cincuenta un ejemplar del Vogue británico. Aquella niña que vivía en un hotel regentado por su familia al norte de Gales se dio cuenta enseguida de que le gustaba tanto Audrey Hepburn como los reportajes fotográficos en los que salía, tan ideal, la actriz de Vacaciones en Roma. Descubrió rápido que aquello iba de algo más que poner rumbo a algún lugar especial con unas cuantas modelos y un fotógrafo de renombre; que no basta, en sus palabras, “con agarrar un montón de ropa, meterlo en un avión y hacer unas fotos en una playa”. A demostrar que hacer eso bien requiere talento ha dedicado toda su vida profesional con la excepción de un tiempo breve colaborando con Calvin Klein.
El próximo mes de abril cumplirá 80 años y puede presumir de contar a los nietos que no tiene mil y una batallitas sin necesidad de exagerarlas: desde maquillar a Carlos de Inglaterra el día en que le invistieron príncipe de Gales hasta huir de un Roman Polanski demasiado insistente en conocerla a fondo, pasando por dirigir la ya mítica sesión de fotos en la que Naomi Campbell y Mike Tyson decidieron improvisar ligeros de ropa varias posturas ante el objetivo de Bruce Weber y la satisfacción de cuantos pasaban en ese momento por el paseo marítimo de Atlantic City allá por el año 1989. De éstas hay unas cuantas en su libro de recuerdos, primorosamente editado por Turner y deliciosamente ilustrado por la propia Coddington.
Modistos, modelos…
Pese a haber tenido no pocas parejas, unos cuantos matrimonios y una trágica y peculiar familia, lo cierto es que los protagonistas de su libro son, como no podía ser de otra forma, diseñadores de moda, modelos, maquilladores, peluqueros, colegas de profesión y fotógrafos, muchos fotógrafos, algunos de los cuales figuran entre los grandes del siglo pasado. “Para mí”, escribe, “la emoción de mi trabajo es ver convertido en realidad un look que he creado en mi imaginación, y para eso hace falta un buen fotógrafo”.
Así, por sus páginas desfilan las diosas del papel, las inevitables Diana Vreeland (“daba la impresión de que el mar se abría al paso de su figura angular, imponente, que parecía desfilar más que caminar, con todo su séquito del Vogue estadounidense detrás en fila”) o Anna Wintour (“cada vez me parece más un personaje imperturbable, con un control tipo el de Margaret Thatcher”); los modistos más mediáticos, los Yves Saint Laurent (“en los años setenta y ochenta esperábamos a ver qué había hecho para detectar en qué dirección iba la moda”), Karl Lagerfeld (“la antítesis de Saint Laurent”) o Calvin Klein (“con él descubrí que lo simple y lo discreto no equivalía a aburrido; se podía ser minimalista y chic. ¡Y cómodo!”); las supermodelos de los noventa (“supermodelo.. qué palabra tan fea pero en aquella época estridente a muchas de ellas les daba derecho a comportarse como unas crías mimadas”); y, por supuesto, multitud de fotógrafos, los citados Bruce Weber y Helmut Newton, pero también Norman Parkinson, Mario Testino, Tony Snowdon, Annie Leibovitz o Peter Lindbergh.
De casi todos ellos tiene una anécdota o un chisme contado siempre con esa libertad de quien está de vuelta de todo, aunque uno diría que esa libertad la maneja Coddington desde que tiene uso de razón. Cuando aún tenía que hacer reportajes con rostros mundialmente conocidos de la canción, la televisión o el cine, lamentaba públicamente la intrusión de famosas haciendo de modelos aunque las ventas le quitaran la razón y se la dieran a Anna Wintour. Confiesa que no sabía lo cascarrabias y protestona que es hasta que no se vio en The September Issue. Felizmente ese tono está en buena parte de sus memorias.
A su anciana edad sigue luciendo con orgullo su legendaria cabellera roja y no hay nadie como ella para desmitificar lo suyo: “¿La moda es arte? Yo creo que en ocasiones es muy creativa, pero no estoy segura de si la llamaría arte; tampoco creo que la fotografía de moda sea un arte porque, si lo fuera, probablemente no estaría cumpliendo su función”. Sobre lo que no tiene duda alguna es sobre la ínfima calidad de dos de las películas que han hecho sátira del mundillo de la moda, El diablo viste de Prada, de David Frankel, y unos años antes el Prêt-à-Porter, de Robert Altman.
Le disgusta profundamente la vertiente social de los desfiles (“a veces creo que soy la única que aún va por el placer de ver la ropa”), se siente más cómoda cuando la definen como estilista que como directora creativa y no se considera “nada fashionista”. Pero le guste o no, sigue siendo la pelirroja más fashion.
Grace. Memorias
Grace Coddington con Michael Roberts
Traductor: María Sierra
Editorial Turner
416 páginas
29,90 euros