Quien lo probó lo sabe: sus tramas enganchan, sus personajes quedan, de ésos los mejores no se olvidan nunca. Es el Charles Dickens de nuestra época. La Academia Sueca empezó a premiar con el Nobel de Literatura justo treinta años después de la muerte de Dickens. Así que con King (Portland, Maine, 1947) tienen aún la oportunidad de reconocer un talento narrativo igual de seguido, esperado y adictivo que el del inglés, que ha hecho feliz –eso sí: a base de sustos– a millones de lectores de todo el mundo y ha inventado más iconos del terror –con la ayuda del cine: eso también– que nadie. A los suecos hay que decirles que sin prisa pero sin pausa porque el autor de Carrie ya está más cerca de los ochenta que de los setenta y no será eterno, si bien es cierto que lo parece porque sigue en plena forma y ahí está Holly [1], publicada el año pasado, para demostrarlo.
Mientras esperamos ese Nobel que no llegará, podemos recrearnos con “una gran celebración de la vida y la obra del gran maestro del terror [2]”, que es el subtítulo del libro que firma Bev Vincent a propósito del setenta y cinco aniversario de King. Uno de esos artefactos cuyo peso y dimensiones dificulta su disfrute en el transporte público pero que son obligatorios para el admirador. El despliegue fotográfico pedía una edición así, con King de chaval en los cincuenta y luego ya pegado a una máquina de escribir en la década siguiente, o un poco después como barbudo y cejijunto enamorado para siempre de su mujer Tabitha, la misma que, cuenta la leyenda, rescató del cubo de la basura las primeras páginas de Carrie y al propio Stephen de un desánimo creciente (“escribir es una labor solitaria, y conviene tener a alguien que crea en ti”, leemos en Mientras escribo). Y contiene mucho más: poemas adolescentes, cartas de admiradores, páginas mecanografiadas y manuscritas, portadas originales, fotogramas de grandes y menos grandes adaptaciones de sus novelas al cine y la televisión, fotografías de su pasión por la música y de las consecuencias del atropello que sufrió en el verano de 1999… Todo ello mientras se repasan cronológicamente todas sus novelas y libros de relatos sin renunciar al anecdotario (bastante conocido) y sin dejar de contarnos su filantropía, sus diferencias con los críticos o sus colaboraciones con otros autores.
El mundo de monstruos, terrores y pesadillas que ha levantado King a lo largo de seis décadas lo visualiza cualquiera que no haya evitado el cine durante todo este tiempo. Jack Nicholson pegando hachazos en El resplandor, Kathy Bates torturando a un escritor de novelas románticas en Misery o Sissy –Carrie– Spacek bañada en sangre en el baile de graduación. No solo son grandes interpretaciones a la altura de enormes personajes, son iconos del espanto que aguantan el paso del tiempo; mucho mejor, claro, que el coche asesino de Christine o el payaso que frecuenta alcantarillas en It. Y el cine es también el arte que mejor nos recuerda que King trasciende el terror cuando volvemos a ver las extraordinarias Cuenta conmigo, La milla verde o Cadena perpetua.
Universo ilustrado
De ese trasvase, de lo que se pierde y se gana cuando se traiciona poco o mucho las novelas de King, hay otro libro reciente y visualmente formidable [3], otro festín para los fans, con estupendas ilustraciones de Guillaume Brindon escrito a medias por Matthieu Rostac y François Cau. La maquetación es un prodigio de imaginación sembrada de elementos infográficos a los que sus autores llaman los stephenkingismos, iconos que sirven saber de un vistazo si en esa historia hay un protagonista alcohólico, padres violentos, religiosos en crisis, matones sueltos o buenos amigos, entre muchos otros posibles ingredientes. También calculan y cifran con gracia el grado de fidelidad con que se llevaron a cabo las adaptaciones e identifican las principales diferencias que hay entre el papel y el celuloide.
En esa línea de erudición casi obsesiva se publicó hace un par de años Todo sobre Stephen King del argentino Ariel Bosi (Plaza & Janés [4]), la editorial que traduce la obra de King en España. Aparte de recoger la sinopsis y las curiosidades de todas las historias del autor de Cujo (que es, por cierto, ese libro que tanto le gusta y con la que inauguró los ochenta pero de la que apenas recuerda nada por culpa de su desatado alcoholismo de entonces), este trabajo indaga en las conexiones de cada novela o relato con el resto de sus ficciones. Un par de ejemplos para hacernos una idea. Cuando se detiene en El resplandor, nos informa de que el bueno de Stephen una vez contó que esta novela explora la idea de que los padres no siempre son buenos y que él mismo, durante una noche en que uno de sus hijos no paraba de llorar, se levantó para preparar un biberón mientras en su mente retumbaba la idea de acallarlo con una almohada. Y por mencionar una conexión: en Misery, la protagonista menciona a Jack Torrance y los sucesos del Hotel Overlook.
Ni a los críticos más acartonados se les escapa que King es mucho más que un autor de best-sellers. Goza de ese tipo de adoración “que es la que produce todo aquello que comienza entendiéndose como cultura popular para, poco a poco, ir alcanzando la categoría de clásico”. Quien así lo cree es Rodrigo Fresán, convertido a la religión de King desde siempre; al que agradece los miedos proporcionados y su capacidad inoxidable para no dejar nunca de ser un niño. También hacen proselitismo en cuanto tienen ocasión las escritoras Mariana Henríquez y Laura Fernández. Y lo hicieron los tres en otro libro, de portada impagable y muy recomendable, The King [5]. En él Fresán ponderaba la generosidad del millonario que felizmente no se cansa de darnos miedo y le agradecía el esfuerzo con el mejor de los deseos: “Larga vida a King”.