El día anterior la cultura había vivido el supuesto fin de Gabriel García Márquez. Aquello se quedó en un susto porque la noticia era falsa. Márquez y Fuentes. Parece como si en una última boutade rocambolesca, los dos genios se hubieran confabulado para reírse en la despedida y premeditadamente hubiesen sembrado la duda jugando a «tú haces que te vas pero te quedas mientras que el que de cierto hace viaje soy yo».
Viaje perpetuo
En perpetuo viaje. Su vida así ha sido y así la sentía quien en su día protagonizase aquel movimiento renovador de las letras hispanoamericanas que hizo derivar el centro de gravitación de la literatura en español hacia la orilla occidental del Atlántico.
Quien reflexionó en varias de sus obras, y de un modo muy especial en la espléndida Cambio de piel, sobre la universalidad de la violencia. Quien tuvo en la verdad un aliado, como cuando al explicar los orígenes de aquel libro confesó: «Pasaba por un momento de libertad personal. Me interesaba mucho por el erotismo, estaba de amante de una cantante chilena, metido en mi mundo de libertades, vivía en París separado de mi mujer, sufriendo un cambio de piel interno, una transformación personal».
Quien convivió, de un modo lacerante, con la tragedia al perder a sus dos hijos Carlos y Natasha. Es mítica la entereza que mostró en sus dramáticos funerales. De aquello le quedó un rescoldo de amargura que afloró en algunas de sus obras finales.
El amante del cine que apoyó la versión de sus obras en pantalla. El hijo de diplomático que se sintió pronto tentado por la política, ejercicio del que, desengañado, acabó por apartarse.
Y además, el Fuentes entusiasta, capaz de dedicarle horas a jóvenes que se interesaban por la literatura. Y el firmísimo defensor del español como lengua universal y aquel otro por cuyas arterias corría la diplomacia capaz de encontrar diálogo donde las posturas se enconaban. Y el admirador de Montaigne, «aquel francés calvo me iluminó. Me hizo ver hasta donde puede llegar la grandeza del pensamiento». Y el periodista impulsor de proyectos casi imposibles. Y el docente que ejerció de catedrático de Literatura en la Universidad de Pricenton y en las de Columbia, Pennsylvania y Harvard.
Sobre todo, creador
Y claro y sobre todo el que imaginó historias como La muerte de Artemio Cruz, Terra Nostra, Aura, La región más transparente, Casa con dos puertas o Gringo viejo. Obras que se inscriben ya, con todos los méritos, en la mejor antología que pueda trazarse de la literatura en español. Federico en su balcón es su obra recién terminada. En ella un resucitado Nietzsche se asoma de madrugada a un terraza y, desde allí, entabla conversación con el escritor.
Y el eternamente coqueto, siempre bronceado, que provocaba suspiros a su paso. «El hecho es que cuando se llega a cierta edad, o se es joven o se lo lleva a uno la chingada». En fin, tantos Fuentes…
Ahora, en plena vorágine social y económica, pierde el mundo, perdemos todos, una de las voces más sensatamente críticas con lo que está pasando. Alguien que huyó siempre de la demagogia, de las palabras para la galería, al poner el dedo en la llagas más dolorosas lo que le situó, no pocas veces, en el ojo del huracán, en el objetivo descalificador de quienes han hecho del dinero un dios, y del poder y los mercados ámbitos en los que «todo vale».
Sirva como ejemplo de su coherencia y compromiso su aceptación a ser embajador en Francia en 1975, cargo del que dimitió dos años más tarde por profundas desavenencias con los dirigentes de su país al haber nombrado embajador de México en España, tras la muerte de Franco, a Gustavo Díaz Ordaz, que en 1968 fuera máximo responsable de la nación mexicana cuando se produjo la terrible matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas en Tatlelolco.
Ahora, a los 83 años, Fuentes se despide. Vivo, ágil y directo, apenas hace dos semanas volvía a recordar aquello de que este planeta tiene más que suficiente para todos, pero nunca tendrá bastante para la obscena avaricia de algunos.