Pues las ciencias no solo han seguido adelantando para procurarnos una vida más cómoda, sino sobre todo más longeva. Los ejemplos más categóricos se encuentran en el saneamiento del agua y en las vacunas, argumentos uno y dos argüidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para explicar el ‘bárbaro’ descenso de la mortalidad global, muy especialmente infantil.
Pero mientras nadie osa cuestionar el primero, el segundo es objeto de duros ataques e impugnaciones por parte de un movimiento que ha decidido dar la espalda a la evidencia. O lo que es lo mismo, a la ciencia. Se trata del denominado movimiento antivacunas, que lejos de resultar una mera anécdota, puede llegar a echar por tierra los logros derivados del segundo avance más trascendente en el ámbito de la salud pública. Y no es ninguna exageración: la propia OMS ya identificó el pasado año la renuencia a la vacunación como una de las 10 principales amenazas a la salud global.
La segunda premisa tras la que se escuda el movimiento antivacunas es que la OMS, organismo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) encargado de la promoción de la salud a nivel planetario y, por ende, principal impulsor de la inmunización universal, es una entidad corrupta. O más concretamente, es un organismo al servicio de las compañías farmacéuticas. Una connivencia lucrativa que, por si existía alguna duda, quedó ampliamente demostrada con la crisis del virus de la gripe A –o virus H1N1, nombre mucho más decoroso para la en inicio denominada ‘gripe porcina’– en el año 2009.
La OMS declaró la alerta de pandemia y los gobiernos ‘despilfarraron’ su erarios en la compra de las vacunas ideadas por los laboratorios. Todo ello sin ninguna justificación, pues a diferencia de su ‘primo’ el virus H5N1 –gripe aviaria–, el H1N1 resultó ser prácticamente inofensivo y ‘solo’ segó la vida de 19.000 personas. Así que no ha lugar a discusión: la OMS está pervertida. De hecho, la prestigiosa revista The BMJ publicaba en 2010 un artículo en el que acusaba a la Organización de ‘conflicto de intereses’ con la industria, imputación que hubo de ser respondida con contundencia por la dirección de la institución.
Sin embargo es posible que haya una realidad alternativa. La cifra global de decesos por la gripe A, según la estimación publicada por la revista The Lancet en 2012, ascendió a 284.300 personas, pudiendo llegar hasta las 575.500. Además, la OMS cuenta entre sus cometidos la prevención, lo que explica la promoción de la vacunación frente al H1N1 en un mundo en continua sobreexcitación ante la llegada del microorganismo que borrará a la raza humana de la faz de la Tierra.
Hoy es el coronavirus de Wuhan (2019-nCoV), en la década pasada lo fueron el síndrome respiratorio agudo grave (SRAG) y el virus H5N1. Y no debe olvidarse que el H1N1 es un pariente próximo del virus de la mal llamada ‘gripe española’, responsable de 40 a 100 millones de muertes en los tiempos de la Gran Guerra. Quizás 284.300, o incluso 575.500, sean unas cifras de letalidad irrelevantes, pero puede que 40-100 millones merezcan nuestro respeto.
El debate sobre una posible respuesta desmedida por parte de la OMS es totalmente lícito, no así la acusación de intereses economicistas. Menos aún cuando las vacunas salvan cada año la vida de dos a tres millones de personas, sobre todo niños.
Sin embargo, la primera premisa y razón de mayor peso argumentada por los negacionistas de los beneficios de la inmunización se encuentra en una afirmación de la propia OMS: las vacunas provocan autismo. La Organización pierde momentáneamente su aura maligna para emanar una respetabilidad definitiva en función de que sus posiciones apoyen, o contradigan, la causa. El problema es que nunca ha existido tal aseveración. Es cierto que la OMS alertó en 1998 sobre una posible asociación entre vacunación y un mayor riesgo de autismo a propósito de los resultados de una investigación publicada en The Lancet.
Sin embargo, el posterior análisis de los hallazgos demostró que el estudio, llevado a cabo con una vacuna de uso tan común como es la triple vírica –sarampión, paperas y rubeola–, era absolutamente fraudulento y estaba dirigido, ahora sí, por los intereses comerciales de su investigador principal. La publicación retiró el artículo y 10 de los 12 autores se retractaron de sus conclusiones. No así el principal, Andrew Wakefield, que en 1997 había solicitado una patente para una vacuna contra el sarampión de un único antígeno y que, ya en 2010 y gracias a su artículo y otras bondades similares, perdió su licencia de doctor tras ser declarado ‘no apto para el ejercicio de la profesión’ por el Consejo General de Medicina de Reino Unido.
Por tanto, y pese a la farsa orquestada por Wakefield, abanderado e hijo predilecto del movimiento antivacunas, la OMS nunca llegó a asociar inmunización y autismo. Por el contrario, ha reiterado en infinidad de ocasiones la seguridad de la vacunación y se ha reafirmado siempre en la inexistencia de una relación con los trastornos del espectro autista (TEA).
Perdida la batalla de la evidencia, el movimiento se refugia en la libertad de opinión. Pues todas las opiniones o creencias no fundamentadas son respetables. Lo cual, vistas algunas opiniones políticas llevadas a la práctica en la Europa de la primera mitad del siglo XX, no es en ningún modo cierto. Tampoco tiene el mismo valor la opinión de un profesional sanitario que la de un profano en la materia. Además, las creencias u opiniones particulares no pueden anteponerse a la seguridad colectiva. Así lo han comprendido los tribunales de justicia de nuestro país, como muestra que en fechas recientes hayan fallado a favor de la vacunación de menores en contra de la renuencia de sus progenitores o justificado la no aceptación en guarderías públicas de infantes no inmunizados.
Pero los antivacunas persisten en rehuir de la ciencia y sus opiniones respetables pueden provocar que enfermedades como la poliomielitis, prácticamente erradicada del globo como ya sucediera con la viruela, vuelvan a tornarse en una fuente descontrolada de discapacidad y muerte. Tan solo hay que observar el repunte de casos de sarampión en los últimos dos años en el hemisferio Occidental, tanto en Europa como en ultramar. La Tierra es esférica por mucho que uno de cada seis estadounidenses y el 7% de la población brasileña sospechen o aseveren que es plana. Y las vacunas funcionan y son seguras.
Por último, capítulo aparte merecen los negacionistas de la vacunación que, cual Wakefield y otros imitadores, sustentan su oposición por meros intereses particulares, proponiendo como alternativa remedios milagrosos curativos propios o compartidos, algunos tan absurdos –y letales– como la lejía diluida. Además de con el desprecio general, han de ser reconocidos con una sentencia judicial.