La palabra prospecto viene del latín prospectus, que significa “examinar”, y, según el Diccionario de la Real Academia, se trata del “papel o folleto que acompaña a ciertos productos, especialmente los farmacéuticos, en el que se explica su composición, utilidad, modo de empleo, etc.”.
Hasta principios del siglo XIX, la mayoría de las recomendaciones para el empleo del medicamento eran orales. Se tiene como el prospecto más antiguo de la Farmacia española al que acompañaba al llamado Puchero de Riaza, específico cuya denominación respondía más a su continente (un puchero de barro cocido que se remataba en una boca con reborde para pegar un papel recio con el sello del autor) que a su contenido, un compuesto a base de quina calisaya que era anunciado como un “electuario contra las cuartanas” (fiebres palúdicas). El producto fue elaborado a partir de 1820 en la farmacia de Riaza (Segovia) por el licenciado don Frutos Sanz y Agudo, que no concedió a nadie más licencia para su venta ni reveló el secreto de su fórmula. Tenía un precio en torno a los 25 reales, incluida la vasija y el “papel”. Posteriormente, el hijo del inventor, Cándido Sanz Álvarez, cambió el puchero de barro por botes de loza blanca fabricados en la cerámica de Segovia.
El Puchero de Riaza se hizo muy famoso en toda España y tuvo épocas de gran esplendor a lo largo del “siglo de las ilusiones”, habiendo sido la terapéutica preferida en el tratamiento de tercianas y cuartanas durante varias décadas. Su aparición se produjo por el tiempo del tránsito de la botica a la farmacia, de la fórmula magistral “según arte” al producto industrial, de la elaboración artesanal a la producción técnica.
El inicio de toda esta transformación fue el aislamiento de los principios activos -origen de los medicamentos modernos-, que tuvo su punto de partida en el aislamiento de la morfina por parte del farmacéutico alemán Friedrich W.A. Setürner en 1806 y siguió, entre otros descubrimientos, con el aislamiento por parte de los farmacéuticos franceses Pierre J. Pelletier y Joseph B. Caventou del alcaloide de la corteza de quina (1820), al que llamaron quinina y no quisieron patentar, liberándolo para su uso por todo el mundo. Para cuando el siglo XIX llegó a su fin los preparados a base de quinina y los morfínicos eran, junto con los preparados de hierro para combatir la anemia, los productos farmacéuticos más recetados.
Pese a todo, la industrialización no acabó con la oficina de farmacia, sino que, a la larga, ésta se vio beneficiada de la complejidad del medicamento industrial; sin embargo, antes, el farmacéutico hubo de asumir el paso del arte de formular –“el quehacer con las manos”– al arte de dispensar –“el quehacer con la palabra”. La actual etapa de la atención farmacéutica no es sino el último tramo del camino que ha llevado de la “venta de fórmulas magistrales” a la “dispensación de conocimientos terapéuticos”.
Aparte de las cualidades del Puchero para combatir las fiebres tercianas y cuartanas, el primitivo prospecto contenía información acerca de los alimentos que se debían tomar para que la utilidad del remedio fuera máxima y cita a los que podrían ser incompatibles con el tratamiento. Dada su importancia histórica, he aquí el prospecto, que hemos tomado de un artículo firmado en 1933 por Francisco J. Blanco Juste en el Restaurador farmacéutico, la revista creada en 1844 por el boticario, político y fecundo periodista Pedro Calvo Asensio.
Electuario contra cuartanas por el licenciado D. Frutos Sanz y Aguado
“Este especifico, que única y exclusivamente se despacha en la oficina farmacéutica de su autor, sita en la villa de Riaza, no solo corta radicalmente las cuartanas por rebeldes que sean, sino que también los médicos que usan de él, aplican con el mejor éxito en las calenturas intermitentes cotidianas y tercianas. El modo de usarlo es el siguiente: Por la mañana en ayunas, una cucharada regular disuelta en un cortadillo de agua; a las dos horas, unas yemas claras con azúcar, o bien sea un chocolate o caldo; a las diez, otra en los mismos términos, al mediodía se comerá moderadamente no habiendo calentura, y si la hubiere, se toma un caldo y otro a las dos; a las cuatro, otra toma; a las seis, un alimento como por la mañana; a las ocho de la noche, otra cucharada del mismo modo. Cenará a las diez, si no tiene calentura, con moderación y alimentos sanos, y teniéndola un caldo y otro más tarde. Seguirá así todos los días hasta acabarlo, cuidando de enjuagar la vasija en lo que lleva con un vaso o dos de agua, según las tomas en que conceptúe se han pegado a las paredes de ella, y tomarlos cuando corresponda, por ser muy esencial el tomarlo todo. Procurará guardarse del frío, especialmente de mañana, y al anochecer no comerá picantes ni salados; se abstendrá de los ácidos, como limón y vinagre, etc., mientras lo tome y algunos días después. Los mejores alimentos son el buen carnero, aves, arroz y pesca fresca (no siendo cangrejos), y haciéndolo así y tomándolo todo sin dejar nada como va dicho, recobrará la salud (Dios mediante), como la experiencia lo tiene acreditado en todos cuantos han usado de él”.
Hasta la entrada en vigor de la Ley del Medicamento (enero de 1991), el prospecto fue el único documento oficial que contenía la información para el empleo del fármaco y cumplía una doble función informativa: la dirigida al profesional sanitario y la dirigida al paciente. Es a partir de la citada Ley cuando se crea la llamada ficha técnica como un elemento de transmisión de la información científico-técnica dirigida al profesional sanitario, reservando el prospecto como elemento informativo dirigido única y exclusivamente para el paciente o usuario. Así lo recoge un Real Decreto de diciembre de 1993, por el que se regula el etiquetado y prospecto: «El prospecto es la información escrita que acompaña al medicamento, dirigida al consumidor o usuario”, con el fin de facilitar su empleo y el uso correcto del mismo, estableciendo su ámbito de referencia en la ficha técnica del producto. Todos los prospectos están estructurados de la misma forma para facilitar la búsqueda de la información por parte del usuario: qué es el producto y para qué se utiliza; qué se tiene que saber antes de empezar a tomarlo; cuáles pueden ser los posibles efectos adversos; su composición y contenido, así como la información adicional que se considere precisa en cada caso.
Es posible que Juan José Millás haya tenido la oportunidad de conocer el prospecto del Puchero de Riaza, pero de lo que no cabe duda es de su vivo interés por los que acompañaban a las especialidades farmacéuticas en las décadas previas a la promulgación de la Ley del Medicamento, puesto que él mismo lo ha contado en diferentes ocasiones.
En uno de los capítulos de Con otra mirada, una visión de la enfermedad desde la Literatura y el Humanismo, que recoge una conferencia suya pronunciada en la Fundación Ciencias de la Salud, Millás establece un paralelismo entre el discurso médico-farmacéutico y el literario, a los que considera muy próximos, a pesar de que en apariencia puedan encontrarse alejados: “Yo empecé leyendo prospectos de medicina y, luego, en un afán de superación, continué con los textos de las autopsias y, finalmente, con los historiales médicos”. En esta progresión, el valenciano considera a los prospectos como el equivalente a la poesía, pues “es un texto breve, producto de una iluminación”, mientras que la descripción de una autopsia tendría las dimensiones y la estructura interna de un relato breve y una historia clínica se asemeja mucho a la novela: “todo gran historial clínico tiene algo de novela, del mismo modo que toda gran novela tiene algo de historial clínico”.
Autor de un buen número de obras, entre ellas El Mundo, premio nacional de narrativa, La soledad era esto, premio Nadal, o las aplaudidas por el público lector, como El desorden de tu nombre o Dos mujeres en Praga, Millás nos introduce en cómo se inició esa relación tan singular que ha mantenido a lo largo de su vida con el prospecto: “En mi casa, cuando yo me iniciaba en la lectura, había muchísimas medicinas y mientras mi madre se ponía ciega en la cocina de ansiolíticos, yo, sentado en la taza del retrete, me ponía ciego de prospectos. Y si a ella le hacía efecto la composición cuantitativa y cualitativa, a mí me hacía efecto la composición alfabética, el vocabulario, la sintaxis de aquellos prospectos maravillosos. Cualquier cosa que quisiera sentir la conseguía a través de estos papeles. Decía ansiolítico y un calambre de tranquilidad budista me recorría el cuerpo de la cabeza a los pies. En los exámenes, antes de empezar, decía “tranxilium, valium, trankimazín…” y me sentía enormemente relajado. Si decía anfetamina, enseguida me ponía más nervioso. Si quería sentirme francés, en lugar de amenorrea, leía amenoguea. Gracias a los prospectos llegué a sentirme simultáneamente relajado y francés, dos condiciones prácticamente imposibles de alcanzar en aquellos años”.
El inventor de los articuentos, un género concebido como “crónicas del surrealismo cotidiano dosificadas en píldoras”, afirma que el prospecto es una fuente de inspiración y muestra de un modo magistral la herencia del pensamiento paradójico procedente de la literatura mística (“vivo sin vivir en mí…”), puesto que hay ocasiones en las que la descripción de sus “efectos secundarios” parecen mostrar que el medicamento al que acompaña puede producir justamente lo contrario de lo que sus “indicaciones” dicen quitar.
Y remata Millás: “Mi devoción por este tipo de literatura llegó a ser tal que mi sueño, durante mucho tiempo, fue ser redactor de prospectos. En las fantasías más delirantes soñaba que llegaría a ser redactor jefe de prospectos de medicina. Hoy no podría mantener ese deseo, porque es una literatura que se ha deteriorado muchísimo. Ya no se escribe con la pasión y el cuidado de entonces. Yo suelo poner como ejemplo de este deterioro que una de las palabras más bellas de nuestro idioma, antiflogístico, ha desaparecido de los prospectos médicos. Antes se utilizaba mucho, pero ha sido sustituida por antiinflamatorio, que solo significa una cosa y, sin embargo, fíjense en la de cosas que puede decir antiflogístico. Antiflogístico”.
Aunque la relación de Juan José Millás con el ámbito farmacéutico resulta verdaderamente especial, hay que decir que la tematización literaria de la farmacia y del medicamento nunca ha dejado de existir: desde el Poema de Gilgamesh, que incluye el viaje del rey de Uruk a la búsqueda de la “planta de la eterna juventud” (un remedio contra la angustia y para recobrar la vitalidad), a la Oda a la Farmacia, de Pablo Neruda, el canto más emotivo que se haya dedicado a la profesión: “Farmacia, iglesia/ de los desesperados,/ con un pequeño/ dios/ en cada píldora…”; desde Platón y su Fedro, obra dónde el “fármaco de la escritura” aparece con las dos acepciones que tenía el phármakon en la Grecia clásica (la de remedio y la de veneno al mismo tiempo) hasta la reciente Pequeña farmacia literaria, de Elena Molini, que recoge la experiencia de una librera de Florencia –ella misma– que ha ideado un prospecto (con sus respectivas indicaciones, efectos secundarios y posología) para acompañar a las obras de su librería.
Así ha sucedido siempre desde ese primer hombre al que puede suponérsele el primer farmacéutico y que no es otro que el personaje al que se refiere Harold Bloom, el famoso protagonista del Ulises de Joyce: “El primer sujeto que eligió una hierba para curarse a sí mismo tuvo bastante coraje”. No obstante, cada época ha tenido su contrapunto. Así, Celso, Galeno y Dioscórides hubieron de lidiar con Luciano de Samosata, Sócrates tuvo que soportar la visión satírica de Aristófanes, la farmacia del Mundo Moderno hubo de digerir a Francisco de Quevedo y a Michel de Montaigne, y el positivismo se las tuvo que ver con Gustave Flaubert.
Metáforas sin fin
La farmacia aporta metáforas sin fin a la creación literaria y artística. Es más, por una parte, dado los efectos que el arte –en sus diferentes manifestaciones– produce en el hombre, puede ser considerado como un phármakon que actúa con un efecto eminentemente terapéutico, el de la purificación o katharsis; por otra parte, la farmacia –como la medicina– es un arte (tekhné), el arte de conocer los medicamentos, elaborarlos con destreza y dispensarlos en las condiciones idóneas para que, una vez administrados, cumplan la finalidad principal: devolver la salud al hombre enfermo y mejorar la calidad de vida del ser humano.
Para el catedrático e historiador de la farmacia Juan Esteva de Sagrera, “la farmacia es una extraordinaria y memorable novela que no tiene parangón ni desperdicio y que toca todas las teclas: naturalismo, realismo mágico, dadaísmo y novela negra”. Una novela en la que el argumento es el dolor: “Todos desapareceremos y es inútil engañarse. Es así como el mundo está diseñado; mas para cada individuo que nace y más tarde muere, el resultado es una sensación de estafa. Contra ese dolor se alza la farmacia, ofreciendo sus bálsamos, aliviando a los enfermos”, pero que muchas veces “la historia de la farmacia deja un regusto agridulce”.
Por otra parte, la literatura es una valiosa fuente de información no solo para para los historiadores, en general, sino también para los historiadores de la farmacia, en particular, al añadir a los documentos científicos y a los textos procedentes de los protagonistas de los avances científicos, el punto de vista de los boticarios y farmacéuticos de a pie y de los enfermos, de la gente corriente, una visión mucho más cercana (si se quiere, más humana y frágil, más humilde y real) a la del lector común. Los hechos por sí solos no explican la historia y la literatura puede llenar algunos de sus silencios o hacer más comprensible la realidad. La ficción no es necesariamente lo contrario de la verdad y, en ciertas ocasiones, puede ser la manera más saludable de dar vida a la historia.
Decía la escritora francesa Marguerite Yourcenar en su bellísima novela Memorias de Adriano que muchas veces “los historiadores nos proponen sistemas demasiado completos del pasado, series de causas y efectos harto exactas y claras como para que hayan sido alguna vez verdades”, por lo que es necesario recurrir a los prosistas y poetas, a sabiendas que “los escritores mienten, aun los más sinceros, porque su fin último es transportarnos a un mundo diferente del que nos ha sido dado”, si bien conviene matizar con el escritor chileno Luis Sepúlveda que “los escritores somos inventores de mentiras, pero no de engaños”. Por su parte, Mario Vargas Llosa señala que “la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar (…). La ficción enriquece la existencia del hombre, la completa y, transitoriamente, la compensa de esa trágica condición que es la nuestra: la de desear y soñar siempre más de lo que podemos alcanzar”. El nobel se declara un gran admirador de Gustave Flaubert, que sostenía que “sin la imaginación, la historia es imperfecta”.
Como ejemplo de lo que acabamos de decir podemos ilustrar con las referencias de algunas importantes obras literarias la tensión vivida en la conversión de la antigua botica en la oficina de farmacia, por el tiempo que el Puchero de Riaza, con su prospecto incorporado, fue adquiriendo cada vez más fama. Es la época que, al decir de Javier Puerto, los farmacéuticos dejaron de preparar los medicamentos que antes fabricaban en exclusiva. Para ellos fue un drama solventado con discusiones científicas y profesionales. Su mayor seña de identidad quedaba difuminada. Había que abrirse paso a otras manifestaciones comerciales y a otras maneras de servir a la salud pública.
Monsieur Homais
Una de las descripciones más interesantes de la farmacia decimonónica corresponde a la del señor Homais en Yonville (región de Picardie, en la zona norte de Francia). Homais es el farmacéutico al que Flaubert dota de un gran protagonismo como representante de las ideas positivistas en Madame Bovary (1857), una de las grandes obras maestras de la literatura de todos los tiempos: “Pero lo que más llama la atención es la farmacia de monsieur Homais, que está frente a la fonda El León de Oro, sobre todo de noche, cuando se enciende el quinqué y los botes verdes y rojos que adornan el escaparate prolongan por el suelo hasta muy lejos sus reflejos de dos colores y se columbra entonces a través de ellos, como entre luces de Bengala, la silueta del boticario acodado sobre el mostrador. La tienda está cubierta, de arriba abajo, de inscripciones en letra inglesa, redondilla y de rótulo donde dice: «Aguas de Vichy, aguas de Seltz y de Barèges, jarabes depurativos, específico Raspail, racahut árabe, grageas Darcet, pomada Regnault, vendajes, baños, chocolate medicinal.» Y en la etiqueta que coge todo el largo de la fachada se lee en letras doradas: «Homais, farmacéutico.» Luego, al fondo de la farmacia, tras las grandes balanzas atornilladas al mostrador, la palabra «Laboratorio» se extiende sobre una puerta de cristales donde, a media altura, vuelve a verse repetido el apellido «Homais», en letras doradas sobre fondo negro”.
Sin duda, Homais era un farmacéutico de éxito y estaba al tanto de todas las novedades que se descubrían, aunque en ocasiones su exagerada ambición y su exceso de entusiasmo por el progreso tuvieran consecuencias negativas, como en el caso de la operación traumatológica en la que involucró a Charles, el médico casado con Madame Bovary: “La farmacia, los miércoles rebosaba de gente. Más que entrar a comprar medicinas a lo que iban era a consultar con monsieur Homais, tan grande había llegado a hacerse su fama en todos aquellos contornos. Su recio aplomo tenía fascinados a los aldeanos, y le miraban como el más grande de los médicos”.
Fortunata y Jacinta
El lector podrá sacar sus propias conclusiones al contrastar las descripciones anteriores con la imagen romántica de la farmacia que tiene Segismundo Ballester, el farmacéutico que regenta la farmacia de la viuda de Samaniego (ubicada en la madrileña calle del Ave María), en Fortunata y Jacinta (1887), la obra de Benito Pérez Galdós en la que los personajes parecen estar más vivos que en la vida misma. Así se lo expone a su colega Maxi Rubín, el marido de Fortunata: “¡Qué hermosa es la Farmacia! Para mí hay dos artes: la Farmacia y la Música. Ambas curan a la Humanidad. La Música es la Farmacia del alma, y la… viceversa, ya usted me entiende. Nosotros ¿qué somos sino los compositores del cuerpo? Usted es un Rossini, por ejemplo; yo, un Beethoven. En uno y otro arte todo es combinar, combinar. Llámanse notas allá; aquí las llamamos drogas, sustancias; allá sonatas, oratorios y cuartetos…; aquí, vomitivos, diuréticos, tónicos, etc. El quid está en el saber herir con la composición la parte sensible… ¿Qué le parecen a usted estas teorías?… Cuando desafinamos, el enfermo muere”.
Por su parte, el diálogo de Maxi Rubín con su tía doña Lupe muestra bien a las claras la encrucijada de la farmacia decimonónica: “Todo el día me he estado acordando de lo que hablamos anoche. ¡Ah! Si tu fueras otro, si tu tuvieras ambición, pronto seríamos todos ricos. El farmacéutico que no hace dinero en estos tiempos es porque tiene vocación de pobre. Tú sabes bastante, y con un poco de trastienda y otro poco de farsa y mucho anuncio, mucho anuncio, negocio hecho. Créeme, yo te ayudaría.// – No crea usted, tía; yo también he pensado en eso. Ayer se me ocurría una aplicación del hierro dializado a sinfín de medicamentos…Creo que encontraría una fórmula nueva.// – Estas cosas, hijo, o se hacen en gordo o no se hacen. Si inventas algo, que sea panacea; una cosa que lo cure todo, absolutamente todo, y que se pueda vender en líquido, en píldoras, pastillas, cápsulas, jarabe, emplasto y en cigarros aspiradores. Pero, hombre, con tantísima droga como tenéis, ¡no hay tres o cuatro que, bien combinadas, sirvan para todos los enfermos? Es un dolor que teniendo la fortuna tan a la mano no se la coja. Mira el doctor Perpiñá, de la calle de Cañizares. Ha hecho un capitalazo con ese jarabe …, no recuerdo bien el nombre; es algo así como latrofaccioso…// – El lacto-fosfato de cal perfeccionado –dijo Maxi–. En cuanto a las panaceas, la moral farmacéutica no las admite.// – ¡Qué tonto!… ¿Y qué tiene que ver la moral con todo esto? Lo que digo: no saldrás de pobre en toda tu vida…Lo mismo que el tontaina de Ballester. También me salió el otro día con esa música. ¿Nada os dice la experiencia? Ya veis: el pobre Samaniego no dejó capital a su familia porque también tocaba la misma tecla. Como que en su tiempo no se vendían en su farmacia sino muy contados específicos. Casta (la viuda de Samaniego) bufaba con eso. También ella desea que entre tú y Ballester le inventéis algo, y deis nombre a la casa y llenéis bien el cajón de dinero… Pero buen par de sosos tiene en su establecimiento…”.
El tercer ejemplo corresponde al diálogo que mantienen el boticario Cenón Barrientos y Manuel, uno de sus ayudantes, que había quedado al cargo de la farmacia al jubilarse aquél, en la novela La serpiente enroscada, escrita por el granadino José Castro Serrano, médico de formación, escritor de vocación y periodista de profesión, en la última década de la centuria: “¡Mercancía! ¡Qué groseras palabras has aprendido desde que me marché! Llamas mercancía al producto de la ciencia humana, destinado al alivio de nuestros semejantes. ¡Mercader el boticario, cuando tiene tanto de sacerdote! Pero sí, tienes tú razón: vosotros los modernos queréis hacer de la farmacia tienda de ultramarinos, y sois capaces de convertir la iglesia en horchatería. Ya no se manipula en el laboratorio, sino que se traen las medicinas hechas de la fábrica. ¡Pobres enfermos!” .
Los recursos de la “novela del medicamento” también pueden ser aplicados al mejor conocimiento de otras etapas históricas, anteriores y posteriores al siglo XIX. Esta manera de hacer historia y literatura a la vez ha sido utilizada de forma magnífica por Raúl Guerra Garrido, Javier Puerto y Juan Esteva de Sagrera en El herbario de Gutenberg: La Farmacia y las Letras (Turner, 2013), libro de recomendada lectura para quienes consideren que ciencia y arte, historia y literatura, son aspectos complementarios de una sola realidad: la del hombre, unas veces sano y otras veces enfermo, preguntándose acerca de sí mismo y de lo que le rodea.