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El necesario diálogo entre ciencia y arte

Entre todas las artes, la literatura es la más desafiante porque está hecha con los materiales del lenguaje. Sin embargo, como aseguraba el escritor mexicano Carlos Fuentes, “convertir el cobre del lenguaje en el oro de la literatura requiere de la inspiración, que asegura la alquimia del verbo”. Pero ¿qué le aporta la literatura a la historia del hombre?, ¿qué añade la literatura para hacerse imprescindible en el humano vivir? A esta pregunta, tratan de dar respuesta dos de los más grandes escritores contemporáneos.

El primero de ellos, es el propio Fuentes, quien responde así: “Pues nada más y nada menos que la realidad que le faltaba al mundo. Porque si el mundo nos hace, también nosotros hacemos al mundo. Y una manera de hacer el mundo es crear una verbalización del entorno sin la cual la materia misma de la literatura –el lenguaje y la imaginación– pueden sernos arrebatados, deformados, manipulados”.

El segundo, el premio Nobel Mario Vargas Llosa, hace el siguiente planteamiento en su interesante análisis literario de La verdad de las mentiras: “La literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar (…). Porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos (…). La ficción enriquece su existencia (la del hombre), la completa y, transitoriamente, la compensa de esa trágica condición que es la nuestra: la de desear y soñar siempre más de lo que podemos alcanzar”.

Pero volvamos a la relación entre ciencia y arte, convertido éste ya en literatura. Cuando Lucrecio escribe De rerum natura ¿no está haciendo el poema de la materia, la poesía de lo invisible? (Italo Calvino), y más de veinte siglos después, ¿no se encuentra más poesía en el “principio de incertidumbre” de Werner K. Heisenberg y en el “principio de complementariedad” de Niels Bohr que en muchos textos literarios?

Si el primero nos lleva a la idea de que no tenemos un conocimiento objetivo de la realidad, sino que en la observación influye decisivamente el observador, de la misma forma es imposible aislar el texto literario de la mirada del autor (Juan José Millás). Por su parte, Niels Bohr recuerda que es posible aceptar como complementarios dos aspectos aparentemente opuestos entre sí: basta contemplar la materia y la energía, la onda y el corpúsculo, como dos manifestaciones distintas de una única realidad y este planteamiento de la jánica y verdadera existencia puede ser trasladado a la consideración de la ciencia y el arte en relación a la actividad creadora del hombre en su búsqueda permanente por desentrañar el mecanismo de esa eterna rueda que gira incesante arrastrando nacimiento y muerte (Aldous Huxley).

Si seguimos nuestro pequeño buceo a la búsqueda de otros maravillosos corales aportados a la ciencia por el arte y viceversa, podemos volver a preguntarnos ¿no están cargadas de fascinación por la ciencia muchas de las páginas escritas por Johann Wolfgang Goethe y no rezuman pasión literaria algunos maravillosos textos de Erasmus Darwin en El templo de la naturaleza y de Charles Darwin acerca del Origen de las especies y del Origen del hombre? Y acaso ¿no es ciencia lo que destilan algunas de las más importantes creaciones de Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Gustave Flaubert y Thomas Mann?; por el contrario, ¿no es literatura, y de la mejor que se pueda encontrar, la contenida en las historias clínicas de Sigmund Freud o en la descripción de “los tres primeros minutos del Universo” que hace el Premio Nobel Steven Weinberg?

Los instrumentos de la razón no son contradictorios con la facultad poética ni la poesía es la antagonista del logos y la razón y, así, el médico y escritor Oliver Sacks relata en el Tío Tungsteno que el poeta romántico Samuel Taylor Coleridge y el químico Humphry Davy, descubridor del potasio, llegaron a plantearse instalar juntos un laboratorio para hacer alquimia de los conocimientos que de la Naturaleza tenía uno y de las palabras el otro.

El químico y escritor italiano Primo Levi recordaba que el Sistema Periódico de Mendeleiev, de cuya creación se cumplen ahora 150 años, “era un poema más elevado y solemne que todos los poemas que nos hacían tragar en clase”. Por su parte, en Narciso y Goldmundo, Herman Hesse hace ver, a través de la amistad de los dos personajes protagonistas de la novela, la estrecha relación entre el espíritu investigador y el alma artística, los cuales no son sino manifestaciones de la fuerza creadora de la razón y del instinto, del rigor intelectual y de la pasión. En fin, la relación de “muñecas rusas” literarias que encierra la ciencia sería tan interminable como las científicas contenidas en la literatura.

Por tanto, ciencia y arte necesitan de su ayuda mutua y complementaria para ofrecer al hombre la comprensión de la realidad e incluso ir más allá de ella. Para Luis Racionero, “el arte articula y la ciencia especula, actuando ambas como un espejo plantado ante la naturaleza y la vida”. La interpretación científica puede “confirmar las intuiciones del artista, profundizar sus presentimientos, extender el alcance de su visión” (Aldous Huxley), mientras que la expresión artística permite resolver ciertas limitaciones impuestas por el corsé del método científico (Julio Caro Baroja).

Este planteamiento es compartido por Santiago Ramón y Cajal quien seguramente también estaría de acuerdo con la afirmación de Juan Bonilla de que el microscopio es el instrumento por excelencia de los escritores: “Colocan cualquier elemento ante su lente y lo que nos muestran es una naturaleza insospechada”. En el discurso pronunciado con motivo del homenaje a José de Echegaray comenta nuestro premio Nobel de Medicina:

“Asómbranse algunos de que un ingeniero, un físico, un geómetra, cuya fantasía debiera haberse agotado al peregrinar por el páramo adusto de las fórmulas algebraicas, haya cultivado tan primorosa y gallardamente la poesía; más a quienes se admiren de tan feliz conjunción de facultades podría preguntárseles si conocen por ventura algún talento científico superior que no tenga algo, y aun mucho, de poeta. ¿Qué es, en definitiva, la ciencia, sino una poesía honda, clarividente, infinitamente ambiciosa?”.

Cajal entendió que la literatura no es una simple copia de la realidad, sino que es la suma de experiencia y experimento, y que, como sus cortes histológicos, “atraviesa las capas superficiales para penetrar hasta su mismo fondo” para mostrar, luego, con visión macroscópica, las particularidades y pormenores de la situación. De ahí, su capacidad de expresión narrativa, derivada de la necesidad de retratar en sus manuales experimentales de la forma más sencilla posible lo que el microscopio le ponía delante de sus ojos.

En definitiva, en la inmensidad del caos, el hombre no puede prescindir de la ciencia, pero necesita imperiosamente la poesía para desentrañar los misterios de la vida, dar razón de su existencia y explicar el devenir de la historia. Al final, el objetivo de la ciencia y del arte es el mismo, y no es otro que el descubrimiento del hombre solo en el centro de su búsqueda: ¿quién es esa figura de barro a la que se le insufló el “soplo de vida”?, ¿de dónde nos trajo el viento?, ¿a dónde nos lleva el tiempo? En esa búsqueda, “la ciencia y la poesía estarán unidas en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte las separe” (Luis García Montero).