Quien fuera su secretaria particular durante varios años, Enriqueta Lewy Rodríguez, buena conocedora de la personalidad cajaliana, considera que ésta “asoma por todas partes” a lo largo de los titulados Cuentos de vacaciones, cuentos que el propio autor califica de “narraciones semifilosóficas y seudocientíficas que no osé llevar a la imprenta, así por el estrafalario de las ideas, como por la flojedad y desaliño del estilo”.
Por eso, no es de extrañar que, escritos hacia 1885-1886, no se dieran a la imprenta hasta 1905 y que, de los doce cuentos originales, que representaban “pendiculaciones y cabriolas de una imaginación inquieta”, únicamente se publicaran cinco, “no sin antes retocar algo su forma y modernizar un tanto los datos científicos en que se fundan”.
Según comenta el propio autor en la Advertencia Preliminar con la que se abre el libro: “En el primero, que rompe plaza, bajo la divisa de A secreto agravio, secreta venganza, el autor se propone simplemente la amenidad, amén de exponer algunos rasgos salientes de la curiosidad psicológica de los sabios, esencialmente amoral y profundamente egotista (hay excepciones naturalmente); el segundo –El fabricante de honradez– y el cuarto –El pesimista corregido–, bajo una forma demasiado declamatoria y difusa, entrañan tesis filosóficas y científicas más o menos estimables y vulgares; el tercero, titulado La casa maldita, encierra un transparente símbolo de los males y remedios de la patria (¡perdón corifeos del naturalismo literario!), y, si hemos de creer a quienes lo han leído, es el menos malo de la colección; en fin, el último, etiquetado El hombre natural y el hombre artificial, viene a ser un estudio pedagógico de índole crítica, compuesto recientemente con la mira puesta en las rutinas, enervamientos y decadencias de la educación nacional”.
Al final de este preámbulo, Cajal advierte que no acepta la responsabilidad de las ideas, más o menos disparatadas, defendidas por sus personajes, pero no disimula las simpatías por la figura moral de Don José (La casa maldita) y de Jaime (El hombre natural y el hombre artificial).
Hace unos años, estudiosos de su obra pudieron rescatar otro de los cuentos iniciales: La vida en el año 6000, en el que el autor, datos cronológicos al margen, muestra su poder de predicción y nos asoma a un futuro hecho hoy realidad en buena parte: “Claro, en vuestro tiempo obtuvisteis la urea y sintetizasteis las grasas, pero hoy construimos los albuminoides a bajo precio y todos los principios inmediatos necesarios a la vida. Aquellos huevos que esta mañana almorzasteis estaban destinados a obtener en las estufas vesículas blastodérmicas y pollos artificiales. Pero más os maravillaréis si supierais que en la culta hotentotia se están fabricando mamíferos artificiales y que está en estudio la fabricación humana a buena marcha. Hasta ahora se han conseguido óvulos de construcción nueva, que tienen la propiedad de evolucionar cuando se los inyecta en una matriz femenina y se le fecunda artificialmente”.
No sería ésta la única predicción en el terreno de lo científico. Como tampoco dejaría a lo largo de su vida de adelantarse al futuro en el terreno de lo social y de lo político, como desgraciadamente lo prueba su preciso pronóstico de la Segunda Guerra Mundial, nada más acabada la Primera, así como del diagnóstico de la fuerza desintegradora de los exasperantes nacionalismos. No obstante, siempre se mostró optimista y no cayó en el pesimismo de otros autores acerca de “la decadencia de Occidente”.
Artículos del doctor Bacteria
Los artículos publicados bajo el título de Las maravillas de la Histología y firmados con el seudónimo de Doctor Bacteria aparecieron primero en la revista La Clínica de Zaragoza y, más tarde, en la Crónica de Ciencias Médicas de Valencia, durante el periodo en el que, según los biógrafos García Durán y Francisco Alonso, “hervía de ideas su cerebro atizado con el fuego de intensa lectura, y la parte de artista, tan pujante en su personalidad, exigía se le prestase cierta atención, lo que le impulsó, a fin de limpiarse del peso de estos pensamientos a dar rienda suelta a la fantasía, echándolos fuera de sí”. Desafortunadamente, los artículos parecen haber desaparecido y sólo quedan los retazos que el propio autor reproduce en la segunda parte de sus Recuerdos.
En general se trata de artículos en los que el texto es ciertamente recargado, al “estilo Castelar”, pero que poseen fuerza poética y un estimable valor literario por la peculiaridad de sus descripciones de ese “maravilloso mundo de lo infinitamente pequeño”, en las que se hace muy patente el antropomorfismo señalado por Sherrington.
Cajal llena el paisaje microscópico de seres que viven y luchan, que se apasionan y afanan como si fueran humanos. Así, unas veces, echa mano de la realidad social para describir al leucocito errante con sus contracciones amiboideas, abriendo brecha en la pared vascular “como el preso que lima las rejas de la cárcel”; otras veces recurre a las células adiposas para señalar un modelo de economía doméstica: “en previsión de futuras escaseces reservan los alimentos sobrantes del festín de la vida para utilizarlos en las huelgas orgánicas y en los grandes conflictos nutritivos”; en algunas ocasiones se vale de la estrategia militar, como cuando describe a la noble célula nerviosa extendiendo sus brazos de gigante, “a modo de los tentáculos de un pulpo (…) para vigilar las constantes asechanzas de las fuerzas físico-químicas”, o cuando se refiere a “las luchas homéricas libradas entre los elementos semiasfixiados de los territorios inflamados o de los elementos amenazados por la invasión de los tumores”; finalmente, en otras se vale del avance de la técnica y, así por ejemplo, cuando se refiere a la fibra muscular, la describe con su geométrica arquitectura, en la que “a semejanza de la locomotora, el calor se transforma en fuerza mecánica”. Tampoco falta el recurso poético: “los campos traqueales y laríngeos, sembrados de pestañas vibrátiles que, por virtud de secretos impulsos, ondean cual campo de espigas al soplo de la brisa invernal”.
Cajal, partidario decidido de la “grandiosa y trascendental teoría celular de Theodor Schwann y de Rudolph Virchow”, llama la atención acerca de la “hermosura de lo pequeño” y alienta a los jóvenes a escudriñar el fascinante mundo de células y microbios: “Venid con nosotros al laboratorio (…). Asomaos a las ventanas del ocular, y la hoja del vegetal como el tejido animal os revelarán por todas partes una construcción idéntica: especie de colmena formada por celdillas y más celdillas, separadas por una argamasa intersticial poco abundante, y albergando en sus cavidades, no la miel de la abeja, sino la miel de la vida, bajo la forma de una materia albuminoide, semisólida, granulosa, cuyo seno encierra un pequeño corpúsculo: el núcleo”.
También el proceso de fecundación, la unión del incansable zoospermo y del sencillo óvulo, “imán de sus amores”, es objeto de análisis por parte del maestro de la Neurofisiología: “¿Quién osará negar que existe una severa competencia de carreristas en los zoospermos que, para dar cima al acto supremo de la fecundación, vuelan en el denso enjambre hacia el óvulo? Sólo uno de ellos, el más fuerte o el más afortunado, sobrevivirá a la destrucción irrevocable para sus compañeros más perezosos (…). De este ósculo de amor brotará la innumerable progenie de células del organismo. Pero sólo aquel zoospermo privilegiado alcanzará el supremo galardón de perpetuar la raza y de conservar y transmitir, cual nueva vestal, el fuego sagrado de la vida”.
Asimismo, las ideas evolucionistas y de la selección natural, tan en boga en la época, salen a relucir en los escritos cajalianos: “Una existencia, por grande que sea, aun ennoblecida por los fulgores del genio, nada significa a los ojos de la Naturaleza. Que todo un pueblo sucumba; que razas enteras sean aniquiladas en la lucha por la vida; que especies zoológicas antes pujantes sean inmoladas en la bárbara batalla, poco importa al principio director del mundo orgánico. Lo esencial es ganar la contienda, tocar la meta final, objeto de la evolución orgánica”.
Y tampoco faltan el ansia de inmortalidad: “Consolémonos considerando que, si la célula y el individuo sucumben, la especie humana y, sobre todo el protoplasma, son imperecederos. El accidente muere, pero la esencia, o sea la vida, subsiste”.
Terminaremos esta breve alusión a Las maravillas de la Histología con la referencia al texto que nos muestra coincidencias del pensamiento de Cajal con ciertas ideas filosóficas de Arthur Schopenhauer, Herbert Spencer y Friedrich Nietzsche, cuando todavía no había leído una palabra de estos autores: “¿A dónde va la vida? ¿Ha llegado a la meta y agotado su fecundidad en el organismo humano, o guarda en cartera proyectos de más elevados organismos, de seres infinitamente más espirituales y clarividentes, destinados a descorrer el velo que cubre las causas primeras, acabando con todas las empeñadas polémicas de sabios y filósofos? ¡Quién sabe!”.
Reglas y consejos sobre investigación científica
Considerada como las más literaria de sus producciones científicas y la más científica de sus obras literarias, para Severo Ochoa “debería ser lectura obligatoria de todos los estudiantes de los últimos cursos de bachillerato”, ya que, de su lectura, además de otros muchos consejos y advertencias, se puede sacar la enseñanza de que “todo hombre puede, si se lo propone, ser escultor de su propio cerebro”.
Subtitulada Los tónicos de la voluntad, este libro, como el mismo autor advierte en el prólogo, es una reproducción, “con numerosos retoques y desarrollos”, del discurso de ingreso de Santiago Ramón y Cajal en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, pronunciado el 5 de diciembre de 1897 y titulado Fundamentos racionales y condiciones técnicas de la investigación biológica.
A pesar de las penurias pasadas para sacar adelante la primera edición en forma de libro, la verdad es que la obra tuvo seis ediciones en vida de Cajal y luego ha sido publicada en diferentes idiomas, incluido el japonés, lo que demuestra el aprecio de este pequeño tesoro en todo el mundo.
Cajal, cuya obra consideraba Gregorio Marañón como “un verdadero evangelio de la santa busca de la verdad”, parte de varias premisas: la primera es que toda obra grande es el resultado de “una gran pasión puesta al servicio de una gran idea”; la segunda es que, para conseguirla es necesaria “una voluntad resuelta a crear algo original”; la tercera, que tan educable es la voluntad como la inteligencia del investigador.
A lo largo de toda la obra se mantiene como un referente constante el que la investigación científica es “el solo derrotero que puede conducirnos a una explicación racional y positiva del hombre y de la naturaleza que le rodea”, una de las aspiraciones más nobles y loables que el hombre pueda perseguir, ya que “acaso más que ninguna otra se halla impregnada con el perfume del amor y la caridad universales”.
El autor presenta el trabajo dividido en siete capítulos: “En el primero procuraremos disipar preocupaciones y falsos juicios que enervan al principiante, arrebatándole esa fe robusta en sí mismo, sin la cual ninguna investigación alcanza feliz término; en el segundo expondremos las cualidades de orden moral que deben adornarle, y que son como depósitos de la energía tonificadora de su voluntad; en el tercero, lo que es menester que sepa para llegar suficientemente preparado al teatro de la lucha con la Naturaleza; en el cuarto apuntaremos las enfermedades de la voluntad y del juicio del que debe preservarse; en el quinto detallaremos el plan y marcha de la investigación misma (observación, explicación o hipótesis y comprobación); en el sexto haremos algunas advertencias tocantes a la redacción del trabajo científico; en el séptimo, en fin, consideraremos los deberes del investigador como maestro”.
El libro acaba con un “breve estudio acerca de nuestro atraso científico y de las obligaciones del Estado en orden al fomento y enseñanza de la investigación”, reconociendo que el rendimiento científico de los españoles ha sido “pobre y discontinuo” y recomendando “despensa y escuela”, es decir, la regeneración por el trabajo y el estudio, como los remedios a la España que navegaba de un siglo a otro en medio de los embates del bravío oleaje político, ya que “nuestros males no son constitucionales, sino circunstanciales, adventicios”.
Las palabras del gran matemático Julio Rey Pastor son bien elocuentes del impacto que el libro causó en las nuevas generaciones de investigadores españoles: “creo que esta es la máxima eficacia que cada pensador puede esperar de sus propias ideas; que ellas queden flotando en el ambiente y adheridas a las otras mentes hasta impersonalizarse; sus ideas no serán ya nunca más suyas cuando lleguen a ser de todos los españoles, a quienes dio Usted pauta y ejemplo”.
El arte y las vanguardias
Incluso en la etapa en la que Cajal estuvo más volcado en su ingente labor científica, nunca abandonó sus impulsos artísticos, aunque sólo fuera para ilustrar sus libros y sus clases universitarias, como hace ver el siguiente testimonio de uno de sus alumnos en la Universidad de Madrid: “En la pizarra del aula, y con tiza de diferentes colores, trazaba, no esquemáticas, sino maravillosas, completísimas láminas, que eran la admiración y sorpresa de todos nosotros”.
Sería ya en sus años de madurez cuando volvería su mirada nuevamente al arte con ojos de verdadero artista, pero lo que vio en el llamado “arte de vanguardia”, surgido a partir del Impresionismo, parece que no le gustó demasiado y se mantuvo fiel a la idea del arte clásico a lo largo de su vida.
En 1902, a los cincuenta años, Cajal publica La psicología de los artistas, artículo que da nombre a un libro de ensayos, y tres décadas más tarde, en El mundo visto a los ochenta años, expone lo que él considera “la degeneración de las artes” ocurrida, según su opinión, a finales del siglo XIX y principios del XX:
“Durante mi fase de madurez –hace veinticinco años o treinta años– los buenos pintores, fieles al concepto clásico de la exacta representación objetiva no incompatibles con un sano idealismo, copiaban fielmente la Naturaleza. (…) En mi devoción fervorosa de la anatomía humana, estaba yo encantado al advertir cómo el artista creaba hombres de carne y hueso, sin traicionar las sabias leyes de la perspectiva y el ritmo del movimiento y del esfuerzo. Pero ¡oh desilusión! Durante estos últimos veinticinco años nos han invadido los bárbaros, nacidos casi todos en Francia, Alemania; Holanda y Escandinavia. Menospreciando las enseñanzas acumuladas por dos mil años de tanteos y progresos, han tratado de envilecer nuestros museos y exposiciones con los engendros más disparatados e insinceros. El afán de novedad, el ansia de lucro fácil y la complicidad de marchantes sin conciencia los ha llevado a profanar, con sus manos rudas de artesanos, la excelsa hermosura del arte perenne (…) / Para calificar tales extravíos, ha inventado el maestro D. José Ortega y Gasset una designación feliz y expresiva deshumanización del arte. Lo malo es que los aficionados a lo feo y a lo deforme, no sólo desnaturalizan al hombre, sino que lo desnaturalizan todo: paisaje, indumentaria, cielos, edificio, mueblaje, naturalezas muertas”.
Cajal no comulga con ninguno de los ismos de las vanguardias, de los que afirma que no representan ninguna novedad “por ser la manera de los primitivos”. Y en esto coincidía con Pablo Picasso cuando el malagueño afirmaba que “después de Altamira, sólo está el vacío”. Pero el encuentro se producía yendo cada uno en direcciones opuestas. No importa, dos genios tampoco tienen por qué viajar juntos; cada uno puede “hacer camino al andar” por sí mismo, y con ello, salimos ganando todos al disponer de distintas alternativas con las que llenar el zurrón del caminante, tan ávido de aventura como de cultura.