Serendipia es un neologismo incorporado recientemente al idioma español como traducción de la palabra inglesa serendipity. El vocablo fue acuñado por el escritor británico Horace Walpole a mediados del siglo XVIII como consecuencia de la impresión que le produjo la lectura de un cuento oriental sobre las aventuras de Los tres príncipes de Serendip (en la antigua Ceilán, actual Sri Lanka), los cuales poseían un don especial, aunque difícil de explicar: hacían continuamente descubrimientos por azar y sagacidad de cosas que no se habían planteado. Walpole utilizó el nuevo vocablo para referirse a algunos de sus propios descubrimientos accidentales y, en una carta enviada a un amigo, habló de su creación, describiendo el origen de la palabra y el significado de su fuerza expresiva.
En los diccionarios de inglés la palabra serendipity sirve desde hace algún tiempo para designar “la capacidad para realizar descubrimientos agradables e inesperados enteramente por azar o casualidad”. Esta capacidad o habilidad implica no sólo una cuestión de “auténtica buena suerte”, sino también una visión sagaz, siempre atenta a lo inesperado y nunca conforme con lo aparentemente inexplicable. En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) serendipia se ha incorporado como “hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual”.
Chiripa
No obstante, el término se venía utilizando en la literatura científica en español desde que hace más de tres décadas el traductor del libro Serendipity. Accidental Discoveries in Science (R.M. Roberts) expresara ésta como “condición del descubrimiento que se realiza gracias a una combinación de accidente y sagacidad”. Quizás el equivalente más apropiado a nivel popular sería el término “chiripa”, que sirve para expresar de forma un tanto castiza la casualidad afortunada.
Y es que no todos los descubrimientos científicos están basados en el método, el rigor y la planificación. En ocasiones, la creación técnica y el hallazgo científico son fruto del azar y del encuentro accidental, eso sí, ligados a la intuición, la destreza y sagacidad del investigador para reconocer las posibilidades de lo hallado. Otras veces, el azar es solo la chispa que pone en marcha todo el proceso de investigación. En fin, en otros casos, la casualidad surge en alguna de las fases del método científico previamente planificado y cambia por completo el rumbo previsto de la investigación.
La suerte es de quien la busca, dice el refrán castellano. A lo largo de la historia, delante de los ojos humanos han pasado de forma permanente hechos de interés, pero únicamente un número reducido de científicos ha sabido elaborar hipótesis acertadas desde los hechos observados, casuales o no. Al alcance de todos los astrónomos estaban los astros, pero Copérnico y Kepler fueron mucho más allá para tratar de explicarse ellos y explicarnos a todos las leyes del Universo. Y es que muchas veces, el descubrimiento consiste en ver lo que todos han visto y pensar lo que nadie ha pensado. Y para ver, hay que mirar y hay que saber, como diría el poeta Luis Rosales.
Mente preparada
De alguna manera, serendipia reflejaría la condición ya expresada perfectamente por Louis Pasteur: “En los campos de la observación, el azar favorece sólo a la mente preparada”. Este planteamiento está implícito también en el pensamiento de Santiago Ramón y Cajal, como podemos observar en varios de sus escritos. Así, en Mi infancia y juventud, al hablar del descubrimiento del daguerrotipo y el prodigio de la revelación fotográfica, dice:
“¡El azar!… ¡Todavía el azar como fuente de conocimiento científico en pleno siglo XIX! Luego el mundo está lleno de enigmas, de cualidades ocultas, de fuerzas desconocidas… Por consiguiente, la ciencia, lejos de estar apurada, brinda a todos con filones inagotables. Puesto que vivimos, por fortuna, en la aurora del conocimiento de la naturaleza; puesto que nos rodea aún nube tenebrosa, sólo a trechos rasgada por la humana curiosidad; si, en fin, el descubrimiento científico se debe tanto al genio como al azar…, entonces todos podemos ser inventores. Para ello bastará jugar obstinada e insistentemente a un solo número de esta lotería. Todo es cuestión de paciencia y perseverancia”.
En Las reglas y consejos sobre investigación científica comenta el sabio aragonés el caso de Bernard Courtois, del que se decía que no se sabía si fue él quien descubrió el yodo, o si el yodo lo descubrió a él, y plantea de forma bastante precisa lo que hoy se entiende por serendipia:
“Y esto nos lleva a decir algo de la casualidad en la esfera de la investigación científica. Entra por mucho, positivamente, el azar en la labor empírica, y no debemos disimular que a él debe la Ciencia brillantes adquisiciones, pero la casualidad no sonríe al que la desea, sino al que merece. Y es preciso reconocer que sólo la merecen los grandes observadores, porque ellos solamente saben solicitarla con tenacidad y perseverancia deseables y cuando obtienen la impensada revelación, sólo ellos son capaces de adivinar su trascendencia y alcance.
En la Ciencia, como en la lotería, la suerte favorece comúnmente al que juega más, es decir, al que, a la manera del protagonista del cuento, remueve continuamente la tierra del jardín. Si Pasteur descubrió por azar las vacunas bacterianas, también colaboró su genio, que vislumbró todo el partido que podía sacarse de un hecho casual, a saber: el rebajamiento de la virulencia de un cultivo bacteriano abandonado al aire y verosímilmente atenuado por la acción del oxígeno.
La historia de la Ciencia está llena de hallazgos parecidos: Scheele tropezó con el cloro, trabajando en aislar el manganeso; Claude Bernard imaginando experimentos encaminados a sorprender el órgano destructor del azúcar, halló la función glucogénica del hígado, etc. En fin, ejemplos recientes de casi milagrosa fortuna son los estupendos descubrimientos de Roentgen, Becquerel y los Curie. (…) En suma: el azar afortunado suele ser casi siempre el premio del esfuerzo perseverante”.
Incluso el eminente investigador español lo aplica a sus propios hallazgos y, por ejemplo, al hablar de su teoría de la contigüidad neuronal comenta que: “La nueva verdad, laboriosamente buscada y tan esquiva durante dos años de vanos tanteos, surgió de repente en mi espíritu como una revelación”. Por su parte, Gregorio Marañón concluye que un “prodigioso azar” hizo coincidir en la figura de Ramón y Cajal la aptitud –la inteligencia–, la actitud –la vocación–, el tema –el terreno– y la ocasión –el tiempo–, eventualidades que han de darse para que fructifique la semilla del genio creador.
Por todo ello, Ramón y Cajal puede ser definido como el sabio que supo ver lo que otros no vieron, interpretar adecuadamente lo que veía y enseñarlo de forma clara y precisa. Pero, lejos de providencialistas y genialistas, su secreto para crear ciencia original es muy sencillo: “se reduce a dos palabras: trabajo y perseverancia”, acaso reforzados por “la fuerza de voluntad”. Y remacha Cajal: “sólo acierta quien sabe”.
¿Hubiera planteado don Santiago desde su sillón no ocupado de la Real Academia Española de la Lengua otro término para definir el fenómeno de la serendipia o se hubiera encontrado cómodo con el empleo de este neologismo? Es algo que dejamos a la elucubración del lector, pero es muy probable que sí hubiera encontrado oportuno aplicar a la investigación las palabras que los también premios Nobel Jaques Monod y François Jacob utilizaron para explicar la evolución biológica: el azar y la necesidad, especialmente después de que el descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming en 1928 se convirtiera en paradigma de este tipo de investigación, como ha recogido el DRAE.