Sin embargo, el destino predeterminado de los menores superaba con creces cualquier funesto augurio del viejo cazador de nazis. Pues los infantes, nacidos con la ayuda de una técnica denominada clonación reproductiva en la que se emplea el material genético de un ‘donante’, estaban llamados a desarrollarse, manipulación ambiental mediante y una vez alcanzada la edad adulta, en copias exactas de Adolf Hitler. Una pesadilla que alimentaría los sueños de los amnésicos revisionistas que infestan la Europa actual, anhelosos de vivir aplastados bajo la bota de un dictador. Y puestos a soñar, mejor un tirano del pasado, cuyo currículo de atrocidades ya haya sido verificado, que un aspirante presente o futuro.
Pero la consecución de una réplica genética y pensante de una persona, viva o fenecida, no era una posibilidad en 1976, año de las disputas (ficticias) entre Liebermann y Mengele. Y entonces llegó la oveja Dolly y lo cambió todo. Pero no cambió nada.
El empleo de la clonación en el proceso de creación asexual de seres humanos, ya sea de forma individualizada o a nivel industrial, es un recurso ampliamente explotado en la literatura, muy especialmente a partir de la descripción por Aldous Huxley de su mundo no tan feliz y de su ‘método Bokanowsky [1]’ de fabricación de parias para las castas inferiores.
Una técnica que, cuando menos en la ficción, parece haberse guiado siempre por intenciones ‘oscuras’, caso de la elaboración de órganos de repuesto para la élite socioeconómica de los Nuevos dioses de Alberto Vázquez Figueroa [2]; o la producción de carne de cañón a partir de septuagenarios ‘reciclados’ para la colonización estelar de la Humanidad en la saga iniciada por John Scalzi con La vieja guardia [3]. Quizás no tanto así en la vida real, en la que la clonación de mascotas [4] parece ser un negocio ciertamente lucrativo –a 40.000 euros la copia de can y a 20.000 la de gato.
Único e irrepetible
Sea como fuere, y a pesar de los pasos, enormes, dados en el campo de la ingeniería genética, cada ser humano –fenotipo, que no únicamente genotipo– sigue siendo único e irrepetible. De hecho, y salvo avances alcanzados en lúgubres laboratorios ocultos a la vista de Nos, el populacho, los conocimientos actuales ni siquiera permiten la creación de una copia genética exacta de un animal superior, incluidas las ovejas. Mención aparte merece la transferencia de recuerdos, consciencia y demás elementos que componen la personalidad, que cuando menos a día de hoy constituye un obstáculo insalvable.
Los fundamentos teóricos de la clonación resultan ciertamente sencillos. En el caso de los seres humanos tan solo hay que extraer el material genético de una célula somática y transferirlo a un óvulo al que previamente se ha desprovisto de núcleo. El resultado es que el óvulo, cual si hubiera sido fecundado por un espermatozoide, se convierte en un ‘embrión’, con lo que solo queda implantarlo en un útero, esperar que se desarrolle siguiendo los cauces naturales y, voilà!, se obtiene una copia genética del portador de la célula somática. Un procedimiento asequible, como muestra que los investigadores surcoreanos responsables en 2005 de la clonación del primer perro [5] requirieran implantar únicamente 1.005 embriones en 123 hembras para lograr tres embarazos, de los cuales solo uno llegó a término.
Pero hasta la presentación en sociedad del primer ser humano replicado, la oveja Dolly [6] seguirá siendo el clon más famoso de la Historia. No en vano se trata del primer animal nacido, allá por 1996, mediante la técnica de clonación reproductiva. El problema es que Dolly nunca fue realmente un clon, pues no compartía todo el material genético de la oveja ‘original’.
Las células de los mamíferos contienen dos tipos de ADN: el confinado en el núcleo con las instrucciones para la generación del nuevo individuo; y el mitocondrial para la producción de mitocondrias. Y el ADN mitocondrial del descendiente siempre procede del óvulo ‘fecundado’. Así que Dolly, quimera que no clon, heredó el ADN mitocondrial de la oveja escogida para su gestación subrogada, que no el de la modelo a copiar –de la que sí adquirió sus telómeros acortados por la edad [7] y, por ende, una menor esperanza de vida.
Jugando a los dados
Llegados a este punto cabe referir que los gemelos monocigóticos tampoco son réplicas genéticas [8]. Ni siquiera en el momento del nacimiento, pues las diferencias en el entorno durante el desarrollo embrionario –caso del contacto o su ausencia con el saco amniótico– provoca que una ínfima proporción de los nucleótidos que conforman su ADN sea desigual. Es más; no solo existen disparidades en la composición de sus genomas, sino también en su expresión por obra y arte de la epigenética [9], caprichosa jugadora de dados cuya influencia se extiende desde las primeras fases embrionarias hasta el último aliento de todo ser viviente.
Sea como fuere, da lo mismo. El genotipo sienta unas bases que, aun consistentes, serán moldeadas por el ambiente. Para tranquilidad de Liebermann, y como no deja de incidirse en la novela de Ira Levin, los 94 niños eran solo genocidas potenciales, debiendo someterse cada una de sus células a una existencia similar a la que establecieron las emociones, pensamientos y creencias del molde original. Solo así se garantizará la similitud absoluta del producto final.
De hecho, los estudios sugieren que el genotipo puede llegar a predeterminar hasta el 50% de los rasgos de la personalidad de un individuo, resultando especialmente notorio el caso de los denominados ‘gemelos Jim [10]’, entregados en adopción tras el nacimiento y que al reencontrarse a la edad de 39 años consumían las mismas marcas de cigarrillos y cerveza, habían tenido un perro con el mismo nombre y se habían divorciado de sendas mujeres llamadas Linda para contraer segundas nupcias con sendas mujeres de nombre Betty. Pero ‘gemelos Jim’ aparte, las investigaciones realizadas al respecto no han arrojado resultados concluyentes [11].
En definitiva, la Ciencia actual solo puede ofrecernos réplicas genéticamente parecidas, que nunca exactas, de humanos o animales. Moldes cuya personalidad diferirá, ya sea en grado nimio o extremo, de la del individuo copiado. Como no ha dejado de entonar don Sebastián desde el estreno de la zarzuela La verbena de la Paloma en 1894, ‘hoy las ciencias adelantan, que es una barbaridad’. Pero para desilusión de aquellos dueños capaces de asumir la falta de inmortalidad de sus mascotas y frustración de los narcisistas aspirantes a perpetuarse hasta el fin de los tiempos, aún habrá que esperar un poco más.