Ajeno y alejado de cualquier escuela o corriente filosófica, aunque Nietzsche, Shopenhauer y Mainländer planean sobre el origen de sus planteamientos, nadie se atreve hoy a rebatir que estamos ante uno de los pensadores más insólitos y provocadores de la segunda mitad del siglo pasado.
“Vivir con la idea del suicidio es estimulante”.
“Dependemos del cuerpo; es como un destino, una fatalidad mezquina y lamentable a la que estamos sometidos”.
“Nunca he intentado ser consecuente conmigo mismo. Nunca he tenido visión de futuro”.
“Una de las experiencias fundamentales de mi vida ha sido el hastío”.
“Nunca he podido ejercer una profesión. Quise ser filósofo y me quedé en aforista; místico, y no pude tener fe; poeta, y sólo llegue a escribir una prosa poética bastante dudosa”.
“Podemos imaginarlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos”.
“No es posible demostrar racionalmente que es mejor vivir que estar muerto”.
“El amor se inventó para matar el tedio de las tardes de domingo”.
“La soledad absoluta exige la idea de un dios. Dios es la única forma de diálogo posible en medio de la noche. Es el interlocutor inexistente”.
“No hay nada que justifique nuestra decisión de existir”.
Son frases textuales de este hijo de un prelado de la iglesia ortodoxa y de una madre que le confesaría: “Si hubiera sabido que ibas a ser tan infeliz habría abortado”, a lo que él contestó: “Sólo soy un accidente. ¿Por qué debo tomarme en serio?”.
Iconoclasta y transgresor
Nacido el 8 de abril de 1911 en Rasinari (Rumanía), un pequeña población de Transilvania, la tierra tras los bosques, estudió en la Facultad de Letras de Bucarest en donde obtuvo la licenciatura con un trabajo sobre Bergson. En 1936 ganó la Cátedra de Filosofía y un año más tarde, tras solicitar y no obtener una beca en la embajada de España con el propósito de trabajar en nuestro país, se trasladó a París, ciudad en la que residió hasta su fallecimiento.
Transgresor por definición e iconoclasta, Emil Mihai Cioran se declaró siempre, –ahí están sus más de cuarenta libros, 28 de ellos traducidos al español–, profundamente desconcertado entre la maldición de haber nacido y el vicio de vivir. A partir de esos planteamientos estructura una continuada reflexión sobre el vacío y la desesperación, arrancando las máscaras a muchas de las ideas sistemáticamente enraizadas en el pensamiento humano. Aborda sin que le tiemble el pulso temas supuestamente intocables, interroga sobre lo que no debe ser cuestionado y desmitifica. Una y otra vez desmitifica muchos de los temas “sagrados”, tejiéndose un aura de pensador maldito.
Pese a su leyenda de personaje intratable y cruzado de la soledad, quienes le conocieron, entre ellos y de manera muy próxima a lo largo de más de dos décadas el filósofo español Fernando Savater, que le dedicó su tesis doctoral, aluden a su inteligente sentido del humor, a su pasión por la lectura, por la cocina y por las mujeres; a su falta de arrogancia, a su afable paciencia, a su hospitalidad, a la divertida paradoja de su trato personal.
“Siempre le he visto como un estilista y un humorista de raza”, apunta Vidal Foch. “Una persona que, sin pretenderlo en absoluto, fascinaba a quien le trataba, como fascina su sugerente forma de escribir”.
En estos días, ante la tumba del cementerio parisino de Montparnasse en donde yace Cioran, Savater recordaba el consejo que en su momento le había dado: “Vaya veinte minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas. Es mucho mejor que ir al médico”, y luego me soltó una de sus breves carcajadas llenas de socarronería. “Él contribuyó a que yo aprendiese que hablar sinceramente de ciertos temas demasiado serios implica el tono humorístico como único modo de evitar la solemne ridiculez”.
España en el corazón
“Se interesaba especialmente por todo lo que yo le contaba de España y por todo lo español, lengua por la que, tras su rumano natal, sentía devoción”. Era su segunda patria espiritual y lo dejó escrito: “Uno tras otro, he adorado y execrado a muchos pueblos: nunca se me pasó por la cabeza renegar del español que hubiera querido ser”, cita textualmente Savater. “Aunque se convirtió en gran escritor francés y se mantuvo y declaró apátrida, durante un tiempo pensó seriamente en hacerse ciudadano español”.
Al día siguiente del fallecimiento del pensador, un emocionado Savater definía: “Formidable era Cioran: catador de infamias, pesimista encantador, solista del himno de la destrucción, drácula del pensamiento, promovedor de ilusiones exangües, humorista del nihilismo, apocalíptico de la predicción, amigo acogedor, elegante de la vehemencia”.
No solo pesimismo
Queda claro que asociar únicamente pesimismo y pesadumbre a su persona y a su discurso es simplificarle. Leer su obra es adentrarse en una aventura paradójicamente llena de luces, un recorrido por la lucidez disfrazada de derrota. Aunque pudiera parecerlo, no es un derrotista sin salidas.
Lo que Cioran formula es lo que todo hombre piensa en algún momento de su vida cuando reflexiona sobre las Grandes Voces, las grandes cuestiones que sostienen y posibilitan su existencia.
Quienes solo buscan en él desolación pudieran verse traicionados. Escúchenle: “Desconfíen del rencor de los solitarios que dan la espalda al amor, a la ambición, a la sociedad. Se vengarán un día de haber renunciado a todo eso”. “Quien no se ha suicidado a los 25 años merecer vivir”. “Mi infancia fue un paraíso. Me arrancaron de la naturaleza y me robaron el paraíso, pero existió”. Y, en definitiva: “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única, en realidad”. Cabría pues interpretar que, en el fondo de su devastador mensaje, Cioran abre un resquicio porque, a pesar de todo, esto de la vida merece ser experimentado.
Seguir viviendo
En principio, un escritor que establece un discurso alternativo y habla sin ningún pudor de la desesperación, de la sinrazón de la vida, de la ausencia de dios, le coloca oficialmente en el lado de los inaceptables. Pero, tras el rechazo inicial, la consideración posterior ante una obra de altura. El tiempo, dicen, acaba por colocar a cada cual en su sitio y el caso de Cioran, que huía despavorido de la vanidad, no fue una excepción. No bajó la guardia y rechazó, uno tras otro, cuantos galardones y reconocimientos le otorgaron, como la nominación al Premio Nobel, “no aceptaré nada de eso de ninguna de las maneras ni bajo ninguna circunstancia”, aseguró determinante entonces.
“El destino del hombre es fulgurante, es decir, breve. Las especies animales habrían durado millones de años si el hombre no hubiera acabado con ellas, pero la aventura humana no puede ser indefinida. El hombre ha dado ya lo mejor de sí mismo. Todos sentimos que las grandes civilizaciones han quedado atrás. Lo que no sabemos es como será el fin”.
El suyo, su destino, su aventura vital sobre la tierra arrancó ahora hace cien años y sabemos que concluyó una madrugada de 1995. Conocemos también, tenemos la enorme fortuna de poder recogerlo a través de sus escritos, que en los 84 años de su existencia tuvo tiempo, –entre hastíos, pesimismos y desgarros–, de levantar una de las más lúcidas reflexiones sobre el ser humano enfrentado a su propia soledad. Se pueden compartir o no sus ideas, pero al arrojárnoslas a la cara, Emil Cioran nos ilumina y, en el fondo, nos ayuda a seguir viviendo.