Eran los años en que hablaba de grupos de riesgo (las famosas haches: homosexuales, heroinómanos y hemofílicos) en lugar de conductas de riesgo, como el sexo sin protección o compartir jeringuillas. Los años en los que los antirretrovirales no eran capaces de controlar de forma eficaz y prolongada la replicación del virus, situación que no llegaría hasta el año 1996.
Ahora que se cumplen cuatro décadas de los primeros casos de sida coinciden varias novelas en la mesa de novedades que recuerdan la dureza de aquellos tiempos en que una pandemia sacudió a todo el planeta como no volvería a pasar hasta la irrupción de la COVID-19; la tristeza de una época en que grupos de amigos iban sumando bajas como un pelotón sin armas en una batalla desigual.
Con Los silencios de Hugo, Inma Chacón (Zafra, 1954) recrea aquel clima de terror que rodeó al sida, cuando no había esperanza y el desconocimiento se traducía en miedo y éste en incomprensión hacia los infectados, que tenían el doble sufrimiento de sentirse vulnerables y al mismo tiempo rechazados, como si la peste hubiera vuelto para quedarse. Por eso, un gesto de Diana de Gales dando la mano a un enfermo o volver a ver jugar a Magic Johnson al baloncesto no mucho después de haber hecho pública su condición de seropositivo hicieron más por la situación de las personas afectadas que diez mil campañas de concienciación.
La novela de Chacón se inspira en una historia real y cercana que le marcó profundamente y que siempre quiso contar en un libro, y no pudo hasta ahora, ya con la distancia adecuada. La obra avanza a medida que vamos entendiendo los silencios de los protagonistas. El de Hugo, que con su silencio busca proteger y facilitar la vida de los demás a riesgo de no recibir la ayuda que necesita. También el de su hermana Olaya, que calla para evitar la compasión. Silencios distintos pero marcados por la enfermedad como hoy sucede con los problemas de salud mental, tan necesitados de romper el estigma y poder así pedir ayuda sin demora ni rodeos por el qué dirán.
La autora extremeña ha querido homenajear con esta historia conmovedora a “todas las familias que padecieron la enfermedad al lado de los enfermos”. En la historia de Hugo y Olaya unos lectores descubrirán y otros, de mayor edad, recordarán la incertidumbre con la que se vivía la infección, la angustia por alcanzar la carga viral indetectable para evitar así que un simple resfriado no se convirtiera en una neumonía letal, las reacciones tan diversas que la enfermedad provocaba en un mismo entorno familiar, las dificultades que vivieron los hijos pequeños de parejas seropositivas, la relación con los profesionales médicos o el efecto devastador que tuvo la heroína sobre una generación. En escenario tan desolador hay espacio para la vida que se abre paso, para los personajes con fuerza interior y ganas de sortear baches por pronunciados y numerosos que sean. Y un combustible poderoso para todo ello: el amor, el amor en todas sus variantes, el fraternal, el de pareja y el de los amigos.
De amigos en el Chicago de los años ochenta va la novela de Rebecca Makkai (Skokie, Illinois, 1978) Los optimistas. Como el libro de Chacón, la ficción de la estadounidense habla igualmente del poder del amor y la amistad cuando vienen muy mal dadas, como sucedió en el país de Ronald Reagan, en un periodo de optimismo y libertad que se transformó para muchos jóvenes en días de ansiedad y congoja ante la posibilidad de hacerse un test cuyo posible positivo no suponía más que confirmar una tragedia inevitable.
Estamos en 1985 y el AZT, el primer medicamento, a todas luces insuficiente, no estuvo disponible hasta dos años después. “Si me enseñas donde está la cola para la cura milagrosa, me haré la maldita prueba y me encargaré de que los demás también se la hagan”, clama uno de los personajes de un relato que alterna dos planos temporales y geográficos: la ciudad de los rascacielos entre 1985 y 1992 y el París de los atentados de 2015. La trama francesa, emocionante y con cierto suspense, describe la historia de una de las optimistas del título, Fiona, la joven que tanto ayudó al grupo de amigos gais infectados, entre ellos su hermano fallecido de sida, y que viaja muchos años después a Francia tratando de recuperar a su hija.
La ciencia, la inversión en ciencia, consiguió que las terapias fueran cada vez más eficaces y que, además, estratégicamente combinadas, lograran reducir al virus a su mínima expresión. Cuando eso pasó llegó la resurrección para muchos enfermos. Leemos de uno de ellos que “hubo unos meses que ni siquiera recuerdo y que estuve fuera de mí, y cuando la niebla se disipó, volvía a estar en casa. Podía levantar los brazos y comer. Cuando quise darme cuenta estaba haciendo footing. Bueno, en realidad, costó, pero esa es la sensación que tuve”. También pasamos por el tormento de los que no alcanzaron ese efecto Lázaro, como uno de los protagonista que llega un día en que con cada tos experimenta “una patada en las costillas atenuada por la morfina”.
Ciencia y acceso a los mejores tratamientos, esto último más complicado en Estados Unidos, fueron la clave para llegar a donde hoy estamos. Pero ni la ciencia ni los mejores tratamientos pueden hacer mucho cuando al dolor se suma el estigma. En la novela de Makkai un personaje rememora que el pintor Amedeo Modigliani bebía abundante alcohol para disimular la tuberculosis que le avergonzaba. Esto otro depende de todos, incluidos los escritores. Aquí dos grandes libros contra el estigma.
Los silencios de Hugo
Inma Chacón
Editorial Contraluz
376 páginas
21 euros
Los optimistas
Rebecca Makkai
Traductora: Aurora
Echevarría
Editorial Sexto Piso
672 páginas
23,90 euros
Categorías: Libros
Etiquetas: Contraluz, Inma Chacón, Los optimistas, Los silencios de Hugo, Luis Pardo, Rebecca Makkai, SIDA