Afirmaba otro Víctor, el escritor francés Víctor Hugo, que “la melancolía es la felicidad de estar triste”. De esa idea beben los textos de Colden –entrañables, porque sentidos y escritos están desde muy dentro– que vuelven a demostrar que melancolía y memoria viajan de la mano. Sin el recuerdo de lo que pasó o nos falta; sin la evocación de lo ido o de lo que al menos en parte se difuminó entre la niebla de los días, la melancolía pierde vida.
Y vida, mucha vida, tiene aquello sobre lo que el autor divaga, ya sea la niebla o el frío; la lengua y la belleza; los amigos perdidos; los libros cómplices; las ciudades queridas; la música que sigue girando desde un pasado irremediablemente pasado; los platónicos amores y la amargura y los temores y esa felicidad sobre la que, melancólica, gravita la tristeza.
Como el propio escritor recoge, Gazeta de la melancolía incluye relatos y divagaciones líricas; estampas, confidencias y enumeraciones; diálogos más o menos reales y alguna que otra mixtificación bienhumorada. Hablando siempre en voz baja, Colden nos invita a visitar su mundo y al hacerlo de un modo tan sentido y humano logra que vivamos como nuestra cada una de sus reflexiones.
Así, en el texto Autorretrato de un escribidor confiesa: “Se dio cuenta hace ya tiempo Colden de andar por aquí sobre todo para producir prosa. Si buena, mala o peor esa prosa, eso ya es otra cosa. La cosa… es escribir (no tanto haber escrito)… Se aferrará a esa prosa. Para defenderse, pero también como arma ofensiva. Porque, lo quiera uno o no, siempre se escribe contra algo. ¿Contra qué escribe Colden? Contra la corriente del tiempo que pasa y contra el olvido. Contra el estruendo, el feísmo y la indiferencia. Contra todo lo que a veces parece conjurarse para evitar que escriba”.
Y en Ciudades de oro: “Hay mañanas así, mañanas en las que al abrir la ventana y respirar el primer aire fresco del día siente uno la incitación del viaje mezclada con una ensoñación de contornos difusos. Quizá la niebla se haya instalado en las calles, y lo que se perciba al inhalar sea su olor húmedo y sugestivo. El desasosiego vendrá mezclado con la melancolía, no sabe uno por qué. Será por la idea de irse lejos, de perderse más allá de las montañas o ir difuminándose en la niebla.
La pasión por las palabras encuentra eco en Volver a la lengua: “Según Barthes, hay un objeto para el escritor que está en relación constante con el placer: la lengua materna. Nunca falla cuando lo demás pierde sentido. Si ronda la melancolía, y el frío se agolpa fuera –noviembre es así– buscaré su calor reconfortante como el de una manta o una chaqueta de lana. Tal vez una palabra suya bastará para salvarme. ¿Qué palabra, y de quién? Cualquier palabra cabal de nuestra lengua”.
Y al referirse a España : “Visto desde el aire, mi país es una almazuela parda, verde, ocre y gris, más el fulgor blanco y añil de unas montañas al fondo. No llega hasta el avión el olor de la jara y el cantueso, pero me acompaña aquel poema de Gil-Albert: “Allí estaréis, en medio de los campos, / en los fríos picachos, en las dulces / colinas azulosas…”. Vuelvo a casa, vuelvo a… Pero ¿qué es España? (¿Y qué más da?). Yo creo que se elige, hasta cierto punto, el país en que uno vive. Mi país es esa rara España del ‘maravilloso silencio’ cervantino, que aún resiste. La del trabajo y el buen humor; el amor a los libros, los árboles, los animales. La España de la tolerancia y la pasión por la libertad”.
Y así se abren al lector setenta caminos de los que salimos melancólicamente reconfortados. Haciendo buena la cita de María Zambrano que abre el volumen: “Y un grano de verdad basta, a veces, para sostener una vida”.
¡Cuántas verdades. Cuánta vida en esta dulce Gazeta de la melancolía!