¿Qué era. Qué se sentía Eco? A ese interrogante que rueda por el mundo cuando yace, tibio todavía, el cuerpo que albergó a una mente prodigiosa, respondió él mismo en una de sus visitas a España: «Soy alguien que ha hecho de la curiosidad la razón de su existencia. Si al ser humano le restas la capacidad de descubrir, aprender y asombrarse, lo que queda es muy poca cosa».
Lo dijo en aquellas tardes de Madrid y San Lorenzo de El Escorial, cuando impartía su saber a unos oyentes que se sentían cada poco deslumbrados por alguno de sus comentarios, por una acotación, por una apreciación, por alguna cualquiera de aquellas puntualizaciones que, ante y sobre todo, abría horizontes nuevos al que escuchaba.
Absortos, sí, le escuchábamos saltando de uno a otro tema para contarnos que la información es uno de los ejes de todo, para convencernos de que, pese a todo, el periodismo tiene un lugar clave, para repetir que la salud de la información alberga una parte sustancial de la salud de una democracia.
Para, de inmediato, hacer una llamada a la humildad, un grito entre cuyos destinatarios se incluía: «A muchos periodistas les ocurre lo que a tantos políticos. Se creen, nos creemos, mucho más de lo que realmente somos».
Absortos, sí, cuando cuestionaba: «¿No estoy seguro de qué debe entenderse por cultura, pero sé que el desprecio por esa parcela del saber arruina a cualquier sociedad».
Absortos también cuando defendía el arte como una alternativa que dota al hombre de inmortalidad, «aunque la inmortalidad es otra de las grandes falacias».
Absortos, al fin, cuando intercalando alguna broma, hablaba de libros y de sexo, de cine y estética, de vinos, de internet, de historia y de la verdad, «ese concepto por el que muchos matan y mueren pero que conviene relativizar…».
Hablaba Umberto Eco. Escuchábamos absortos. Por fuerza y justicia su eco ha de ser largo; muy largo.