Siempre me he preguntado, por ejemplo, si los cineastas más veteranos, con suficiente prestigio para elegir ellos el punto final, se agobian pensando si merece la pena empañar lo hecho hasta la fecha sabiendo que lo habitual, pura estadística, es que a partir de una determinada edad lo mejor ya no esté por venir. ¿O sí? Ahí está John Huston para demostrar que se puede empezar muy en alto (El halcón maltés, 1941) y acabar en el mismo sitio si no más arriba (Los muertos, 1987). Tenía Huston más de ochenta años y los pulmones para el arrastre cuando cerró su filmografía haciendo cumbre con la ayuda de un cuento de James Joyce y un dispositivo que le suministraba el oxígeno que le faltaba.

Pasa también en la música. Las primeras canciones y álbumes que grabó Johnny Cash son gloria bendita de la canción popular estadounidense. Las últimas, las producidas por Rick Rubin para el sello American Recording y registradas prácticamente a contrarreloj, lo son igual o más. Entre unas y otras casi medio siglo.

Digámoslo también: entre medias hay mucha cosa irrelevante, tanto en el caso de Huston (el mismo ser humano que nos regala La jungla de asfalto, La reina de África, Fat City o El hombre que pudo reinar perpetra sin piedad El bárbaro y la geisha, Las raíces del viento, La Biblia o Phobia) como en el de Cash, que habría dado lo que no tiene por eliminar buena parte de su discografía de los ochenta, pero ambos dejaron claro que el crepúsculo puede ser una fase declinante en algunos asuntos pero no para ellos en lo que mejor sabían hacer: contar historias con una cámara o una guitarra de palo y hacerlo, literalmente, hasta el último día.

La singularidad extrema en esto de decir adiós a lo grande la estamos viendo estos días con el futbolista alemán del Real Madrid Toni Kroos, ejemplo inmejorable de deportista dispuesto a no experimentar los sinsabores de la decadencia por bien pagada que esté en países más o menos remotos. Pero hay algo aún más difícil: marcharse a la edad de jugar con los nietos, hacerlo mordido por una enfermedad incurable y convertir la despedida en una obra de arte, una operación ésta a la altura del talento de un elegido. Ese es David Bowie, cuya última performance (los tiempos, los vídeos, la puesta en escena…) es tan inolvidable como el motor de todo ello, el disco Blackstar

Por no salir de los más grandes del ámbito musical, lo normal a partir de una determinada edad es facturar pero sin perder la dignidad, saciar el deseo inagotable de seguir haciendo música compensando el desgaste con más sentimiento. Es lo que el director de The New Yorker, David Remnick (New Jersey, 1958), ha llamado Sostener la nota, su último libro de perfiles que incluye a leyendas del rock (Keith Richards, Paul McCartney, Bruce Springteen), el blues (Buddy Guy), el soul (Aretha Franklin, Mavis Staples) o la ópera (Luciano Pavarotti).

No hay sorpresa: los retratos de todos ellos -más Bob Dylan, Leonard Cohen o Patti Smith- son impecables, como nos tiene acostumbrados su autor, especialmente cuando el reportero ha podido pasar tiempo suficiente con el creador y su entorno. De interés para cualquier periodista de cualquier edad incluso aunque te traigan sin cuidado los músicos incluidos.

El libro empieza precisamente con un Cohen propenso a la depresión y superdotado para la seducción, y es buen ejemplo de artista anciano capaz de entregar buenos discos cuando apenas le quedan fuerzas. Dicho esto, de la mayoría de los nombres que Remnick aborda (porque algunos están muertos) no se puede decir que podamos esperar, por mucho que alguno de ellos se esfuerce por evolucionar y no vivir de las rentas, nada de la calidad que desbordan los surcos del Born to Run, Exile on Main Street, Horses o Blonde on Blonde. Son todas obras maestras salidas de un talento veinteañero sin que eso no signifique que cualquier novedad que venga de ellos debe merecer nuestra atención. Lo dice Remnick de Dylan pero para vale para todos: “A su manera nos recuerda a Verdi, a Monet, a Yeats, a O’Keffe: es un verdadero monstruo de longevidad creativa”.

Y escribo esto mientras escucho Promises (2021), uno de los discos más hermosos y singulares de los últimos años, un trabajo cuyo género no sabría definir y que marida, en estado de gracia, jazz, electrónica y música clásica, y lleva la firma de un señor que entonces tenía más de ochenta años: Pharoah Sanders, junto con el productor y DJ Floating Points (Sam Shepherd). Sanders murió poco después pero le dio tiempo a saber que se iba con un sobresaliente.

El ensayista inglés Geoff Dyer (Gloucestershire, 1958) vivió en tiempos de pandemia bastante obsesionado con los finales y quiso quitarse la obsesión de encima escribiendo sobre Los últimos días de Roger Federer, y los de Nietzsche y de Turner y de Beethoven y de Coltrane y de otros artistas que juegan en una liga parecida. Porque a Dyer no le interesa tanto dar cuenta de grandes creadores que se despiden por todo lo alto como de aquellos que deciden irse arriesgando de verdad, tratando de llegar donde nadie ha llegado antes, como buscando el aplauso de generaciones no nacidas. Y no es tanto la última fase de los que se fueron demasiado pronto (Basquiat, Emily Brontë, Egon Schiele, Franz Schubert…) como indagar en el periodo tardío de los que tuvieron más tiempo para dejar la obra deseada. Lo explica bien cuando cita a Theodor Adorno para celebrar las últimas composiciones de Beethoven. “La idea estereotipada del estilo tardío de Beethoven, según Adorno, es que irrumpió en un reino de expresión pura, libre de convenciones. En las obras tardías, la personalidad del artista ‘rompe la envoltura de la forma para expresarse mejor’”.

Romper la envoltura de la forma y hacerlo además cerca del punto final. ¿No es ese el caso de A Love Supreme de John Coltrane, de los cuartetos de cuerda 13, 14, 15 y 16 de Beethoven o del cuadro Lluvia, vapor y velocidad de William Turner? ¿Y escritores? ¿Por qué cuesta encontrar novelistas o poetas ancianos que avancen el futuro de esa manera? La escritora Rachel Cusk tiene una teoría: “Creo que con la edad se puede empezar a perder la capacidad lingüística. La obra tardía de los artistas visuales es como un huevo que se abre para revelar el verdadero yo visionario. Y eso no puede pasar en el lenguaje, porque con la edad el lenguaje te traiciona. El lenguaje muestra la edad que tienes”.


Sostener la nota

David Remnick

Traductor: Juan Rabasseda Gascón / Teófilo de Lozoya

Editorial Debate

336 páginas

22,71 euros

Los últimos días de Roger Federer y otros finales

Geoff Dyer

Traductor: Damián Alou Ramis

Editorial Random House

344 páginas

19,85 euros