Top Ten manías
El gran Georges Simenon (1903-1989) escribió más de doscientas novelas y no pocas de ellas son formidables. El tipo que se inventó al inspector Maigret tenía por costumbre pesarse antes y después de escribir una de sus historias. Tardaba una semana en acabar uno de sus libros y había estimado que el esfuerzo le suponía un litro y medio de sudor. Por cierto, presumía también de haberse acostado con 10.000 mujeres. No consta, en cambio, que calculara el impacto que tantas relaciones carnales tuvo en su peso corporal.
Algunas manías tienen un fuerte componente supersticioso. Truman Capote (1924-1984) no podía comenzar ni terminar nada un viernes. En cierto modo, no es difícil imaginar al autor de A sangre fría y Música para camaleones dedicando ese día a hacer cualquier cosa menos escribir para evitar concluir algo. Sin salir de Nueva York, sabemos que Woody Allen tiene por norma romper la rutina para no estancarse y lo hace cambiando de cuarto o duchándose varias veces al día. En esta misma línea de esmerado aseo hay que situar a Sigmund Freud (1856-1939), que no podía ponerse a trabajar si antes no había recibido la visita del barbero, así que éste debía madrugar lo suyo porque el padre del psicoanálisis solía empezar su jornada a las ocho de la mañana.
Lo de tener que hacer algo un poco especial antes de poder ponerse manos a la obra parece que es bastante común entre los artistas. El compositor Piotr Chaikovski (1840-1893) necesitaba leer algún pasaje de la biblia, la escritora Jane Austen (1775-1817) tenía que tocar alguna pieza al piano y el autor de las divertidas historias de Jeeves, P. G. Wodehouse (1881-1975) hacía ejercicios de calistenia, ese sistema de entrenamiento que solo requiere de nuestro propio peso para desarrollar músculo. A Charles Darwin (1809-1882), en cambio, le costaba no tanto empezar sino ponerse a descansar: le era imposible si recordaba haberse dejado sin contestar alguna carta.
Dos grandes raritos fueron Thomas Wolfe (1900-1938), que escribía de pie y utilizaba la parte de arriba del refrigerador como escritorio, y el dramaturgo alemán Friedrich Schiller (1759-1805) que escondía en su cuarto un cajón lleno de manzanas podridas porque ese olor putrefacto le animaba a escribir. En comparación, lo de Marcel Proust (1907-1973) apenas llama la atención: seguía una dieta que prácticamente no iba más allá de croissants y cuencos de café con leche.
Para todos los gustos
Hay grandes madrugadores y luego está Honoré de Balzac (1799-1850). El autor de Papa Goriot cenaba por la tarde para acostarse pronto y empezar a escribir a partir de la una de la mañana. Le sigue de cerca Haruki Murakami. El eterno candidato al Nobel de Literatura suele amanecer a las cuatro de la mañana para trabajar cinco horas seguidas y que le dé tiempo después a correr, nadar, escuchar música y leer. A las cinco de la mañana también estaban arriba Oliver Sacks (1933-2015) e Isaac Asimov (1920-1992), en el caso de este último con el mérito añadido de hacerlo todos los días.
En el polo opuesto, no sorprende mucho que nos encontremos a Scott Fitzgerald (1896-1940) Durante una época el autor de El gran Gatsby se despertaba a las once pero no empezaba a escribir hasta las cinco de la tarde para trabajar de forma intermitente hasta pasadas las tres de la madrugada.
Del café a la ayuda química
Entre los maniáticos del café, lugar de honor para Balzac y sus cincuenta tazas diarias y también para Beethoven (1770-1827) que se lo preparaba el genial compositor para asegurarse de utilizar sesenta granos por taza, ni uno más ni uno menos. El chocolate era el combustible filosófico de Voltaire (1694-1778) y la Coca Cola Light el de Anne –Entrevista con el vampiro– Rice. En el capítulo del tabaco, la palma se la lleva Franz Liszt (1811-1886). El creador de las Rapsodias húngaras solo se quitaba el cigarro de la boca para comer y dormir.
Si hablamos ya de consumo de anfetaminas asociadas al trabajo, hay que citar entre sus usuarios al poeta W. H. Auden (1907-1973) y al novelista Graham Greene (1904-1991). Mezcladas con aspirina las tomaba Jean Paul Sartre (1905-1980) pero como si fueran chicles: en lugar de uno o dos comprimidos al día, el autor de La náusea masticaba hasta una veintena mientras trabajaba.