El primero es de Joaquín Reyes, de su libro Realidad a la piedra (2013). El segundo es de Tono y protagonizó la portada del primer número –8 de junio de 1941– de La Codorniz. Entre ambas ocurrencias hay más de setenta años y al mismo tiempo en las dos hay un gusto similar por el absurdo, que es rasgo definitorio del mejor humor español desde las greguerías de Ramón Gómez de la Serna (“el musgo es el peluquín de las piedras”, por seguir con el tema mineral) a los pasotes de Miguel Noguera, en realidad un maestro absoluto del género.
Humor absurdo. Una constelación del disparate en España fue primero exposición y ahora es el libro que nos permite comprobar cómo el absurdo impregna las prácticas humorísticas en casi cualquier formato –prensa, literatura, cómic, el collage, pintura, cine, televisión, radio, internet…– desde los años veinte a la actualidad. Un esfuerzo encomiable liderado por Mery Cuesta, comisaria de la muestra y principal autora de este retrato de una tradición humorística que sigue viva con multitud de influencias y conexiones intergeneracionales entre autores, dibujantes y cineastas que hicieron y hacen de la falta de lógica con finalidad hilarante su mejor seña de identidad. De los Disparates de Goya a los últimos trabajos de la generación que se hizo popular con La Hora Chanante, hay en estas páginas un repaso profusamente ilustrado con colaboraciones complementarias y monográficas de Luis E. Parés (cine), Gloria G. Durán (mujer y vanguardias), Gerardo Vilches (humor gráfico) y Desirée de Fez (internet).
Como quiera que el humor absurdo no es puro sino todo lo contrario, encontramos variaciones destacables en la parodia (si aún no has visto la versión cinematográfica de la obra de teatro La Venganza de Don Mendo, deja de leer esto y búscala) o el costumbrismo más loco, mención especial a la cosa rural con los paletos de Gila, todos los habitantes del pueblo de Amanece que no es poco o la impagable galería de personajes de El Milagro de P. Tinto.
Tendemos a celebrar los mejores hallazgos del humor absurdo utilizando en su definición el término surrealista. Quién sabe si la explicación a esto no es otra que la nacionalidad española de Salvador Dalí: el artista, referente de aquel movimiento, que no desaprovechó nunca una cámara de televisión a tiro para hacer cosas ridículas, ilógicas y excesivas pero siempre con innegable comicidad para solaz de un país cuyo número de transgresores en la pequeña pantalla franquista se podían contar casi casi con los dedos de un muñón. Para muestra un botón. Dalí en el NO-DO de 1968 emulando, si eso no fuera imposible, al Chiquito de la Calzada de los noventa y diciendo cosas tan sensatas como ésta: “Aquí Dalí: aquí estoy porque he venido, y aquí Port Lligat, porque donde llega Dalí llega instantáneamente Port Lligat. Dalí arriba a Port Lligat et Port Lligat est ici absolument un delire de papillon, you know, in English, thist means everybody knows in the nom of Dalí ¡Array!”. Ahí lo deja.
Precisamente al citado Chiquito lo define Cuesta como “el triunfo del absurdo sobre todas las convenciones”. Pero, ya se ha dicho, nos gusta más recrearnos en la palabra surrealista y es la que utilizamos cuando recordamos a Pedro Reyes, Tip y Coll o Faemino y Cansado, que fueron muy hábiles a la hora de valerse de procedimientos del pasado para, en palabras de Mery Cuesta, “crear una atmósfera hilarante y absurda” y trasladarnos a “un mundo personal, a un universo único” que es de ellos y solo de ellos.
La Codorniz y el cine
El humor absurdo, ése que crece a la sombra de las vanguardias, que rompe la lógica de manera deliberada y nos invita a olvidarnos por un rato de la realidad provocando la sonrisa, tiene su primera gran supernova con la irrupción de La Codorniz, algo más que la revista de humor más relevante del franquismo y la más longeva (1941-1978) hasta 2013, momento en que la superó El Jueves.
Con La Codorniz. De la revista a la pantalla (y viceversa) los historiadores Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo se han propuesto que los lectores tomemos conciencia de que aquella publicación mítica –“la revista más audaz para el lector más inteligente” era su lema– fue bastante más que el refugio común de los autores de la Otra Generación del 27 (Miguel Mihura, Enrique Jardiel Poncela, Tono, José López Rubio…) o la primera escuela para algunos nombres mayores del humorismo gráfico patrio (Gila, Mingote, Enrique Herreros, Chumy Chúmez, Forges…). Aquel semanario fue para algunos de los citados y para otros, como Rafael Azcona, Edgar Neville, Manuel Summers, los hermanos Ozores o Francisco Regueiro, el primer campo de pruebas creativas antes de saltar al mundo del celuloide y escribir guiones, diseñar carteles y, claro está, dirigir películas que en no pocos casos forman parte del mejor cine español.
Curiosamente el más puro humor codornicista (¿o es codornicesco?), aquel que tanto éxito tenía en los kioskos, fracasó cuando se adaptó para la gran pantalla, caso de cintas como Un bigote para dos, Intriga o la comedia de 1945 Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, basada en una obra de Mihura y Tono.
Ese humor nuevo había empezado a aflorar, en verdad, veinte años antes de la mano de revistas como Buen Humor y Gutiérrez. El trabajo de Aguilar y Cabrerizo describe al detalle esos antecedentes, las inspiraciones foráneas (italianas y neoyorquinas), la identidad de los padres putativos de la iniciativa (Ramón Gómez de la Serna, Wenceslao Fernández Flórez, Julio Camba), la competencia puntual que promovieron hombres de la casa (el Hermano Lobo de Chumy Chúmez, el Don José de Mingote), su evolución y el sello que fueron imprimiendo sus directores (Mihura primero, Álvaro de Laiglesia después abriéndose a humores cada vez más variados), pero todo ello siempre sin perder nunca de vista el objetivo cinematográfico. De ahí que nos cuenten la línea editorial de los críticos de cine de la revista, la creación de unos premios que no cuajaron o el impacto que la experiencia hollywoodense previa a la guerra civil tuvo en la primera hornada de colaboradores, los Jardiel, Neville, López Rubio, Tono.
Lo mejor del libro, escrito por dos especialistas que se las apañan con éxito para que conocimiento tan profundo de la materia no ensombrezca nunca el entusiasmo que la obra transpira, se localiza en el espacio dedicado a los actores y, especialmente, a algunos cineastas y la relación de su filmografía con La Codorniz. Es el caso de Edgar Neville y sus mejores cintas de los años cuarenta, los sainetes criminales La torre de los siete jorobados, Domingo de Carnaval y El crimen de la calle Bordadores.
El menú que cocinan los chefs de la revista para el cine también incluye parodias, astracanadas, comedias sofisticadas o de costumbres, como la deliciosa El último caballo por seguir citando películas excelentes de Neville. Los autores repasan la faceta cinematográfica de Forges, Mingote o Chumy Chúmez y nos recuerdan la grandeza –hoy bastante olvidada– del primer cine de Manuel Summers, la conexión codornicesca del primer Berlanga (el de Novio a la vista, por ejemplo) y, cómo no, los inicios en el semanario del guionista más famoso del cine español, Rafael Azcona.
Azcona es uno de los protagonistas de otro ensayo formidable recién llegado a las librerías que tiene al humor, en concreto a la comedia española e italiana de los años cincuenta y sesenta, como eje fundamental: las Luces de varietés de Manuela Partearroyo. Nadie como Azcona ha entregado tantos guiones importantes a directores de los dos países y por eso encarna a la perfección las conexiones, afinidades, influencias e incluso amistades entre talentos de ambas partes del Mediterráneo.
A nadie escapa que buena parte del mejor cine de Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem o Fernando Fernán Gómez se miró en el espejo italiano, en aquellas comedias en blanco y negro que sin renunciar nunca a provocar la risa mostraban el lado más amargo de la vida. Lo que apunta Partearroyo es que detrás de esa mirada deformada e irónica que gastaban Mario Monicelli (Rufufú) o Federico Fellini (Los inútiles), pudo, por esas cosas del azar, estar marcada por el acceso de Fellini a la obra del padre del esperpento español, Ramón María del Valle-Inclán. ¿Es posible? Es posible: un mediometraje de Roberto Rossellini titulado El milagro (1948) parte de un guión de Fellini que parece a su vez calcar el argumento de una obra de Valle, Flor de santidad (1904).
Coincidencia o no, lo cierto es que a partir de ese año y hasta mediados de los sesenta el cine italiano (que tanto marcara la comedia española) va deshaciéndose de lo que Partearroyo llama la “mirada urgente del neorrealismo” (Roma, ciudad abierta, Ladrón de bicicletas…) y evolucionando hacia un realismo condimentado con “toda una poética de la risa que se hiela en la boca”, de la carcajada que acaba por avergonzarnos. No hay más recordar el final de El verdugo berlanguiano para entender a qué nos referimos.
Lo grotesco es ese condimento que, rondando siempre “lo excesivo, lo estrafalario, lo bufonesco, lo ridículo”, nos hace ver la realidad de una forma alterada y cómica y que parece esconder la huella de Valle Inclán primero y la de los primeros autores de La Codorniz después. Es un acento que claramente comparten unas cuantas y geniales historias, de raíz popular y sin maniqueísmos que valgan, escritas por Azcona, Pedro Beltrán o Ennio Flaiano para Marco Ferreri, Berlanga, Fernán Gómez o Fellini. Es un tono cada vez más oscuro que, en España en concreto, se acerca al negro definitivamente en esa trilogía de obras maestras que forman El verdugo, El cochecito y El extraño viaje.
En definitiva, el humor, al menos el español, al menos el de calidad y especialmente el cinematográfico, sí tiene hoy quien le escriba para analizarlo, recordarlo y celebrarlo como merece.
La Codorniz
Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo
Editorial Cátedra / Filmoteca Española
624 páginas
25 euros
Humor absurdo
Mery Cuesta
Editorial Astiberri / Centro de Arte Dos de Mayo de la Comunidad de Madrid
296 páginas
24 euros
Luces de Varietés
Manuela Partearroyo
Editorial La Uña Rota
256 páginas
18 euros