Lo compré cuando salió no porque lo esperara –tardaría en saber que estos diarios habían tenido una edición previa en PreTextos– ni por aprovechar que no costaba ni mil pesetas, 950 para ser más precisos, sino porque me ganaron esos dos o tres detalles que uno tiene en cuenta cuando no busca nada concreto y ha salido a mirar novedades. Así, con el gato entre las manos, me gustó que si acertaba en mi elección, me esperaban otros cinco libros de una serie que llevaba y lleva por título Salón de pasos perdidos y que a día de hoy suma 24 tomos. Me gustó que en la contracubierta me avisaran de que ahí dentro no iba a encontrar mujeres desnudas y muertas en sórdidos hoteles ni interesantes disertaciones gastronómicas, sino “paginas arrancadas a una vida que la vida misma ha arrojado al suelo de tu ciudad”. Me gustaron las primeras líneas del prólogo (“Esta mañana tenía el Rastro esa grandeza de los días de invierno”) y seguramente me gustó alguna frase suelta pillada al azar, quizá ésta: “Si Cervantes viviese, el primer Premio Cervantes se lo llevaría Lope de Vega”. Me gustó que el autor empezara el diario anunciando que quería escribir una novela y que ya lo hiciera con ese humor marca de la casa: “Me gustaría ponerme a escribirla esta misma mañana y tenerla lista para la hora de comer. La tarde la dedicaría a hacer algún retoque de estilo, algunos detalles, cosa de poco. A la hora de la cena la tendría lista para el editor (…) Voy a escribir ahora mismo una novela. Tampoco una obra maestra. Cuando se sueña conviene ser modestos”. Me gustaron, claro, las tres o cuatro sentencias que pesqué al hojear mi inminente adquisición, como esa de “decimos sinsabores, y son bien amargos”. Y me gustó y me sigue gustando ese juego de espejos tan habitual en sus páginas donde hay crítica a la crítica de libros, obituarios a partir de los obituarios que lee en prensa, ideas sobre los diarios en un diario e incluso aforismos sobre aforismos como éste: “Cuando es bueno, un aforismo es la punta de iceberg; cuando es malo no es nada”.
Desde aquella fecha cercana a las navidades de 1998 hasta hoy fue cayendo el resto de tomos pero, ya se ha dicho, todo empezó con aquel primer ejemplar tan económico, tan poca cosa. Luego he leído al propio Trapiello decir más de una vez que los libros que nos cambian la vida los hemos leído en ediciones baratas. Y podía haberlo descubierto en cualquiera de los del Salón porque todas sus puertas de acceso son válidas pero fue la primera, la de El gato encerrado. Fue allí fue donde descubrí al hermano de hipocondrias, al humorista impagable, al retratista superdotado (para elevar y, sí, también para destruir), al entendido en arte con poca paciencia para tonterías, al paseante admirable dentro y fuera de Madrid, dentro y fuera de España…
Descubrí que rutinario podía ser un adjetivo hermoso en sus manos, que las rutinas (El Rastro, Las Viñas, las conferencias por España, las horas en librerías de viejo, las visitas a la casa de los padres, las escenas familiares, los paseos, los personajes recurrentes, los encuentros casuales y los previstos, las amistades gozosas y las hostilidades, el recuerdo a los maestros…), que las rutinas, decía, de cada año no solo no molestaban sino que eran pieza clave del encanto porque se beneficiaban de una mirada especial, del tono adecuado, de un dominio del idioma que no te hace saber nunca mientras le lees que el autor tiene ese superpoder. Cuando una vez escuché a Javier Cercas afirmar que detestaba a los autores que te hacen pagar en cada frase el esfuerzo que les ha costado escribirla, me acordé en primer lugar de Trapiello como ejemplo inmejorable de lo contrario. Ya dice él mismo que cuando en el piropo al escritor se pondera la condición de prosista o estilista es que no te pueden decir nada mejor, pero esa naturalidad frente al artificio es rasgo esencial del estilo de los diarios; y es así sin excepción: da igual si del Salón se apodera la crónica, la glosa, el perfil, la crítica, el ensayo breve, el poema en prosa o el cuento.
El año que viene algún chaval reparará en la nueva edición de El gato encerrado que como el resto de la serie irá publicando Alianza. Es posible, si se informa un poco, que le abrume un plan de viaje tan ambicioso antes de echarse a andar. Tienen el chaval o la chavala y los que no podrán ya ser chavales y que aún no han pisado el Salón la oportunidad de descubrir sus esencias básicas, su cadencia y su espíritu general en Fractal, selección de momentos de los veinte primeros libros. Seguramente sea la antología una infracción más de las muchas (que si las X, que si la falta de fechas…) que algunos puristas del género de los diarios le han afeado a su autor y que felizmente él siempre ha pasado por alto.
El odioso yo es el título del primer capítulo de El escritor de diarios, el ensayo en el que Trapiello se preguntaba y respondía a las tres cuestiones básicas sobre este tipo de obras: por qué escribir un diario (“escribimos un diario porque no somos personas enteramente felices”, estamos demasiado solos y en algún sitio hay que facilitar el desahogo), para qué escribirlo (por ejemplo, “para fabricarse un lugar físico donde poder quedarse, algo que lo haga real a él como persona precisamente porque todas las anomalías de su naturaleza y sus afectos tienden a diluirle en el medio, a hacerle desaparecer”) y para quién escribirlo, que siempre será para alguien más que para uno mismo porque incluso uno mismo es alguien diferente al cabo del tiempo. El “yo es odioso” es frase de Pascal y, de entrada, es imposible no estar de acuerdo con él. Amarse a sí mismo siempre es cargante y quien escribe un diario, con vistas a publicarlo, debe saber hacerse perdonar semejante exhibición. Si a los lectores nos cuentan una verdad íntima por pequeña sea y nos la cuentan con talento el yo podrá ser más o menos odioso, más o menos afectado, pero no será un problema para seguirle seducido allí donde nos lleve, como lo hace Serezade narrando las historias de Las mil y una noches, como lo hacen las grandes novelas, como lo hace Andrés Trapiello en el Salón de pasos perdidos, como lo hizo conmigo hace un cuarto de siglo.
Fractal del Salón de pasos perdidos. Andrés Trapiello. Editorial Alianza. 816 páginas. 28 euros