Mi tía se llama Nuria y desde niña sufre mucho de la vista. Aun así trabajó durante décadas fomentando el amor por la lectura en hombres y mujeres, chicos y chicas a los que no conocía, pero cuya mirada no tardó en aprender a leer, a identificar y a descifrar. Ella decía –y a veces dice todavía– que “repartía refugio”, y se emociona al recordarlo. La he oído también confesar, en algunos momentos de nuestra historia común que no fueron fáciles y que vivimos juntos: “decidí ser bibliotecaria porque así me aseguraba de que, por muy mal que nos fueran las cosas, aunque faltara el agua caliente o la calefacción, siempre tendríamos un libro en casa”.

Ahora, quince años después de su jubilación, soy yo quien le recomienda lecturas. Leemos un libro a la vez y nos juntamos cada quince días a comer y a comentar lo leído, en lo que hemos bautizado como “El club de las 2”, porque intentamos en lo posible que coincida con el día 2 de cada mes a las 2 y porque somos dos almas lectoras que no tienen freno. Durante estos años de club, ella me ha contado cosas, muchas cosas de su vida en la biblioteca, y, desde que la oigo hablar como lo hace sobre su amor por esa vocación que no decrece a pesar del tiempo, no puedo dejar de maravillarme y de preguntarme cómo definiría yo a una bibliotecaria –o a un bibliotecario– llegado el caso.

Hasta hace unos meses no di con la respuesta.

Fue a raíz de la publicación de Un hijo, durante una charla en un centro de enseñanza de una capital andaluza. Y fue precisamente gracias a un niño de diez años que, junto con otros 100, había leído la novela y quería conocer a su autor. Por motivos de espacio, el acto tuvo lugar en la biblioteca del centro, con un par de profesoras y la encargada de la biblioteca. La charla fue muy intensa, mucho más de lo que yo esperaba, y se alargó. Cuando por fin llegamos al final del turno de preguntas, un niño que estaba sentado en la primera fila levantó la mano.

-A mí lo que más me ha gustado del libro es María –dijo, refiriéndose a la orientadora del centro que es, junto con el pequeño Guille, la protagonista del libro.

Quise saber por qué. El niño, llamado Ismael, se rió un poco y luego, mirando a una de las tres mujeres que estaban junto a la puerta, dijo:

-Porque es igual que la seño Lourdes. -Una de las tres mujeres que estaban junto a la puerta se encogió un poco y negó con la cabeza, incapaz de reprimir una sonrisa. Ismael no había terminado-. Vive en la biblioteca porque si no los libros a lo mejor se van. O se mueren.

Se hizo el silencio en la biblioteca. Nadie se rió. Nadie dijo nada. Fueron segundos llenos de respiraciones contenidas, de tensión y de infancia.

-Es que es bibliotecaria –volvió a hablar Ismael. Y al ver que yo lo miraba sin saber qué decir, debió de entender que necesitaba explicarse mejor, y añadió–: O sea, como Mary Poppins, pero sin alas.

Hoy es un día especial. Celebramos el Día de las Bibliotecas y celebramos también que cientos, miles de Mary Poppins sin alas velan por los libros que las habitan para que no se mueran ni se vayan e Ismael siga creyendo que la vida está en los libros y su reflejo fuera. Hoy es el día en que, un año más, la magia se renueva y todas las bibliotecarias y bibliotecarios del mundo se saludan con una mirada cómplice y un largo, hermoso y tierno:

“Supercalifragilísticoespialidoso”

  • Alejandro Palomas es el autor del pregón del Día de la Biblioteca 2017.