Afortunadamente, la profesora Caballé, responsable en la Universidad de Barcelona de su Unidad de Estudios Biográficos, no ha escrito una obra académica, de ésas de interés casi exclusivo para especialistas, sino más bien un diccionario de autor, un recorrido crítico por algunos de los mejores diarios, de la más variada naturaleza, escritos en este país; un viaje por conocidos y desconocidos cuadernos de bitácora sobre los que deja entrever sus filias y sus fobias, pero siempre desde el sólido conocimiento que proporciona llevar más de treinta años estudiando la escritura autobiográfica.
Como subgénero literario, el diario escrito en español no ha gozado hasta hace relativamente poco del prestigio que en cambio vienen disfrutando desde hace mucho los autores de fuera cuando se publican aquí, sean ingleses, alemanes, franceses, rusos o norteamericanos; y ahora que parece cuajar lo nuestro es posible que estemos asistiendo, con el nuevo siglo, a la progresiva desaparición del diario tradicional, debido, en buena medida, a dos fenómenos recientes: el auge del diario pensado ya desde el principio para su publicación (hasta el siglo XIX el diarismo no estuvo vinculado a la edición y su objetivo nunca ha sido ni la impresión ni mucho menos la posteridad), y, sobre todo, a la irrupción del blog como diario online.
Pequeñas piezas de arte
Caballé, que dedica una entrada de su diccionario al Cuaderno como elemento físico –“en muchos casos pequeñas piezas de arte, sin pretenderlo, de un inmenso valor documental”–, se ve al mismo tiempo obligada a ceder espacio a lo etéreo, al diario íntimo que ya circula por la red de redes. Cuando habla del Blog subraya dos diferencias básicas respecto al diario clásico: la lectura inmediata y la interacción. Interacción que puede marcar claramente la escritura a diferencia de aquel otro que está escrito para pasar por la imprenta. Un ejemplo de esto, no consignado en el libro de Caballé, podría ser el caso del novelista Antonio Muñoz Molina, que escribe desde hace años un diario personal en su página web y en el que no pocas entradas están condicionadas por comentarios previos.
Esté o no mutando el modo en que se escriben diarios en España, no cree la autora de Pasé la mañana escribiendo que haya mucho que transformar o derribar al no haber tampoco una verdadera tradición con la excepción de Josep Pla, probablemente el gran referente del diarismo en España y verdadera influencia para muchos de los autores incluidos en el libro, como Dionisio Ridruejo, que tradujo el Quadern gris al español, Carlos Barral, Andrés Trapiello o Miguel Sánchez Ostiz.
Colón y los ilustrados
La mayoría de autores incluidos en el diccionario de Caballé escribieron el grueso de su obra el siglo pasado, pero también hay espacio para autores de diarios, fundamentalmente espirituales y de viaje, de los siglos XVI y XVII. Entre los segundos figura uno fascinante, uno de los varios que escribió Cristóbal Colón desde que zarpara del puerto de Palos un 3 de agosto de 1492, cumpliendo así una promesa hecha a los Reyes Católicos: la de ir dejando por escrito, día a día, las dificultades que fue encontrando a lo largo de la navegación.
Resultan especialmente interesantes las páginas dedicadas a personalidades vinculadas a la Ilustración, como Leandro Fernández de Moratín, “raro ejemplo en el seno del diarismo hispánico de desinhibición a la hora de hacer el cómputo de sus conquistas femeninas”, o Gaspar Melchor de Jovellanos, en cuyos escritos un día podía criticar a la corte centralista desde su vida provinciana y otro dar cuenta de su insomnio, su tos persistente o sus desarreglos intestinales.
De reyes y presidentes
Quién sabe si el actual monarca, el rey Felipe VI, ha llevado o lleva un diario en el que va poniendo negro sobre blanco sus experiencias como jefe de Estado o como marido y padre de familia o como ambas cosas a la vez. Lo que sí sabemos por el libro de la profesora Caballé es que tanto Alfonso XII como Alfonso XIII llevaron los suyos; del primero se conserva un diario de caza en el que también da cuenta del matrimonio con su prima. El segundo rellenó dos libretas. Su primera anotación –tenía entonces 14 años– es del 15 de abril de 1900 y en ella cuenta que su madre le ha regalado un huevo de pascua.
Pero entre los que mandan y van además al diario a contarlo, el gran clásico de nuestras letras es Manuel Azaña. El que fuera presidente de la Segunda República Española estrenó su cuaderno con 31 años y no dejó de acudir a ellos hasta poco antes de morir. Sus diarios son además de los pocos redactados durante la guerra civil que han quedado. Otro ejemplo extraordinario sería el de Carlos Morla Lynch, España sufre: diario de guerra en el Madrid republicano, rescatado hace siete años por la editorial Renacimiento.
Ellos y ellas
En el diccionario de Caballé predominan los varones, lo cual no significa que escriban más. De hecho, en una entrevista reciente y dentro de un imprescindible número especial dedicado a los diarios en la revista Letras Libres, la experta catalana afirmaba que ellos publican más pero que ellas escriben en mayor medida. “La mujer siente una particular atracción por aquellas formas de la cultura que son más próximas a la experiencia humana (…) las mujeres son y han sido mucho más proclives a escribir un diario, y también a interesarse por los ajenos”.
Y si como dice la autora, “la lectura de un diario es como ver al trasluz la consistencia de una vida humana”, es lógico que dedique páginas a explicar conceptos como Sinceridad (“en un diario no cabe hablar de verdad”, sino de la capacidad del diarista para “expresarse sin un fingimiento que resulte apreciable y molesto para el lector”), Terapia (esa escritura que busca la distancia necesaria para “sentirte dueño de las situaciones que parecen ingobernables”), Hábito (con “sus rituales, sus lugares ideales y sus objetos fetiches”) o Enfermedad (cuando hay un “encierro prolongado, escribir un diario es una forma de retomar la comunicación con el mundo”).
Pero lo mejor del libro de Caballé, que ejerce la crítica en el suplemento cultural del diario ABC, es su habilidad para abrirnos el apetito: dan ganas de leer y releer muchos de los diarios comentados. Sucede, sin duda alguna, tras leer las páginas dedicadas a Salvador Dalí, pero también pasa con las consagradas a Jaime Gil de Biedma, Rosa Chacel, Dionisio Ridruejo, Andrés Trapiello, Ignacio Gómez de Liaño, Carlos Edmundo de Ory, Gonzalo Torrente Ballester o Francisco Umbral. Unos cultivaron más la poesía, el ensayo o la novela, pero en todos los casos se manifestaron –y algunos aún se manifiestan– afectados además por el bendito de vicio de contarse y contarnos su vida día a día.