Areopagítica
[1]Milton ha pasado a la historia como el gran poeta que escribió El paraíso perdido y como el autor de la primera defensa moderna de la libertad de prensa. En su Areopagítica defendió que «matar a un hombre es destruir una criatura razonable; ahogar un libro es destruir a la razón misma». En el mismo texto reclamó: «Denme la libertad para saber, pensar, creer y actual libremente de acuerdo con la conciencia sobre todas las demás libertades». La obra, publicada en 1644, no consiguió la derogación de las medidas coercitivas sobre prensa e imprenta. Al contrario, el Parlamento multiplicó los controles.
Todavía en 1693, John Locke clamaba ante la Cámara de los Lores: «No sé por qué un hombre no debería tener la libertad de imprimir todo aquello que él quisiera decir; y ser responsable de sus escritos, como lo es de sus palabras, si transgrede la ley. Pero amordazar a un hombre, por el peligro de que sea herético o sedicioso, no tiene otro fundamento que si le encadenáramos por miedo a que, con las manos libres, pudiera usar la violencia; y deberíamos encarcelar a todos aquellos que supusiéramos capaces de cometer un delito de alta traición o un crimen».
Hermoso e inspirado discurso el de Locke, pero no conmovió ni una fibra del corazón de los lores. El argumento definitivo, el que los convenció de que debían acabar con la censura previa fue otro un poco más prosaico: los impresores holandeses, que comercializaban clandestinamente gacetas libres, no censuradas, estaban dañando el negocio de los editores locales.
Suele olvidarse este origen tan poco glorioso del reconocimiento legal de la libertad de prensa; suele olvidarse que los regímenes liberales borraron de las disposiciones legales la evidencia absolutista de la censura previa con la convicción -también absolutista- que proporcionan los intereses económicos. Por otra parte, eso no significó, ni mucho menos, que renunciasen a establecer otros métodos de control de lo publicado. Se descartaron, en efecto, las estrategias más ortopédicas y aparatosas; a cambio, se inventaron otras más sutiles, pero igualmente eficaces para la coerción. Así, por ejemplo, se establecieron elevadas fianzas como requisito imprescindible para la fundación de un diario. Aquellas medidas de inofensiva apariencia fiscal eran, en realidad, restricciones de carácter político, la solución que encontraron los sistemas liberales para seguir controlando la letra impresa. Lo denunció Larra: la libertad se cobraba «muy cara, como bocado delicado que es».
[2]El 20 de marzo de 2003, el Gobierno cubano desató una feroz campaña de detenciones que terminó con la condena a prisión de 75 ciudadanos. Entre ellos, el periodista y poeta Raúl Rivero, que fue acusado de «actos contra la integridad territorial del Estado» por su denuncia sistemática, desde la prensa independiente, de los estragos y el inmovilismo del régimen castrista. Cuando Rivero todavía estaba en prisión, la editorial Península publicó Sin pan y sin palabras, una antología de algunos de sus textos periodísticos. En el prólogo al libro, Eliseo Alberto escribió: «Sí, eres culpable, Gordo. Lo siento. Sabes que te quiero. Entiéndelo. Culpable de tu imprudencia, de tu audacia, hermano, culpable de no haber sentido miedo al decir o redactar o defender lo que piensas sobre lo que sucede cada día en los callejones sin salida de la abulia y la indiferencia». La misma idea expresaba Guillermo Cabrera Infante cuando se refirió a Raúl Rivero como «el condenado por confiado». Alberto y Cabrera Infante no tenían razón. Raúl Rivero sabía a lo que se exponía; de hecho, en el artículo «El periodismo es de todos», incluido en Sin pan y sin palabras, había dicho: «Publicar en Cuba un suelto mimeografiado puede llevar a la cárcel a su autor». Y, a renglón seguido, defendía la libertad, para él y para quienes lo perseguían con saña: «Comprendo a los colegas que en los últimos días, desde las páginas de la prensa oficial, nos han atacado. Comprendo a los diputados que ante las cámaras de televisión pidieron para nosotros hasta la pena de muerte. Yo sí comprendo. Si en Cuba existiera el derecho de réplica pueden estar seguros que no utilizaría mi espacio para atacarlos y defenderme de los insultos brutales que nos han dedicado. Más bien escribiría sobre el derecho que tienen ellos a expresarse hasta con ese odio». De esta forma, Raúl Rivero suscribía la vieja frase de Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo». A raíz de las detenciones de marzo de 2003 hubo algún intelectual que, de repente, abrió los ojos y públicamente declaró cejar en su apoyo a la dictadura castrista: «Hasta aquí he llegado». En efecto, había llegado muy lejos, había olvidado tantos casos anteriores de censura y represión, algunos muy notorios y con gran eco internacional, como el que, por ejemplo, sufrió en 1971 Heberto Padilla y que fue relatado con detalle por Juan Goytisolo en el segundo volumen de sus memorias, En los reinos de taifas. Sin pan y sin palabras. A favor de la libertad en Cuba
Mañana. A favor de la libertad de expresión en Marruecos
[3]También en 2003 fue encarcelado Alí Lmrabet y también Península publicó entonces un libro con algunos de sus textos periodísticos. Lmrabet había fundado en marzo del año 2000 Demain, un newsmagazine que, según decían en el prólogo Laura Feliu y Bernabé López García, recordaba a «lo que supuso en el contexto español de la transición un semanario como Cambio 16«.
El credo de aquella publicación censurada es uno de los textos incluidos en Mañana. A favor de la libertad de expresión en Marruecos. En él se decía: «El contenido asignado a Demain será el de acompañar a esta transición democrática (¡si es que es tal!) sin falsas ilusiones, pero también sin excesos. ¿Nuestros leitmotiv? Informar sin caer en la autocensura, analizar sin caer en la inquisición, innovar con apasionamiento, permanecer en la vanguardia y perseguir la transparencia que tanto necesita nuestra economía en esta época de cambios. Creemos en el futuro de este país. Creemos que los marroquíes han alcanzado ya la madurez y pueden ser informados de todo y desarrollar un criterio propio sobre los asuntos que les interesan. Porque, en nuestra opinión, ha terminado la época en que, por motivos válidos o no, la libertad de información era sinónimo de subversión y de ataques a la seguridad del Estado». Era la opinión de Alí Lmrabet, ni que decir tiene que no era y no es la de la dictadura marroquí.
[4]Noam Chomsky y Edward S. Herman son los autores de este clásico subtitulado Propaganda, desinformación y consenso en los medios de comunicación de masas. La obra, cuya primera edición data de 1988, discute «el postulado democrático que predica que los medios de comunicación son independientes y tienen la obligación de descubrir la verdad e informar de ella, y no reflejar pura y simplemente la percepción del mundo que desearían los grupos de poder». Los autores también ponen en entredicho el discurso de los responsables de los medios de comunicación, cuando «afirman que su forma de seleccionar noticias se basa en criterios objetivos e imparciales y que para ello cuentan con el apoyo de la comunidad intelectual». Chomsky y Herman demuestran el distinto tratamiento que recibieron ciertas noticias, el doble rasero de los medios al tratar la invasión soviética de Afganistán o la americana en Vietnam, el genocidio en Camboya bajo un gobierno proestadounidense o del realizado por el régimen de Pol Pot, el atropello de las libertades en la Nicaragua sandinista o en El Salvador. Una elocuente exposición sobre la precaria libertad de prensa en las democracias occidentales, donde la propaganda se convierte en una forma de censura y «la censura es en gran medida autocensura».Los guardianes de la libertad
Contra la censura. Ensayos sobre la pasión de silenciar
[5]La editorial Debate publicó en 2007 esta colección de ensayos del Nobel J. M. Coetzee. Según su propio autor, los textos no constituían una historia de la censura, sino «una tentativa de comprender una pasión con la cual no tengo ninguna afinidad intuitiva, la pasión que se expresa en actos de silenciamiento y censura».
En el prólogo, Coetzee precisaba: «Del mismo modo que hay una diferencia enorme entre las ideas subversivas y las representaciones moralmente repugnantes (por no hablar de las expresiones blasfemas), en teoría debería existir una diferencia enorme entre la censura ejercida para supervisar los medios de comunicación y la censura que vigila las artes. En la práctica, sin embargo, los censores que controlan los límites de la política y la estética son los mismos. Al no trazar ninguna línea definida entre la censura por motivos políticos y la debida a razones morales, imito al censor cuando sigue la pista de lo ‘indeseable’, la categoría bajo la cual equipara de manera forzada e incluso caprichosa lo subversivo (lo políticamente indeseable) y lo repugnante (lo moralmente indeseable)”.
En la docena de ensayos que recopila la obra, Coetzee discute las opinionesde Huizinga y Stefan Zweig sobre Erasmo de Rotterdam, atenazado por la rivalidad entre el Papa y Lutero; estudia el estigma de lo pornográfico a través del análisis de El amante de lady Chatterley; recuerda la «Oda a Stalin» que Osip Mandelstam hubo de escribir, pero que no lo salvó del terror, ni de ser detenido, ni de morir en un campo siberiano en 1938; describe la agresividad con que los poderes soviéticos trataron a Alexandr Solzhenitsin, y disecciona las estrategias censoras del apartheid en Sudáfrica.