Todas y cada una de estas situaciones están presentes en Mi cuerpo también, de Raquel Taranilla [1] (Barcelona, 1981), y sin embargo lo que hace de este libro una obra sobresaliente, especial y distinta es precisamente todo lo que no está en esa relación de situaciones habituales en este tipo de textos. Por ejemplo, la extraordinaria lucidez con que la autora retrata su vivencia del cáncer, un linfoma, en contraposición al “monopolio a veces feroz de la medicina sobre el cuerpo y la enfermedad” y dejando claro que en los hospitales hay otras voces válidas además de la de los médicos. También resultan admirables la inteligencia y profundidad con que analiza el comportamiento de profesionales sanitarios y de familiares, el papel de los medios de comunicación o la ideología que esconden los libros de autoayuda. O su mirada, sin contemplaciones, sobre el modo en que se conducen los propios pacientes.
Buen ejemplo de esto último es un pasaje en el que la paciente Taranilla se enfrenta a una técnico de rayos X que desoyó sus peticiones de que le hiciera una radiografía más como había pedido su doctora. Ante tal falta de atención, la enferma rompió a llorar y, enrabietada, le echó en cara que podía soportar el cáncer pero no el desprecio. Al obtener, entonces sí, la respuesta deseada, Taranilla tomó conciencia, en ese preciso instante, de su poder: “Había utilizado el cáncer para hacer sentir mal a aquella mujer y lo había conseguido. En adelante, durante los meses que pasé en el hospital, vería a muchos enfermos hacer lo mismo con sus familiares. Me reproché mis malas artes, haber recurrido a esa especie de falacia de la enfermedad cuando tenía buenas razones de mi lado, haberme colocado yo misma en el lugar de la débil, de la lastimosa, de la pobrecita”.
Cinco años después
Escrita cinco años después del diagnóstico, el acicate para decidirse a contar su historia fue un vistazo furtivo, en una visita de control, a la carpeta que guardaba su historial clínico –“mujer joven de 27 años afebril refiere dolor de espalda…”–, ese documento que acumula puntos de vista de muchos profesionales pero que no recoge, por ejemplo, los errores diagnósticos que cometieron los médicos que la atendieron cuando los dolores más insoportables motivaban sus visitas continuas al servicio de urgencias. “La credibilidad de la que goza la práctica clínica está edificada en parte sobre errores que se obvian”.
Especialista en el análisis lingüístico del discurso de la policía y la administración de justicia, Taranilla saca provecho, por un lado, de esa formación profesional para desentrañar con rigor los hechos que configuran su enfermedad y, por otro, de su bagaje cultural para enriquecer el texto con versos, citas y sentencias, siempre bien traídos, de poetas, ensayistas y filósofos, como Foucault, Sontag, Rilke, Laforgue o Lucrecio.
Los comentarios sagaces y los bien argumentados puntos de vista se suceden a lo largo de todo el libro y sobre los aspectos más variados; así cuando lamenta el escaso peso del paciente a nivel decisorio, limitando su participación a poco menos que “resistir el tratamiento”; o cuando, recordando una conversación sobre el Fútbol Club Barcelona con el anestesista, advierte cómo en el hospital “incluso las conversaciones más triviales forman parte del protocolo clínico, se integran en un esquema prediseñado y mil veces repetido”; o cuando confiesa que el humor negro, las bromas incisivas, persiguen alejar la compasión porque “mediante la risa cáustica el paciente busca demostrar que excede su ser enfermo”; o bien cuando descubre que los pacientes son capaces de encontrar consuelo a su situación si entre ellos hay uno que vive un infierno aún mayor que el del resto.
Presión social
El libro de Taranilla no pasa por alto que si bien es cierto que el cáncer se ha ido convirtiendo en una enfermedad privilegiada frente a otras que aún arrastran cierto rechazo (enfermedades mentales, sida), no lo es menos la tremenda presión social a la que son sometidos los enfermos oncológicos para no rendirse nunca en su lucha. El entorno más o menos próximo de la paciente produce sin cesar ineficaces mensajes de ánimo y apoyo –el “vale la pena” es el omnipresente credo del hospital– pero nadie aclara realmente “qué es lo que merece tanto dolor”.
Pudiera parecer que la sobrada capacidad intelectual de Taranilla para analizar el lenguaje médico y los mitos que rodean a la enfermedad y el estilo conciso con que se expresa se hubiera impuesto de tal modo que no quedara un ápice de emoción entre sus páginas. Nada más lejos de la realidad. Huye del sentimentalismo pero no de la confesión emotiva de miedos y esperanzas. Dan fe de ello sus esfuerzos por seguir adelante con la tesis doctoral y encontrar un empleo, el grito de ayuda a su hermano en caso de que el cáncer vuelva a aparecer, los diferentes estados anímicos que atraviesa en relación a su fertilidad y, sobre todo, ese primer permiso durante el tratamiento para salir del hospital a pasar el día con su familia y el modo en que a lo largo de esa jornada se van frustrando las expectativas que la autora y con ella los lectores habíamos puesto en ese merecido oasis de felicidad.