Tras un concienzudo rastreo por la literatura de todas las épocas, Díez Jayo, -que encabeza su obra con palabras de Julio Caro Baroja: “Que las malas lecturas son frecuente causa de la perdición de las almas es cosa que se ha repetido, sobre todo entre gente poco aficionada a leer”- traza mucho más que un jugoso anecdotario y capítulo a capítulo (desde el dedicado a los textos escritos sobre piel humana, al que cierra el volumen bajo la gran cúpula de la sala de lectura del Museo Británico) asistimos a una incondicional declaración de amor a los libros.
El autor se interroga sobre el fenómeno de la lectura y su naturaleza más íntima, los límites de la ficción y las reglas últimas del juego narrativo.
Paradojas
“Digan lo que digan, escribe Díez Jayo, no todos los libros merecen existir… Te presentaré los supervivientes más extraños, los monstruos de la especie, sin faltar a la verdad. Yo, que antes pensaba que lo escrito podía ser más cierto que lo real, que de alguna manera secreta la literatura podía ser más veraz que la vida. Pero ya no. Lo que pasa siempre es mejor. Leer no es vivir, aunque sus emociones pueden ser mas frescas que las vivas. Y sin embargo… Sin embargo, hay libros que han cambiado las vidas de quienes los han leído”.
Antes del fin y corroborando el inquietante tono del conjunto de la obra, el autor rescata el microrelato El libro, del mexicano José Emilio Pacheco: “Lo compré hace más de 15 años. Pospuse la lectura para un momento que no llegó jamás. Moriré sin haberlo leído. Y en sus páginas estaba el secreto y la clave”.
En esa paradoja. En esa especie de juego de espejos transita Libros malditos, malditos libros. Curioso, ameno y documentado surge de la mano de quien se declara “lector contumaz”. De quien sospecha que de la Literatura, -así, con mayúscula-, no se puede vivir, pero que sin ella no merece la pena hacerlo.