Sucede a menudo que, como sugiere el título de Styron, la depresión resulte invisible para todos excepto para el que la padece. “Andas por ahí con la cabeza en llamas pero nadie puede ver el fuego”, escribe el novelista británico Matt Haig (Sheffield, 1975), que también ha leído con atención el libro de Styron y que ha llevado al papel su propia bajada a los infiernos con claro afán de gritar al mundo que el tópico es cierto, que hay luz al final del túnel, que el tiempo acaba curando, que la vida siempre acaba mostrando un motivo para permanecer entre los vivos… Uno de los síntomas esenciales de la depresión es la pérdida absoluta de esperanza, la desaparición del futuro como concepto en el que puedan pasar cosas buenas. Solo hay un presente que oscila entre lo doloroso y lo desesperante. Contra esto se rebela el texto de Haig.
Razones para seguir viviendo arranca en Ibiza, con un Haig veinteañero que apura el verano con su chica y recibe la visita inesperada de una depresión acompañada de serios pensamientos suicidas que le llevan al pie del acantilado. La enfermedad convirtió a Haig en un tipo con miedo a volverse loco. Un temor que también asaltó a Styron, incapaz durante un tiempo de quitarse de la cabeza un verso de Baudelaire: “He sentido el viento del ala de la locura”. En palabras de Haig, aflora entre los pensamientos del día el pánico a vestir alguna vez una camisa de fuerza y pasar las horas en una celda acolchada.
Pastillas
Lo primero que aprende el paciente al poco de iniciar un tratamiento farmacológico es que no existe la pastilla mágica de efecto milagroso que corrige el problema como el antibiótico más eficaz acaba con la bacteria correosa. Es sabido que a unos pacientes les va muy bien con la medicación y a otros menos bien. A Haig, por ejemplo, parece funcionarle mejor el yoga, el ejercicio físico, viajar y hablar mucho de cómo se siente. No obstante, no se muestra en contra de los medicamentos. “Estoy a favor de cualquier cosa que sirva; si te sirve lamer el papel de las paredes, hazlo”.
Más allá de la intensidad de un episodio depresivo, existe la terrible y frecuente posibilidad de que se acompañe de ansiedad, como sucede en la mitad de los casos, y de esa variante que es el trastorno obsesivo-compulsivo. Para Haig la combinación es un matrimonio de pesadilla que noquea con más fuerza. “Es un cóctel tan peligroso como mezclar alcohol y cocaína. Si tienes solo depresión, tu mente se hunde en un pantano y pierde empuje; si se suma la ansiedad, el pantano sigue siendo un pantano, pero hay remolinos”. Un desorden que puede hacer aflorar todos los temores y preocupaciones imaginables, que te hace sucumbir al pánico ante el menor asomo de tensión. Y si no, que se lo digan al periodista Scott Stossel, autor de Ansiedad, miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior (Seix Barral, 2014), un libro tan íntimo como bien documentado en el que descubrimos atónitos cómo en una misma persona pueden brotar fobias tan diversas como el miedo a quedar atrapado lejos de casa, a vomitar en un avión, al queso o caer desmayado. La ansiedad es la que paraliza a Haig ante la idea de tener que viajar al extranjero o simplemente acercarse solo al supermercado de la esquina.
Alcohol
Styron, por ejemplo, siempre sospechó que dejar el alcohol después de muchos años bebiendo sin moderación pudo estar en el origen de su depresión. Haig admite haber sido un adicto a la bebida hasta que le diagnosticaron la enfermedad. Stossel, por su parte, ha regado prácticamente todos los ansiolíticos del vademécum con cerveza, vino, ginebra, bourbon, vodka y whisky. Y encima con escaso éxito.
El libro de Haig no solo no rehúye los clichés de las obras de autoayuda sino que las adelanta por la derecha en lo que a entusiasmo se refiere (“no te des por vencido”, “la vida siempre merece la pena”, etc.). Acumula capítulos ideales para compartir en Facebook con éxito (“Cosas que piensas durante tu primer ataque de pánico”, “Cómo ser un poco más feliz que Schopenhauer”, “Cosas que he disfrutado desde el momento en que pensé que nunca volvería a disfrutar de nada”, “Cosas que me han sucedido que generaron mayor empatía que la depresión”) y cede espacio a personas anónimas que compartieron con él en Twitter #Razonesparaseguirviviendo.
Digámoslo ya: a Haig le salvó el amor. El amor a su esposa y, de alguna manera, el amor a los libros también, que se convirtieron en una sustancia adictiva de primer orden. La palabra impresa representó una puerta para salir de su mente y construir otra mejor. La posibilidad de adentrarse en historias ajenas en busca de esperanza fue una terapia eficaz en su caso. “Cada vez que leía un buen libro sentía que estaba leyendo una especie de mapa, un mapa del tesoro, y el tesoro al que me dirigían era en verdad yo mismo (…) Los libros te dan opciones cuando no tienes ninguna. Cada uno puede significar un hogar para una mente desarraigada”. Cita entonces algunos de esos hogares –a priori poco acogedores– como El poder y la gloria, de Graham Greene, El extranjero, de Albert Camus, o Ancho mar de los sargazos, de Jean Rhys.
La enfermedad le ha dejado secuelas. Confiesa tener recaídas y cree que nunca superará del todo aquella crisis que le derrumbó sin piedad en una isla española a finales de los noventa. Actualmente le sigue aterrando la depresión y la ansiedad pero ha sabido darle la vuelta a la situación hasta convencerse de que también “uno necesita sentir lo aterrador de la vida para poder sentir sus maravillas”. Admite que una de esas maravillas sería que alguien encontrara consuelo en su libro y que todo el dolor pasado no hubiera sido en vano.
Razones para seguir viviendo
Matt Haig
Traducción: Rosa Corgatelli
Seix Barral
224 páginas
16,50 euros