A quien esto firma los aforismos le saben mejor cuando se los cruza de sopetón; por ejemplo, en un libro de diarios, entre entradas más largas, como fogonazos de pensamiento. Ahí, me parece, lucen más, están desprovistos de esa antipática aspiración a convertirse en regla. Mucho mejor cuando irrumpen en solitario como pasa en los cuadernos de Cioran o los de Jules Renard. Por eso, ya en España y más cercano en el tiempo, apena un tanto que Andrés Trapiello decidiera meter cada vez menos en sus diarios. Esperemos que no cunda el ejemplo e Ignacio Peyró siga sazonando los suyos con el salero de las ocurrencias que hacen pensar mucho con poco.

Que la historia del aforismo tiene miga no lo puede dudar nadie si en dicha historia tienen un papel protagonista Confucio y Heráclito, Erasmo y Bacon, Pascal y Nietzsche. Son estos nombres los que articulan la Teoría del aforismo que firma Andrew Hui, profesor en el Yale-NUS College de Singapur. Un trabajo fundamental para conocer la más elemental de las formas literarias en relación a su origen, desarrollo y su presencia en diferentes culturas. No hay duda de que el autor sabe justificar su esfuerzo y lo oportuno del mismo: “En una época en la que puede ganarse la presidencia de una nación o hacer estallar una revolución social mediante publicaciones de ciento cuarenta caracteres, parece más crucial que nunca plantear un análisis de las formas breves”.

Al aforismo le pasa un poco como al chiste, que a medida que empiezas a explicarlo va dejando de tener gracia (“explicar su agudeza es solo enunciar lo obvio”); ya no te cuento si el aforismo es greguería que combina humor y metáfora. Para Hui, hay rasgos esenciales del género que deben cumplirse: el contraste entre su mínima sintaxis y su máxima fuerza semántica, su incapacidad para ser dividido sin perder sentido y su capacidad para generar múltiples interpretaciones. Otra condición: el aforismo condensa o, como dijo Joseph Joubert, el que los escribe debe “meter un libro entero en una página, una página entera en una oración, y una oración en una palabra”. Otra más: el aforismo muta, evoluciona para adaptarse a nuevos entornos y lo viene haciendo desde hace milenios, a veces fuera del ámbito impreso. Cuando Clint Eastwood escupe que “las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno” está dando nueva vida a un aforismo cuya primera versión se remonta a la Antigüedad: “tantos hombres, tantas opiniones”.

La vertiente más filosófica del aforismo la encontramos en el capítulo dedicado a Nietzsche, que optó por los epigramas en buena medida y según los especialistas condicionado por su mala salud. Las migrañas, los vómitos y problemas oculares le impedían concentrarse durante periodos largos. Escribir a martillazos se convirtió en una opción necesaria. Hui cierra su libro precisamente con el pensador alemán. Ya en el epílogo y con todas las reservas del mundo, el autor admite que no es difícil ver Twitter como el descendiente digital del aforismo analógico. Felizmente, algunos grandes de la expresión fragmentaria se fueron de este mundo décadas, siglos antes, de que las redes sociales llegaran a nuestras vidas. Así Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, nunca tuvo que pensar en las consecuencias inmediatas, en tiempo real, de los numerosos aforismos que desperdigó por su obra. No tuvo que aguantar que gente anónima le llamara alegremente gorrino (“A todo se llega. He aprendido a ser sucio. Y me parece bien”) o pretencioso (“Mi vocación es de Dios (creador)”). Si uno de los maestros indiscutibles del aforismo, Lichtenberg, hubiera escrito hoy un tuit con algunas de las máximas que le dedicó a la religión, los judíos, los escritores, las mujeres, el aspecto físico o la naturaleza humana, habría sido cancelado, habría barajado la autocensura, habría malgastado el tiempo replicando a desconocidos o habría optado por el punto de cruz, mucho más seguro.


Teoría del aforismo. De Confucio a Twitter

Andrew Hui

Traductor: Rodrigo Guijarro Lasheras

Editorial Cátedra

264 páginas

18,50 euros