Georges Simenon: Carta a mi madre
[1]Simenon llega, en diciembre de 1970, al hospital donde agoniza su madre. Ella lo recibe con una pregunta cargada de indiferencia: “¿Por qué has venido, Georges?”. La frase quedó grabada en la memoria del escritor; en realidad, no era más que una de las últimas expresiones de una relación fracasada: “Mientras viviste –hubo de admitir Simenon– nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos”.
Georges Simenon (Lieja, 1903-Lausana, 1989) eligió la franqueza cuando, tres años y medio después de la muerte de su madre, le dirigió una carta. El escritor se manifiesta preso de sentimientos contradictorios: el resentimiento y la culpa. Y, sobre todo, embargado por el dolor del desencuentro y el deseo insatisfecho de ser reconocido por su madre. Su muerte cancelaba toda posibilidad de que algún día lo obtuviese. Mucho se ha especulado si ahí se encuentra el motivo por el que el prolífico escritor decidió, doce meses después del fallecimiento de su madre, no volver a escribir novelas.
Soledad Puértolas: Con mi madre
[2]La intimidad no supone, necesariamente, conocimiento. Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) contempla una foto de su madre, sentada en la terraza de un café: “Me pregunto por qué me quedo imantada a esta fotografía, por qué me afecta tanto, como si en la fotografía estuviera, escondida, una clave que me permitiera conocer a mi madre mejor. He estado a punto de escribir ‘comprender’ en lugar de ‘conocer’. Siempre he creído comprender a mi madre, pero nunca he sabido hasta qué punto la conocía y ahora que su vida ha concluido tampoco sé hasta qué punto la he conocido. Creo que siempre he mirado a mi madre así, como miro ahora esta fotografía. Siempre he tenido la sensación de que, cuando yo la miraba, tratando de conocerla, ella girada un poco la cabeza”.
La escritora comenzó a escribir sobre su madre tras su muerte, en enero de 1999, “por necesidad, para no sentirme desbordada por el dolor”. El resultado es un libro que busca la mirada esquiva de su madre; un libro que hilvana los recuerdos de una tarde de tiendas, de una máquina de coser, de las mimosas, de la capilla de San Blas, de un cumpleaños, de un mercado, de un armario, de los anillos de plata, de las llamadas de teléfono y las cartas, de una tarde de tiendas, del mar, de la enfermedad y del dolor final. Toda esa memoria de los objetos y de los días remiten a la madre y componen un emocionado testimonio que procura “verdad y consuelo”: “Busco poder vivir con la ausencia de mi madre. Vivir sabiendo que nunca conoceré del todo a mi madre y que sus motivaciones más profundas le pertenecen exclusivamente a ella. Vivir tratando de lograr que el respeto y el amor se impongan sobre la añoranza y el dolor. Que mi vida con ella y mi vida sin ella se enlacen. Y que la luz que siempre brilló en el fondo de sus ojos se guarde dentro de mí y no se extinga”.
Albert Cohen: El libro de mi madre
[3]En enero de 1943, Louise Cohen muere en Marsella, bajo la ocupación nazi. Su hijo no puede estar con ella, se encuentra atrapado en Londres.
Ni el dolor por la pérdida ni el profundo amor que sentía por la madre se mitigaron con el paso del tiempo y, en 1954, Albert Cohen (1895-1981) volcó ambos sentimientos en El libro de la madre.
En sus páginas, Cohen (Corfú, 1895-Ginebra, 1981) evoca la infancia y el proceso de construcción de la propia identidad al amparo de la querida, venerada figura materna, cuya desaparición provoca un hondo desconsuelo.
Richard Ford: Mi madre
[4]Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) rescata algunos pasajes de la vida de su madre, Edna Aki, en un libro que se niega a edulcorar los recuerdos. La relación del escritor con su madre estuvo lejos de ser perfecta y, tal vez, su testimonio no sea otra cosa que la descripción del camino que emprendió para aceptarlo porque, al fin y al cabo: “Yo la quería […]. Yo sabía que ella me quería. Esto es lo único que ahora me importa, lo único que debe importar. […] Mi madre y yo nos parecíamos. Más bien llenitos, la frente alta, el mismo mentón, la misma nariz. Hay fotos que lo demuestran. En mí la veía a ella, incluso la oía reír. No hubo en su vida nada particularmente brillante, nada notable. Nada heroico. Ningún logro honorífico que ensanchara el corazón. Se daban bastante factores negativos: una niñez que no merecía ser recordada; un marido al que amó para siempre y al que perdió; a continuación, una vida que no requiere ningún comentario. Pero, de alguna manera, hizo para mí posibles mis afectos más verdaderos”. Después de todo, el amor reconcilia a Richard Ford con la memoria de su madre.