Superada la sensación primera de frustración -¿Dónde están los Beatles? ¿Y David Lean? ¿Qué pasa con Bowie? ¿Y la familia Amis? ¿Es posible que el fútbol se despache en tan pocas líneas?-, la cosa no mejora porque, acto seguido, irrumpen los sentimientos de irritación ante lo que a primera vista amenaza con ser una sobredosis de entradas sobre razas de perros, marcas varias de zapatos, sombreros, gabardinas, coches, plumas, jabones y en ese plan. Pero si uno deja de ojear y buscar palabras concretas, y empieza a leer, lo más probable es que caiga finalmente rendido y agradecido ante un libro tan ameno como bien escrito, tan divertido como erudito, tan ambicioso como personal. Las elecciones más caprichosas se saben perdonar a base de anécdotas e historias hilarantes y al hecho de estar sabiamente intercaladas con los pasajes más sesudos sobre política o literatura.
Peyró confiesa haber escrito un elogio de Inglaterra y una reivindicación de lo mejor de su herencia. En cierto modo, este diccionario es un listado de gustos, una selección de hits de la cultura inglesa con espacio exquisito para carreras de caballos, marcas de gomina o mostazas y seguramente con demasiadas páginas para aristócratas o escuelas de élite, pero también para muchas y bien elegidas cimas de la novela (a manos de Dickens, Waugh, Chesterton, Kipling…), el teatro (Shakespeare, Shaw, Wilde…) o el periodismo (The Times, The Guardian, The Economist…).
La política entra en escena con personalidades “campeonas del englishness como Churchill o la Thatcher”. No sabemos si la pertenencia de Peyró al Gabinete de la Presidencia del Gobierno español habrá influido para que haya en su libro más políticos que espías y exploradores, tan frecuentes ambos grupos en el Reino Unido. Los coches solo se hacen un hueco si son bienes de lujo (Rolls-Royce, Aston Martin, Jaguar…), con la excepción del Mini. Es ineludible no hacer algunas paradas en esas piezas esenciales del paisaje londinense como el autobús de dos pisos o las cabinas, en ambos casos rojos para hacerse ver en la neblina. O el césped: sin él no habría Wimbledon, ni fútbol, ni polo, ni cricket. Abundan las curiosidades en casi todos los términos: del Big Ben, cuyas campanas solo callaron el día del funeral de Churchill, a James Bond, cuyo nombre robó Ian Fleming a un célebre ornitólogo cuando buscaba uno que le sonara duro y masculino.
El artefacto de Peyró garantiza diversión para muchas horas y proporciona razones de peso a unos para profesar amor eterno a estos locos ingleses y a otros –¿los franceses mayormente? el insulto hijo de ‘inglés’ es creación gala- para rebajar la anglofobia más recalcitrante. Como a partir de aquí vamos a confeccionar una breve selección de lo mejor, obviaremos entonces el clima, la cocina inglesa (“lo que llevó a los ingleses a colonizar tan amplia parte del mundo fue no más que la búsqueda de una comida decente” es una cita incluida en el libro), el fish and chips, el temible sándwich de pepino o el cricket, ese deporte tan dinámico que contempla paradas para tomar el té y sobre el cual Groucho Marx preguntó, media hora después de iniciado un partido, cuándo estaba previsto que empezara.
El alcohol o a beber que son dos días
Los franceses suelen jactarse con merecido orgullo de haber sabido acoger y mimar a grandes talentos de la cultura ajena, se llamen éstos Picasso, Dalí, Buñuel, Cortázar o Hemingway. Los ingleses, por su parte, han puesto un empeño similar con los mejores caldos venidos de fuera, vengan éstos en botellas de jerez, burdeos, oporto o madeira. En palabras de Peyró, “sin los ingleses, esos consuelos del alma no existirían o no habrían conocido su extensión sin igual”.
Por el libro circulan grandes bebedores, si bien el omnipresente Winston Churchill se lleva la palma. Bebedor contumaz, vivió más de noventa años y fue desde jovencito un hombre previsor: cubrió una guerra como corresponsal y se llevó consigo cuarenta botellas de vino y dieciocho de whisky.
“De todo lo que los ingleses han amado de España, lo que más han amado es el jerez”, escribe Peyró. Hay mucho alcohol en el libro de Peyró, pero para este negociado es casi mejor acudir a otro libro reciente, éste de la editorial Malpaso: Sobrebeber, de Kingsley Amis (Londres, 1922-1995), una obra tan divertida que no cuesta nada perdonarle las críticas a los vinos españoles.
En el club o el pub, la cuestión es estar fuera de casa
Un club inglés es el único sitio donde se puede regañar al príncipe de Gales si no se comporta adecuadamente. Sin esta exportación británica no tendríamos esos sitios que en otros países se llaman círculos, casinos o ateneos. Aquí de lo que se trata es de tener un sitio donde nadie te moleste, como parece que le sucedió a aquel lord que estuvo muerto tres días en el Atheneum bajo su ejemplar de The Times.
Ya pasó la edad de oro y de los cuatrocientos que llegó a haber en Londres apenas quedan dos docenas pero, como apunta Peyró, el interés se mantiene y hay listas de espera de muchos años para ingresar en algunos de ellos. A los pubs, en cambio, se puede entrar sin problema porque han sido siempre toda una institución para las clases trabajadoras. Son “el mejor refugio del clima y de la esposa”, según frase de un historiador recogida en el Diccionario.
A diferencia de los clubs, los pubs parecen tener más garantizada la supervivencia, si bien es cierto que ya se ciernen serias amenazas en forma de gastro pubs con estrella Michelín. En Sobrebeber, Amis ya advirtió muchos años antes de otros peligros como la tendencia creciente a la decoración de anuncio y a poner de fondo sonoro la “puñetera música pop”.
O tiene sentido del humor o no es inglés
Hasta qué punto estarán orgullosos los ingleses de su sentido del humor que negarles que lo tengan es una ofensa más que seria. Definirlo no es tarea fácil. Para Peyró, lo más característico no sería tanto su legendaria ironía o su causticidad como el hecho de llevarlo siempre puesto: “no se reserva para situaciones sociales concretas, para la fiesta o el teatro, sino que ciñe las conversaciones como un bajo continuo”.
Esa clase, esos modales en vías de extinción
Voltaire, que nunca se cruzó con un inglés pasado de rosca en Benidorm, decía que los franceses tienen buena cocina, en tanto que los ingleses no tienen más que buenos modales. Nuestro Julio Camba decía que para ser gentleman es imprescindible, en primer lugar, ser inglés. Peyró concreta más y habla de gastar un modelo de comportamiento honesto, prudente y parsimonioso al que conviene acompañar de otros rasgos virtuosos como la puntualidad, el patriotismo, la lealtad o el valor físico.
El mejor ejemplo, uno histórico: en el hundimiento del Titanic, el número de ingleses muertos fue comparativamente mayor porque –como buenos gentlemen– habían formado cola para entrar en los botes salvavidas.
¿Cómo que no hacen la mejor música?
Como quiera que el autor de este Diccionario tiene un concepto de la música bastante ceñido a lo que entendemos por clásica o culta, efectivamente habrá que convenir con él que Inglaterra ha estado siempre a años luz de la gran potencia alemana. Y aunque admite que el país “ha mantenido una veta sobresaliente de música popular y ligera”, lo cierto es que chirría mogollón leer que Inglaterra, con excepciones como Britten o Elgar, haya sido un país sin música cuando todos sabemos que de allí son Lennon y McCartney, Jagger y Richards, P.J. Harvey, Led Zeppelin, The Smiths, The Clash, Roxy Music, Pink Floyd, The Kinks y un más que larguísimo etcétera solo igualado por el bloque estadounidense. Como decía Duke Ellington, solo hay dos clases de música: la buena y la mala.
Otra rareza inglesa: siguen leyendo periódicos
La prensa es capaz de lo mejor y lo peor o, como dice Peyró, de merecer “veneración universal, pero también una náusea no menos generalizada antes sus tabloides”. Aun así resulta asombroso que un solo país acumule tantas cabeceras de calidad. Seguramente se lo merecen dado que el 80% de los ingleses suele leer cada día un periódico.
Y si tienen suerte con los medios impresos, pueden sentirse igualmente afortunados de su televisión pública. El libro recuerda que hubo un tiempo en que los locutores de la BBC lucían chaqueta de esmoquin para leer el boletín. Locutores de una institución “más fiable que cualquier Gobierno inglés, más respetada que la Monarquía y más relevante que la Iglesia de Inglaterra”, según dejó escrito The New York Times. Para Peyró, no hay duda de que, aparte de la BBC, “no hay otra invención en el siglo XX que haya hecho más para que el país se labrara un respeto ante sí mismo y una admiración a ojos del mundo”.
Un té en Wimbledon
Cuando habla del té, Peyró se pregunta qué tiene esta infusión para gustar tanto a los ingleses, aparte de ser barato o exótico. “Era una manera”, se contesta, “de beber agua sin los riesgos –bacterias, patógenos- de beber agua no hervida. Y además no necesita ni molido, ni tostado, ni más tecnología que un hervor”.
El té nos pone en contacto con otro de esos motivos de verdadero orgullo para los británicos: Wimbledon o el mejor tenis del mundo sobre césped desde 1877. El torneo, escribe, era en sus comienzos “ideal para el flirteo y su ambientación, inmejorable para tomar el té”.
Holmes es mucho más real que Conan Doyle
A estas alturas del siglo XXI pocos personajes de ficción tan vivos como Sherlock Holmes. Hoy día se siguen haciendo películas y hay más de una serie de televisión inspirada en el personaje de Arthur Conan Doyle. Peyró da cuenta de una encuesta de 2008 según la cual el 60% de los británicos piensa que Sherlock Holmes es un personaje histórico que vivió en el 221 B de Baker Street.
Conan Doyle, que, por cierto, no era inglés, sino escocés, decidió un día quitarse de en medio a su detective y poco después hubo de resucitarlo paralizado ante tanta muestra pública de dolor y –suponemos que también influyó lo suyo- ante el considerable cabreo de su madre. En fin, todo apunta a que el hombre más dotado para ver lo que otros pasan por alto seguirá tan campante cuando ninguno de los que hoy habitamos el planeta sigamos por aquí.
¿Y la familia real?
Se sea o no monárquico nadie negará el valor de la familia real como fuente inagotable de anécdotas. Como no podía ser de otro modo gozan de amplia presencia en el diccionario de Peyró, en cuyas semblanzas no pasa por alto la “alegre propensión alcohólica” de la difunta Reina Madre, con envidiable capacidad para pimplar martinis de vodka cumplidos los noventa años o las manías del quisquilloso príncipe Carlos, que le llevan a quejarse amargamente si no le ponen la pasta en el cepillo de dientes del modo exacto que a él le gusta; o la legendaria austeridad de la reina Isabel que tanto agradece el pueblo inglés y que la lleva a no tirar los trajes hasta que cumplen veinte años para devolverlos entonces a los modistos de modo que puedan quitar etiquetas y, ocultando su origen, entregarlo a alguna organización de caridad.
Ignacio Peyró
Fórcola
1.068 páginas
49,50 euros