El viejo profesor lo aclara una y otra vez en Medio planeta, su último libro: puede que seamos los más listos de la clase y que estemos en el centro del universo pero no somos dioses. Cualquier biólogo sabe que no estamos por encima de nadie, que la biosfera –la capa que integramos todos los organismos vivos que poblamos hoy la tierra– “no nos pertenece”, que “somos nosotros quienes le pertenecemos a ella”. Podemos ser, como mucho, sus administradores, nunca sus propietarios.
Por lo demás es una suerte que las collejas vengan de Wilson, un tipo sensato, “un héroe intelectual”, en palabras del novelista Ian McEwan, un investigador felizmente interesado desde siempre en hacerse entender cuando escribe de Ciencia incluso cuando lo hace para sus colegas (son ejemplares sus Cartas a un joven científico, publicadas por Debate hace cinco años). Este profesor emérito de la Universidad de Harvard es para muchos algo así como el señor de las hormigas. Nadie ha escrito tanto y tan bien como él sobre esta familia de insectos. Siendo adolescente fue alucinado testigo de cómo una colonia de hormigas atravesaba su jardín. Empezó a seguirlas mientras cruzaban una carretera asfaltada y se adentraban en un bosque y ya nunca más dejó de estudiarlas y de contarnos sus secretos y el lugar que ocupan en nuestro mundo.
Síntomas
Wilson concibe nuestro planeta como un ente enfermo. De ahí que antes que nada se afane por poner antes nuestros ojos los síntomas más visibles del proceso patológico, entre ellos la velocísima desaparición de especies que nos afecta mucho más de lo que podríamos pensar. “Olvidamos –declara– que somos organismos absolutamente dependientes de otros organismos”. Con el aumento de la extinción, los ecosistemas –que pueden ser un lago, un arrecife de coral o un árbol– acaban por venirse abajo. Da muchos ejemplos de nuestra triste capacidad en ese sentido. Así nos quedan veintisiete mil rinocerontes cuando hace solo cien años había millones y aún no se había disparado –nunca mejor dicho– la caza deportiva, el número de cazadores furtivos, su cuerno como objeto de deseo por sus (realmente nulas) propiedades terapéuticas… “Cada especie es una maravilla que contemplar, una larga y brillante historia que leer, una campeona que ha llegado hasta nuestros tiempos después de una gran lucha de miles o millones de años, la mejor de las mejores”.
De esa manera acabamos “borrando ramas enteras del árbol genealógico de la vida” y nos quedamos tan anchos… cargando con el justificado y dudoso honor de ser la especie más destructiva de la historia. Para ilustrar lo letales que podemos llegar a ser, Wilson nos recuerda que en nuestra ausencia, o sea hace unos doscientos mil años, la tasa aproximada de especies extinguidas respecto a las existentes era de una entre un millón al año. Y ahora, como consecuencia de la actividad humana, la tasa de extinción es entre cien y mil veces superior a la de entonces.
Hábitos
Admitamos que no todo son rinocerontes, que hay especies mucho menos fotogénicas y con menos posibilidades de protagonizar un telediario o una página del periódico, como las ranas o las salamandras cuya aportación es innegable: contribuyen a estabilizar los bosques húmedos, las riveras fluviales y los humedales de agua dulce. ¿Acaso debemos cuidar de todos los bichos? El propio Wilson cita algunos indeseables por cuya extinción definitiva habría que brindar con champán sin dudarlo. Su favorito: la lombriz de Guinea, “el patógeno humano más espantoso”, capaz medir un metro dentro del organismo y abrir llagas en los pies para expulsar sus larvas. Pero éstas son las menos; los millones de especies restantes son beneficiosas para nuestro bienestar.
Tras poner el foco en la sintomatología propia de un planeta enfermo, el doctor Wilson alerta de cuáles son nuestros hábitos más malignos (destrucción de hábitats, contaminación, crecimiento de la población, caza excesiva), nos explica el impacto de la revolución industrial o las consecuencias del incremento de la temperatura (la media no ha dejado de crecer desde 1980).
¿La solución a panorama tan desolador? Pues por encomiables que sean los esfuerzos de conservación para salvar la vida natural, Wilson los considera claramente insuficientes. Sirven, explica, como sirve un equipo médico tratando de prolongar la vida de un paciente a sabiendas de que será por poco tiempo. El tratamiento que prescribe es fácil de recordar y va impreso en la portada de su libro: salvar al menos medio planeta. Eso significa que es preciso incrementar el área de reservas naturales hasta alcanzar la mitad de la superficie de la Tierra. El objetivo es factible pero complicado si tenemos en cuenta que –con datos de 2015– las actuales reservas naturales apenas representan un 15% del área terrestre y un 2,5% del área marina de la Tierra. Hace falta mucha voluntad pero lo dicho: no podremos decir que no estábamos avisados.
Medio planeta
Edward O. Wilson
Traductor: Teresa Lanero
Editorial Errata Naturae
320 páginas
19,50 euros