Volver a esas casas es siempre un placer. A uno le encanta volver de vez en cuando al apartamento neoyorquino que apesta a perfume barato de ese C.C. Baxter con cara de Jack Lemmon. O a la casa con piscina y cocina con pasta del día anterior propiedad de la familia Soprano. De estas hay tantas que si nos marcamos un Me acuerdo de casas a lo Georges Perec daría para una enciclopedia. Amelia Pérez de Villar ha hecho su propia selección en Domus Aurea y acompañarla es una fiesta de erudición y buen gusto literario y cinematográfico. Da igual que sean castillos que mansiones, reales o reconstruidas, de todas ellas salimos seducidos con datos e historias interesantes; en algunos casos con ganas de revisitarlas, en otros con afán de descubrir ese casoplón aún sin pisar por nuestra parte.
La primera puerta que nos abre la autora, como buena traductora, es la etimológica, pero cuando nos queremos dar cuenta ya estamos en el vestíbulo, dentro de las primeras casas incontestables de la literatura. La de maestros del terror como Edgar Allan Poe (La caída de la Casa Usher) o Bram Stoker (Drácula). O la primera en la que la casa adquiere un papel tan relevante como el de los protagonistas de carne y hueso, caso de las Cumbres borrascosas de Emily Brontë. O después la Tara de Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell. O mi preferida de todas -y seguramente la de Pérez de Villar también- tanto en libro como en la serie de televisión de los ochenta: el palacio de la familia Flyte en Retorno a Brideshead, el escenario que es a la vez pasto de la guerra, “de la decadencia de la moral y las costumbres”, “del infortunio amoroso y la incapacidad de aportar herederos capaces de procrear y perpetuar la estirpe”. Quien no haya estado en esa mansión familiar no sabe lo que se pierde.
Entre las casas con jardín, la de El gran Gatsby. En esta novela, que es tan buena que ninguna de las dos versiones en cine le hace verdadera justicia, el jardín es el espacio para las fiestas y las ganas de pasarlo bien, para “el jazz y la moda atrevida, la liberación y el exceso pero sobre todo la abundancia. La abundancia de todo”. Y entre las casas que dan bien en cámara y además tiene jardín, la que hemos llevado al titular de estas líneas: Manderley, la casa de Rebecca y su tremenda ama de llaves, la de la novela de Daphne du Maurier y la cinematográfica de Alfred Hitchcock. Da igual: las dos empiezan con la misma frase, que es oírla o leerla y entrar en esa historia de cabeza. “Anoche soñé que volvía a Manderley”. No cabe buscarla y hacer una visita porque, como el castillo de Xanadu que se inventó Orson Welles para Ciudadano Kane y muchas otras de celuloide, no fue más que una maqueta. Sin salir de Hitchcock, una casa que sí existe porque se levantó ex profeso para el rodaje, se vendió, se cambió de sitio y ahora puede visitarse en el Museo del Cine de la Universal en Hollywood es la de Psicosis.
Pérez de Villar recorre casas de cine con extraño dentro, que puede ser peligroso (De repente, un extraño) o rijoso (Lolita), y casas reales rodeadas de extraños como nosotros a las que, sabiéndolas reales, vamos en peregrinación para desesperación de sus dueños, la de Poltergeist, la de Pesadilla en Elm Street, la de Solo en casa o una a la que me encantaría acercarme por haberme hecho tan feliz durante varios años, la de Walter White de Breaking Bad. Son casas cuya gracia no reside en su arquitectura. La gracia arquitectónica sí la encontramos en casas de autor, como las de Un hombre soltero, Doble cuerpo o El gran Lebowski. Humildes o grandiosas, todas son, por motivos distintos, inolvidables en este paseo tan original y estimulante por las casas de la literatura, el cine y la televisión.
Domus Aurea. Las de la vida, la literatura y el cine. Amelia Pérez de Villar. Editorial Fórcola. 320 páginas. 29,50 euros