Entre los textos clásicos, durante muchos años se consideró El dinosaurio de Monterroso como el más corto (siete palabras que se convierten en nueve si se tiene en cuenta el título), luego sustituido por El emigrante, escrito por Luis Felipe Lomeli (cuatro palabras, que se amplían a seis con las del título): “¿Olvida usted algo? -¡ojalá!”. Hasta que llegaron Aloé Azid con su Autobiografía: “Yo” y Guillermo Samperio con El Fantasma, que es una página en blanco. Pero, en ambos casos, más que de un MCR se trata de una broma muy ingeniosa. Uno de los mayores deseos de Italo Calvino era preparar “una colección de cuentos de una sola frase, de una sola línea”.
En el otro extremo se ha venido manteniendo como límite supuesto del MCR la extensión de 400 palabras, pero existen algunos de extraordinaria intensidad de 500, 600 o más palabras, como demuestran algunas de las narraciones breves de Hemingway y otros grandes maestros. Puede concluirse que un MCR puede ser tan breve como se quiera, siempre que cuente algo, que narre una historia, y nunca debe ser tan largo para romper el efecto de lo instantáneo, para que pueda anular la fuerza de su intensidad.
La precisión es, junto con la brevedad, el atributo que da carácter a la concisión, otro de sus trazos fundamentales. A decir de David Lagmanovich, el autor debe ofrecer una nueva propuesta literaria, planteándolos como “cuentos concentrados al máximo, bellos como teoremas” y que pongan a prueba nuestras maneras rutinarias de leer. Para Ana María Shua: «Un libro de MCR no es para leer de un tirón. Se trata de “una caja de bombones…».
Y el concepto de concisión nos lleva al de intensidad expresiva, dentro de una situación narrativa en la que el espacio, el tiempo o la acción pueden estar presentes o simplemente sugeridos, si bien en el MCR suele predominar la idea sobre la acción. El autor debe demostrar su capacidad de síntesis, tratando de meter el océano en un cubo de playa, como trataba de hacer San Agustín, o incluso en un dedal, como sugiere Javier Expósito.
El sentido de la economía narrativa lleva a que el autor de MCR utilice con frecuencia la figura de la elipsis para la construcción del relato. Se omiten palabras u oraciones que, aunque necesarias desde el punto de vista gramatical, aportan poco o nada al sentido de la narración o a su propia razón de ser. Un buen ejemplo de ello es Fecundidad, del maestro Monterroso: “Hoy me siento un Balzac; estoy terminando esta línea”.
Otra de sus características más personales es el ritmo narrrativo. El MCR es lenguaje en movimiento, idioma en perpetua metamorfosis, insólitos juegos de rotación de las palabras, fusión entre el sentido y el sonido, entre la forma y el fondo, imaginación para aprehender de forma directa e instantánea el pensamiento, para atrapar el instante como un destello cargado de recuerdo o de anticipación de lo porvenir, pero siempre expresándolo de manera que “las palabras vayan limpias”, tal y como sugería San Juan de la Cruz.
La concisión, intensidad expresiva, capacidad de síntesis y ritmo exigen la disciplina del escritor. Su trabajo debe ser minucioso, elaborado”. El resultado final debe seguir la recomendación que hacía el maestro Liu Xie en El corazón de la literatura y el tallado de dragones: “sentimiento no mandado por la artificiosidad, pureza de formas, verdad empírica, estilo simple, sin verbosidad, belleza literaria”.
El MCR deconstruye el canon y trata de encontrar fórmulas no tradicionales, actuando en la más absoluta alegalidad. No atiende a leyes. Se trata de escribir pinchando el globo de la norma, sin un sistema de reglas fijas, sin pre-ceptos ni post-ceptos, solo con-ceptos. Además tiene un carácter fugitivo: a pesar de que pueda quedar atrapado en algún momento, al final siempre seguirá escapándose de uno. Y ese carácter fugitivo le nace de su agilidad, y es que un MCR puede ser comparado con “un felino veloz y cimbreante, constituido más por músculos que por grasa” (Víctor Montoya).
Uno de los aspectos que más llama la atención en el MCR es que título y texto forman una unidad indisoluble la mayoría de las veces, lo mismo que fondo y forma. Como todo está dirigido a producir brevedad, la función del título es muy importante. Hay muchos textos que no se entienden sin el título. En algunas ocasiones, el título entra a formar parte del discurso del texto; en otras, lo complementa; en fin, en otras, lo focaliza, o bien, lo clarifica y apostilla.
El MCR exige la colaboración intelectual del lector, es decir, se trata de una narración interactiva. El autor debe ser capaz de ponernos en antecedentes, de captar nuestra atención, pero ha de dejar el camino abierto a un posible desenlace no previsto y confiar, a la manera de Chéjov, que el lector añada por su cuenta y riesgo los elementos subjetivos que faltan en el relato. Debe encerrar múltiples posibilidades, pero ha de ofrecer al lector la oportunidad de decidir.
La capacidad de sorpresa es consustancial con su naturaleza. Por una parte, el escritor no sabe lo que va a escribir hasta que lo escribe. Por otra parte, el MCR puede (y debe) quebrar las expectativas del lector y llevarle a buscar otros significados, completar el sentido apenas esbozado por el autor o buscar otro desenlace, haciendo del lector un segundo autor. También puede ocurrir que el escritor incurra en omisiones deliberadas, como sucede con los mapas de los buscatesoros, para que el espectador encuentre por sí mismo el relato secreto encerrado en el cuento (R. Piglia).