Estos tres lugares han marcado la obra literaria y la vida de quien dice sentirse “cómodamente extranjero en todas partes” y ha ejercido la literatura desde el valor de quien considera que “la dignidad es seguir siendo uno mismo cuando ser uno mismo es lo que más puede perjudicarte” (La estrategia del outsider).
Doctor en Farmacia por la Universidad Complutense de Madrid, Guerra Garrido posee una sólida formación científica y humanística que se hace palpable en su amplia y variada obra narrativa, que abarca distintos tipos de novela, el relato y el ensayo.
Miembro del Foro de Ermua, ha sufrido ataques de kale borroka y amenazas de muerte de la banda terrorista ETA. La farmacia que compartía con su mujer -también farmacéutica- en el barrio de Alza de San Sebastián sufrió tres atentados, el último de los cuales, en el año 2000, la dejó completamente calcinada.
Sin embargo, incluso en las situaciones más dramáticas, nunca le ha faltado la sutil estratagema del humor: “Jamás supuse tener una jubilación tan llamativa”, dijo al ver la farmacia en llamas y quedar reducido a cenizas el lugar desde el que había tratado de mejorar la atención farmacéutica de los donostiarras y, en las largas horas de guardia nocturna, escribir muchas páginas de buena literatura.
Un ejemplo de resistencia y dignidad, cuyo precio dice haberlo pagado con la libertad impagable de poderse mirar al espejo sin ver el rostro canallesco de quien ha caído en la indignidad de la cómplice neutralidad, de mirar únicamente para otro lado cuando se quiere contemplar la belleza de un paisaje, nunca por la descripción de un relato impuesto… Pero, como el dinosaurio de Monterroso, el monstruo, o, si se quiere, las profundas huellas dejadas por sus garras en el sueño, todavía sigue aquí.
Sociedad del miedo
Muy crítico con el nacionalismo, tanto con el de toreo de salón en la suerte de muleta como con el del tercio de varas, ha escrito artículos alertando sobre la fractura social y acerca de la connivencia y no convivencia en Euskadi, y ha escrito acerca del derrumbe moral que supone “la sociedad del miedo”, a la cual ha dedicado varias de sus obras más importantes, como Cacereño (1970), una narración con concomitancias biográficas que se refiere al tema de la emigración al País Vasco; Lectura insólita del capital (Premio Nadal 1976), la primera novela en la que se habla de ETA, aunque sin citarla (narra la historia de un industrial vasco, el señor Lizárraga, que es secuestrado por un grupo abertzale y para soportar su encierro dispone tan solo de un único libro: una versión resumida de El capital de Karl Marx), y La carta (1990), que aborda el llamado impuesto revolucionario.
A las tierras de Castilla y de León ha dedicado, entre otras, El año del Wolfram (1984), inspirada en los incansables buscadores de tesoros de El Bierzo, y Castilla en canal (1999), un delicioso relato de viajes que recorre la gran obra de ingeniería civil que, a través de Valladolid, Palencia y Burgos, intentó dar salida a la lana y al trigo de los campos de Castilla por el puerto de Santander.
Poco antes de recibir el Premio Nacional de las Letras (2006) regresó a Madrid y dedicó a su calle más conocida el estupendo La Gran Vía es New York (2004). El Premio Nacional de las Letras reconocía una carrera plagada de historias entre la novela negra, el realismo social, el sexo, la melancolía y la reflexión sobre las delgadas lindes que separan el éxito del fracaso… y el atrevimiento que el propio autor hace explícito en El otoño siempre hiere: “Entre dos caminos, el desconocido; entre dos caminos desconocidos, el prohibido; entre dos caminos desconocidos y prohibidos, el que temas”.
Próximo a cumplir los 84 abriles (poco más de “cuatro veces veinte”) dice que él todavía no es escritor, pero que le gustaría terminar siéndolo: “algo que hay que intentar alcanzar, aunque muy poca gente lo consiga”. Quien sueña novela, como reza uno de sus últimos títulos, y quien supo que las escribiría desde que tuvo uso de razón porque siempre fue un gran soñador, aunque “hay que tener la costumbre de apuntar los sueños para poder acordarse bien de ellos”.
Investigación
Durante un tiempo se dedicó a la investigación y a la actividad industrial, y no le faltaron ofertas para haber desarrollado una interesante carrera científica en el extranjero. Sin embargo prefirió dedicarse a la escritura y poder viajar a los mundos que lleva la literatura. Cuando alguien le pregunta cómo escribir, él suele responder: “La escritura es un acto de soledad intrínseca y absolutamente masturbador: si no disfrutas, no la toques”. La emoción más intensa radica en intentarlo dejándose la piel en ello.
Y puede decirse que la piel, incluso la nueva que parece haber mudado en su escritura, es la que se ha dejado en Demolición. Se trata no solo de la invitación a una nueva lectura insólita, sino al regalo de un texto muy singular, escrito de forma absolutamente innovadora. La vida, nos dice Raúl Guerra, es una concatenación de dilemas que deciden el destino de los siguientes. Y a ella se enfrenta el escultor Jesús Espóxito desde que recibió el encargo de una obra por parte de la Watemberg Gallery para la inauguración de su sede en Madrid.
Dilema número uno: ir o no ir, dilema que a medida que avanza el libro se convierte en ir o herir a la inauguración y en huir o no ir. Pero este dilema, como la duda de Hamlet, en realidad ya no tiene sentido después de la física cuántica: se puede y no se puede estar en dos sitios distintos a la vez, siempre y cuando se acerque uno a la extrema sencillez de las partículas elementales, a la simplicidad que solo la desnudez del gesto alcanza. Y el escultor, aparecido en su familia no como un hijo biológico, sino surgido de la arcilla y amamantado por una gacela, como el filósofo autodidacta de Ibn Tuffail, pronto se percata de ello.
¿Piedra o madera?
Dilema número dos: la obra a presentar, ¿es mejor realizarla en piedra o en madera? En la piedra la idea está dentro y hay que sacarla a golpes; en la madera la idea está fuera y a caricias hay que conformarla. Jesús Expósito (“niño Jesús expuesto en un portal de casa o carpintería de beneficencia”) se decide por la madera, que es su esencia y destino: no es inmortal como la piedra, pero tiene la capacidad de resucitar de sus cenizas para que ceniza no sea la última palabra. Y los hombres deberíamos saber vivir como los árboles y morir/resucitar como la madera.
Dilema número tres: entre los objetos de madera, ¿cuál elegir? Expósito (“expuesto a una aventura impredecible como la de juglar con la vida en apuesta de mucho juego”) se decide por la escalera, el invento tecnológico más importante de la humanidad después de la rueda. Sin embargo, ¡ah, sin embargo!, la idea debe preceder al constructo y, por lo tanto, se echa encima el próximo dilema.
Dilema número cuatro: decidir entre la escalera imposible, la presencia inviable o la resurrección falible, esa escalera sin la cual no se podría alcanzar el techo del cielo, “punto de fuga hacia adela se fuera con otro”. Dar con la idea, esa es la cuestión.
Dilema número cinco: ¿qué escalera? El artista salido de Torrecasar se plantea si llevar a cabo una metamorfosis de la escalera de Jacob, transformar la escalera de caracol para que este pueda subir sin dificultar por ella o facilitar la realidad de la escalera de Penrose, aunque haya que recurrir a la tecnología digital.
En ninguna de las tres propuestas ve claramente el sitio donde debe estar el fulcro para apoyar la palanca y el cacereño piensa que sería más acertado convertir un alargado perigallo de toda la vida en una cruz-escalera de san Andrés, en una escalera de Vitrubio. Definitivamente: dos escaleras cruzadas y clavadas en el monte del gesto que, además, puedan servir de receptáculo de la posible resurrección. Porque resucitar es la idea, resucitar in situ es algo no conseguido ni imaginado por ningún artista.
Dilema número seis: pienso y me contradigo; me contradigo, luego existo. Hay que utilizar los descartes y salir del bucle, dar una explicación, aunque quien no comprende una mirada tampoco entenderá una larga explicación:
“Podría llamarse demolición, pero no sé, no quiero ponerme lírico, tu di que es la resurrección de alguien por entre el escombro y la muerte (…), tu di es una presencia que ha de sentirse que ha de sentirse sin verla, un acto de fe, ascenderá por la escalera después de muerto, aupado por el coro de tronos ascenderá hasta el último peldaño y a partir de ahí levitará hasta el techo de la galería desvaneciéndose sin romperla ni mancharla, instante en que arderá la escalera zarza y él se sabrá resucitado”.
Dilema número siete: toca descansar, al séptimo, descansó o, mejor, desagotó (“el trabajo vocacional no cansa, agota, pero no cansa”), ni siquiera el número 7 está en la sucesión de Fibonacci: “El estilo es la talla de un gesto que hace innecesaria una última frase memorable o un epitafio ingenioso, que nos ahorra lo falsario y nos concede plenitud, me largaré sin dejar huella, la verdad desnuda”. Aunque la verdad no sea siempre verosímil y pueda parecer mentira.
¿Qué es Demolición?
No es fácil contestar a la pregunta ¿qué es Demolición? Lo único que se me ocurre es responder en los términos de San Agustín a la cuestión del tiempo: “si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pide, no lo sé”.
De todas formas, tampoco creo que esto le preocupe demasiado al autor, sabedor, como Joseph Conrad, de que “uno primero hace su trabajo y luego los demás teorizan sobre él”. No es que no hubiera un plan original, ¡ya lo creo que lo había!, pero da la impresión en muchas de sus páginas de que el texto fue saliendo al paso, fruto del preciso y encantador malabarismo de su autor que juega con las palabras, con las cuerdas de atar de la memoria y con la conciencia del tiempo presente.
De lo que sí tengo certidumbre es de lo que no es Demolición: un libro indiferente. Se puede abrir el libro por cualquier página, como hicieron los editores el día de su presentación, y encontrar parrafadas que tienen sentido por sí mismas, a veces incluso tienen la estructura de un microrrelato (“Fue hace un millón de años, cuando los dinosaurios se paseaban por la Puerta del Sol en el submarino amarillo de la década prodigiosa con todas las muelas intactas, en 1966, y por una vez concreto puesto que el datar me horripila, melancolía”, pág 18) o un cuento, como el del joven que entra en un vagón del metro (“la vida es un viaje en metro”) pidiéndole a los pasajeros 10 € para realizar un viaje con su novia a bordo del Queen Elizabeth II (págs. 177-178).
En otras ocasiones, el lector puede tropezar con aforismos (“estamos hechos de tiempo y el tiempo nos mata”), greguerías (“los niños venían de París y ahora vienen de Estar Dos Unidos, lo cual resultó ser cierto, ahora todo viene de quien nos usa”), juegos de palabras (“la suerte ya es tachada”), dichos y refranes populares aderezados de humor (“Desde el punto de vista cínico, su argumentación era una verdad como un tiemblo”), grafitis (“sea cerealista, pida lo imposible”), teorías científicas (“la vida es la excusa de la que se vale la demolición para existir”), flexiones y reflexiones filosóficas (“cuando percibas que la mano que limpia tu culo no es la tuya debes decir adiós”), planteamientos marxianos (“Por ese pasillo y al final, a la derecha, hay una puerta que reza caballeros, no haga caso y entre”), disquisiciones sobre el arte (“el arte conceptual es la gran coartada, la crítica o concepto ya de por sí es arte …, el texto del catálogo terminó imponiéndose a la obra”) y la época actual (“la transdeshumanización en curso, del homo al robo sapiens”).
Si a lo largo de la obra narrativa de Raúl Guerra se pueden encontrar las huellas de sus muy leídos Pío Baroja, Ernest Hemingway, William Faulkner o Franz Kafka, en este nuevo libro no es difícil encontrar aires que en algún momento también han ventilado la escritura de Leopoldo Lugones, Ramón Gómez de la Serna, Ambrose Bierce o Augusto Monterroso.
Hay momentos en los que uno parece estar viendo una escena de los hermanos Marx: “… había perdido el tren de la historia, pero me daba igual lo de la imaginación al joder, lo de los adoquines y no digamos lo de prohibido prohibir, ya estaba acostumbrado a sortear interdictos e inconvenientes, era mi tren el que iniciaba su marcha y ¡marx madera!, ¡marx madera!, ¡esto es la guerra!”, o estar asistiendo a una secuencia de Woody Allen: “A partir de su pérdida (la lactancia) el hombre es un mamífero desorientado y camina hacia la demolición (…). El origen de la demolición humana es, contra todo pronóstico, la concatenación de eventos tan nimios como los veinte dígitos de la cuenta corriente, las fiestas patronales, las noticias malas, los cuestionarios, las hipotecas, los anuncios por palabras, las noticias buenas, los no funciona, los está reunido, los no nos queda, los sí, sí, sí, los cumpleaños, algunas otras parecidas y un gol en fuera de juego, frustraciones en apariencia mínimas que se quieren paliar tomándolas como salvables disgustos, ni siquiera dignos de recuerdo, tan absurdos como letra de bolero, a pesar de quererte tanto, pausa, amor se escribe con llanto …”. Además, “nos matan más las caricias perdidas que las heridas mortales”.
Géneros diversos
No es que el texto de Demolición sea el resultado de una fusión de géneros, sino que en él se encuentran elementos de géneros diversos, una mezcla de rasgos que se hace en el propio acto de la escritura y le confieren una fisonomía única. A fin de cuentas, como afirmaba el maestro Monterroso: “la verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento”. Tampoco una novela. Quizás sea el propio Raúl Guerra quien nos proporciona las claves de su escritura (y de su lectura) cuando comenta la obra de Jesús Expósito: “Lo que si puedo asegurar con total certeza es que perplejo seguí la pista y contemplé con asombro e interés la mayor parte de sus esculturas, escaleras de mano siempre en un equilibrio imposible entre la lógica y el disparate, siempre en busca de la perfección esquiva de un gesto definitivo”.
Si bien el libro se abre con una cita que comienza: “El hombre nace para la derrota”, nos da la impresión de que Raúl Guerra comparte con Hemingway que el hombre podrá ser destruido, pero no derrotado, mientras exista la dignidad, que es lo que nos salva de la miseria física y moral, mientras haya un gesto con el que pueda rebelarse el artista. Disfrutaremos de la inmortalidad mientras dure. Aunque todos nos enfrentemos, tarde o temprano, a la demolición no autocontrolada de nuestro ser, hay puntos de apoyo, momentos de felicidad en los que apoyar la palanca de la vida: un paisaje, un sonido, un aroma, una caricia, un sabor…, un libro. Un instante de plenitud puede dar sentido a toda una vida. Quizás el fulcro haya que buscarlo en el equilibrio entre dos escaleras cruzadas: el amor y el humor.
Un último dilema para el final: ¿escribe Raúl Guerra la autobiografía no autorizada de Jesús Expósito o su propia biografía tampoco autorizada? El lector debe resolverlo por sí mismo, aunque todo parecido con la realidad es coincidencia inevitable.