La narrativa de Patrick Modiano sigue la estrategia de la niebla: se acerca al lector difuminando los contornos y, mientras éste se esfuerza por controlar lo que ve, empieza a sentir que ésta ya le ha calado los huesos. El lector no se siente engañado, sino reconocido, incluso agradecido: en vez de imponerle una visión definitiva, el autor ha propiciado la distancia que permite el juego de la seducción y la entrega.
Así lo explicaba Modiano en su discurso en la Academia Sueca, donde advirtió que “es preciso que el novelista no fuerce nunca al lector, sino que vaya tirando de él imperceptiblemente”, y comparó el calado de una buena narrativa con la técnica de la acupuntura, “donde basta con clavar la aguja en un sitio muy concreto para que el flujo se propague por todo el sistema nervioso”.
El novelista es un sismógrafo
Cuando Patrick Modiano pronuncia su discurso tras recibir el Nobel, todos, de alguna manera, buscamos en sus palabras la explicación al enigma: qué es un novelista y cómo consigue hacer lo que hace. O, en concreto, qué es y cómo lo consigue Patrick Modiano: el novelista que atrapa visiones y personajes de la enredadera urbana y las recoge y re-teje en la telaraña de la memoria. ¿Dónde se sitúa, a qué distancia de la realidad se encuentra el novelista? ¿Es, como decía Rousseau, un paseante solitario, un soñador que observa, un visionario?
En su discurso en la Academia de Sueca, Modiano sugirió que la soledad –sobre todo aquélla que queda perpleja de sí misma, ésta es, la soledad concurrida de las grandes ciudades– es en cierta medida condición sine qua non para esa actitud previa a la escritura que ejerce el novelista: una soledad que “le permite alcanzar un determinado grado de atención y de hiperlucidez respecto al mundo exterior para transponer ese mundo a una novela”. Modiano cuenta que para escribir sus primeras historias se valía de un sencillo recurso: iba leyendo las viejas guías telefónicas de París y elegía un nombre, unas señas y un número, y comenzaba a imaginar una vida capturada entre centenares de nombres.
El novelista, entonces, se vale de la soledad, de la atención concentrada y enfocada: detiene el tiempo con la consciencia, ve el prodigio en lo cotidiano –“el hombre sabio se maravilla ante lo usual”, Coleridge dixit– y recoge esos raptos visionarios para volcarlos en la escritura. El novelista, en medio de la muchedumbre en movimiento, es un escrutador de la realidad. Es un par de ojos reflejados en los charcos que la gente pisa y deshace, pero que siempre acaban por reaparecer. El novelista es, concreta Modiano, un sismógrafo, puesto que “registra movimientos casi imperceptibles”. Y cuando el sismógrafo ha acumulado un buen número de temblores humanos, la novela empieza a sacudirse por dentro. Cobra movimiento. En la última escrita por Patrick Modiano, Ropero de la infancia, nos dejamos atraer por esa vibración narrativa desde el comienzo.
La tierra después del naufragio
Muchos han comentado que en Ropero de la infancia encontramos a un Modiano en estado puro. Está el ritmo circular de la memoria, está la urdimbre de una historia escondida entre detalles anodinos, pero el espacio protagonista no es el París de la Ocupación, sino una ciudad cuyo nombre nunca aparece –probablemente Tánger o Tetuán– atravesada por una amalgama de lenguas (árabe, español, francés) e identidades perdidas. Es, en definitiva, un escenario análogo al de la capital francesa en los cuatro años de ocupación nazi: un agujero en el mundo, un lugar fantasma, un tragadero de vidas huidas. El narrador de la novela trabaja en una emisora –Radio Mundial– que retransmite en varias lenguas programas que nadie escucha, como el de Las aventuras de Luis XVII, una lectura episódica que consigue plagiar desempolvando viejas novelas francesas de aventuras.
Un día conoce a una chica cuya cara le es familiar, y cuya presencia en la ciudad se explica de manera similar a la del resto: viene para dejar aparcado lejos su pasado, está ahí por no estar en otro sitio, ha venido, según cuenta, sólo “porque aquí hace más calor”. Se une, sin saberlo, a la procesión de exiliados que pasean por las calles de una ciudad sin nombre. Una más en el repertorio de rostros cuyas miradas han perdido la ubicación: son copias de otros momentos, del tiempo anterior al destierro, del desnudo anterior al caparazón del olvido. Una lista de nombres flotantes: “algunas preguntas se quedaron en el aire, no se sabe qué fue de algunas personas. Perdida en barrio de Pigalle, perra blanca de patas muy cortas. Collar negro. Buena recompensa. Hotel Radio, bulevar de Clichy, 64. Perdida en barrio de Pigalle…”.
Pero en las novelas de Patrick Modiano el olvido pocas veces se hace soberano, ni siquiera en esta tierra frágil a la que han llegado vidas como salidas de un naufragio. En la tierra después del naufragio el olvido sigue siendo imposible: la memoria se superpone y liga las coordenadas del pasado y las del presente. Y valerse de ella, según Modiano, es esencial en la escritura: “no cabe duda de que la vocación del novelista, ante esa extensa página en blanco del olvido, es la de devolver a la luz algunas palabras a medio borrar, como si fueran esos icebergs perdidos que van a la deriva por la superficie del océano.”
Viaje de ida y vuelta a la memoria
La memoria puede ser tan confusa como el viejo ropero que guarda un enredo de telas, inmóviles bajo el polvo. Pero si de repente se abre después de siglos y respira, la ropa se extiende en un fondo que empieza a definirse como un paisaje. Modiano realiza como nadie esta operación: su narrativa evoca el paisaje del pasado tejiendo el presente en una especie de “fenómeno de sobreimpresión”, como él mismo lo llama, por el que el texto (en su sentido etimológico: el tejido) va hilando los distintos niveles de la historia.
Va y vuelve, en un viaje de ida y vuelta a la memoria, en un movimiento pendular, en un ritmo que se vuelve sobre sí mismo. Teje con hilos invisibles: por eso nos resulta tan sorprendente que, debajo de los detalles anodinos que se suceden en Ropero de la infancia (el vecino que hace yoga cada mañana, el camino hacia el trabajo, las caras inmóviles de los compañeros de Radio Mundial), late una historia que impone en el telar sus propios colores.
Decía Juan Mayorga que en ocasiones la vida puede convertirse en “un presente sin alma”, y que para salvar ese momento acude la memoria. Esa tabla de salvación es determinante en la escritura de Patrick Modiano, casi todopoderosa, como evidencia el narrador de Ropero de la infancia cuando recuerda: “Tan cercana esa voz bajo el sol de las once de la mañana que los veinte últimos años quedaban abolidos de repente”, o cuando confiesa en un rapto de nostalgia despiadada: “Llega un día en que nuestros mayores ya no están. Y, por desgracia, hay que resolverse a vivir con nuestros contemporáneos”.
La precisión de los sonámbulos
La historia cultural de Occidente y sus recurrentes obsesiones, tales como la búsqueda de la verdad o la belleza, tiene más de un camino cortado cuando se trata del subconsciente, la contemplación o lo onírico, de la “parte nocturna de nuestro ser” que ha dormido durante siglos aunque, tal y como descubrió Freud, no bastara con ignorar la vida inconsciente para que ésta desapareciera.
La propuesta narrativa de Modiano hace estallar los candados y recupera la intuición del inconsciente, la liquidez de una intimidad entrevista, secreta, y lo hace a través de una escritura fragmentaria, que se escapa y se recupera. En su discurso en la Academia Sueca, Modiano señala la gran diferencia entre “los recios macizos novelísticos del pasado, con arquitectura de catedral, y las obras discontinuas y fragmentadas de hoy en día”. Esta discontinuidad no puede confundirse con una disposición arbitraria: cada párrafo encuentra su lugar necesario en el engranaje narrativo.
El autor ha hablado de lo importante que es que este engranaje nunca se detenga, como si se tratase de una carretera nevada en la que sólo ves una vía enmarcada por el blanco, y en la que es imposible dar marcha atrás. Con la lucidez alucinada del que sueña despierto, Modiano es capaz de escribir con precisión acerca de lo impreciso. Para él, de eso trata precisamente la labor del novelista: «Tan embebido está el novelista en lo que tiene que escribir que es a menudo un sonámbulo y puede temerse que lo atropellen al cruzar la calle. Pero nos olvidamos de esa extrema precisión de los sonámbulos que caminan por los tejados sin caerse nunca».
Ropero de la infancia
Patrick Modiano
Anagrama
Colección Panorama de narrativas
Traducción María Teresa Gallego Urrutia
136 páginas
16,90 euros
Discurso en la Academia Sueca
Patrick Modiano
Anagrama
Colección Argumentos
Traducción María Teresa Gallego Urrutia
40 páginas
6,90 euros