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Los pasadizos a la infancia y la fabulación literaria

Siguiendo los pasos de su anterior novela Un hombre bajo el agua (Expediciones polares), publicada hace dos años, Juan Manuel Gil indaga en el territorio de su infancia en el barrio de El Alquián, antaño asiento de jabegotes y hoy pedanía de la capital almeriense donde está ubicado su aeropuerto. Es precisamente en este lugar, en el que aterrizan y despegan unos pocos aviones al cabo del día, donde transcurre el hecho azaroso que desencadena la trama detectivesca de la obra. Sobre ella, el autor superpone la búsqueda de los materiales y el ensamblaje de los mismos que le permitan armar la “novela perfecta”, así como una profunda reflexión acerca de la realidad y de la ficción literarias: la literatura como la vida dispone de una serie de pasadizos bajo las palabras conectados entre sí.

El escritor alquianero hace saltar las costuras de los géneros literarios, que él tan bien conoce como filólogo y profesor de Literatura que es, al tiempo que logra impregnar el relato de cierta retranca, elaborada a base de ese humor algo cínico que se ha ido sedimentando a lo largo del tiempo y que condiciona el modo de ser almeriense: para soportar el secarral de los días y las ventareas del poniente no hay nada más vírico que tomarse en serio a uno mismo ni mejor vacuna que reírse de sí mismo.

Además, Gil parece seguir el consejo de Albert Camus: “Si escribes claro tendrás lectores; si escribes oscuro tendrás comentaristas y discípulos”, por lo que, bajo mi punto de vista –“el punto de vista, chaval, el maldito punto de vista”-, su narrativa intenta sumergirnos en las aguas cristalinas del cabo de Gata, a las que, sin embargo, hay que temer cuando los vientos cambian de repente: “Que si he llegado hasta las últimas páginas ha sido por el empuje de una íntima necesidad: la de contar lo que tuviera que contar, convencido de que atraparía la atención de cualquiera hasta el mismísimo final. Y para ello, tal y como me propuso Simón, reconstruí la conversación con Huáscar en el pequeño cuarto de la Guardia Civil en el aeropuerto. En esta tarea me he apoderado de muchas palabras de Simón, de su madre y de su exmujer, como no podía ser de otro modo. Pero he trabajado para ir más allá y he creído alcanzar aquella imaginación de niño y estos delirios de charlatán, aquel sentido del humor y estos temores tan profundos”. Esturrear la obra en capítulos breves para que el lector pueda acceder mejor al grano de trigo limpio no hace más que añadir claridad y ritmo a la lectura, y también ayuda al lector a componer mejor el rompecabezas novelesco.

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El autor tira de recuerdos, sí, pero sin que la nostalgia, “esa peligrosa jalea real que lo suele pringar todo”, le arruine el presente, aunque, como buen lector de Borges, sea consciente de que este no es más que un montón de espejos rotos, y sepa que los verdaderos paraísos son los perdidos y que la infancia es su paradigma por excelencia; pero también es conocedor de que no existe peor escuela para los chaborrones que la del aburrimiento, ese acansinaero de la rutina en el que seguramente se puede encontrar el origen de la caída de Adán y Eva y, con ella, la de todos nosotros.

De ahí que su ejercicio memorístico le lleve a narrar los hechos como si no los entendiera del todo y se plantee el hacerlo en un plano algo distinto al de la clásica autobiografía y al de la moderna autoficción, permitiéndole pasar de un lado a otro del control de pasaportes literarios sin más salvoconducto que su singular ejercicio narrativo y la declaración jurada de su honestidad: “De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud”. Este y otros varios momentos en la lectura de la obra me han traído a la mente algunos de los versos de León Felipe contenidos en Ganarás la luz: “Ando buscando hace ya tiempo una autobiografía poemática / que sea a la vez corta, exacta, confesional (…) / Nada de ‘Memorias’. Yo no tengo memoria. / Las ‘Memorias’ cuentan lo que no cuenta (…). / Quiero decir quién soy para que tú me respondas quién eres”.

Hay narradores que se interesan por la realidad, acudiendo a la verosimilitud o al realismo, que no son sino inclinaciones a la realidad, pero no la realidad misma. En cambio, otros consideran que es la ficción la que da sentido a nuestra realidad cotidiana, a la realidad de cada uno de nosotros. Sin ficción, la realidad no es más que un juego de sombras. Lo explica muy bien José María Merino cuando afirma que la ficción fue la primera forma comprensible de la realidad, la primera sabiduría de la humanidad, y que “no fue el ser humano quien inventó la ficción, fue la ficción quien inventó al ser humano”. Incluso la historia y las historias que de ella conocemos son más fieles al papel que a los hechos. Así, por ejemplo, el hecho de que Jesús anduviera junto a las aguas no hubiera hecho posible el milagro, ni tampoco los versos de Antonio Machado: ¿Para qué llamar caminos / a los surcos del azar?…/ Todo el que camina anda, / como Jesús, sobre el mar.

El carácter ficcional de la realidad también se hace patente en otro escritor de nuestro tiempo, José Manuel Caballero Bonald, cuando expresa su convicción de que “ninguna certidumbre anulará el valor de lo ficticio” y de que solo es verdad lo que aún no se conoce. Por su parte, Mario Vargas Llosa expresa a través de “la verdad de las mentiras” las posibilidades de la ficción para colmar los deseos, para enriquecer y completar la existencia de las personas: “La ficción es testimonio y fuente de inconformidad, desacato del mundo tal como es, prueba irrefutable de que la realidad real, la vida vivida, están hechas apenas a la medida de lo que somos, no de lo que quisiéramos ser, y por eso debemos inventar unas distintas”.

Según mi punto de vista –“el punto de vista, chaval, el maldito punto de vista”–, Juan Manuel Gil pertenece a la estirpe de escritores “inventores de mentiras, pero no de engaños”, pues probablemente piensa que los límites lingüísticos de la mentira están todavía por explorar y que la pasión por la verdad puede llegar a ser insana: “…entonces reparaba en que no existían las vidas verdaderas y las vidas falsas”, existen las vidas, como los más alucinantes de cuantos relatos se pueden leer o escribir. Quizás, por eso, parece entender la literatura como el medio con el que el humor y la ironía pueden desmontar el mundo y colocarlo en su justa perspectiva. Si la verdad está en la ficción, la ficción ha de hacer que la verdad sonría.

Hay quienes califican de “serias” a novelas dramáticas que nos hacen bostezar de aburrición, mientras que encuentran aquellas obras donde el sentido del humor atraviesa los otros sentidos y sale por el tacto a través de la piel como “ligeras” o, si acaso, “divertidas”. El almeriense desmonta por completo tal planteamiento. Lo mismo que sus antepasados argáricos supieron cómo alear el cobre con el estaño para producir un material más sólido como el bronce, ha sabido fundir, por una parte, la realidad con la ficción, y, por otra, la lógica con el absurdo (siguiendo el manual de instrucciones de Kafka), bañando la aleación de un particular sarcasmo que permite ofrecer al lector una narrativa más poderosa. Además tiene una facilidad poco común para colocar las dudas en su sitio y cada taco en el lugar preciso. En un tiempo en el que casi todo está plagiado y cada día resulta más difícil ser original, él consigue serlo.

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Si, como señala André Breton, la crítica debería ser un acto de amor, vaya desde aquí mi declaración amorosa a la narrativa que Juan Manuel Gil plantea tanto en Trigo limpio como en Un hombre bajo el agua. No conocía al autor hasta hace unos pocos días. Fue con motivo de la presentación de su último libro en Garrucha, promovida por la Librería Nobel (Vera) y su club de lectores. Tras la precisa introducción de la obra, realizada por ese leonardo de nuestros días que es el sorbeño Pedro Soler Valero, los asistentes al acto tuvimos la oportunidad de escuchar al autor y conocer los entresijos de su proceso creativo. Descubrí a un tipo tan divertido, en el mejor sentido de la palabra divertido, como interesante, en su más variado sentido de curioso, provechoso y cautivador. Un tipo que vive en una santísima trinidad de lector, escritor y profesor de literatura como las tres facetas distintas de una sola personalidad verdadera. Con la enseñanza se gana la vida, con la escritura se gana el alma y con la lectura gana la imaginación y el saber con las que alimenta su profesión y su oficio, sin tener que diferenciar entre tener, ser y aparentar.

Me pareció que huye de toda esa puesta en escena del escritor como el doliente ante el folio en blanco. Deduje que le resulta verdaderamente gustoso el acto de escribir, aunque es probable que, de haber podido, le hubiera resultado más placentero formar parte de aquella fantástica selección de fútbol brasileña del año 70 en el Mundial de México o ser Iniesta en el momento de marcar el gol que le dio a España el Mundial de Sudáfrica hace 10 años. Sin embargo es consciente de que se equivoca quien se plantea que a este mundo se viene a triunfar y no a soñar, y parece tener muy presente la sentencia borgiana de que “todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes”. Durante la charla, a mí me convenció de que uno puede encontrar más prodigios y aventuras en las salidas de Alonso Quijano que en los enjoramientos de Marcel Proust y más posibilidades literarias en un día de Lázaro de Tormes merodeando por las plazas de Salamanca o Toledo que en una jornada de Leopoldo Bloom paseando por las calles de Dublín.

Dice Antonio Muñoz Molina que “la buena escritura se distingue porque se alza del suelo con una cierta ingravidez”. No seré yo quien lo contradiga ni lo ponga en duda. Como tampoco dudo de que la narrativa de Juan Manuel Gil se resiste a la mecánica newtoniana. Quizás porque se aviene mejor con la mecánica cuántica, que considera la materia y la energía como dos aspectos complementarios de una única realidad, como lo son también lo vivido y lo imaginado.