¿Cómo nace este interés por la hija de Stalin?
En una librería de viejo en Nueva York encontré su autobiografía y otros libros sobre ella. Aunque el personaje me interesaba, nunca había tenido la oportunidad de saber cómo había sido su vida. Leí aquellos interesantísimos libros de un tirón y empezó a obsesionarme la existencia de aquella mujer. Al cabo de un mes de aquello, ella murió y comprendí que se habían producido muchas casualidades al mismo tiempo. Supe que tenía que escribir sobre ella para liberarme de aquella especie de obsesión. Hubo una cosa muy curiosa y es la coincidencia de que mi familia, mi padre, mi hermano y yo también huimos del comunismo, de la Checoslovaquia comunista, a través de la India y mi padre con sus hijos fue a buscar asilo político a la misma embajada estadounidense en que lo había hecho Svetlana Stalin siete años antes. Ella pidió el asilo político en 1967 y mi padre lo hizo en 1974. Había pues un lazo sentimental, un paralelismo muy fuerte y sentí también la necesidad de comparar cómo vivieron mis padres el exilio y como lo había hecho ella, pues eran de la misma generación.
¿Cuánto de ficción y cuánto de realidad hay en Las rosas de Stalin?
Es una pregunta difícil de responder porque yo también quisiera saberlo. La verdad es que me basé al máximo en la realidad. Los resultados de mis investigaciones se ajustan todo lo posible a lo sucedido, pero en un libro como éste la ambientación y los diálogos y conversaciones tienen que ser recreados. En algún momento tienes que dar un giro novelístico, pero cuando la situación que yo quería escribir no estaba al cien por cien acorde con la realidad, literariamente la ubiqué en el ámbito de los sueños como si ella hubiera soñado algo de forma que quedase claro cuál fue la realidad y qué entraba en el ámbito de lo imaginado. Por ejemplo, su huida de Arizona fue mucho más compleja de lo que yo describo, en ese sentido esa parte está novelada. Pero en una novela si entras en demasiadas complejidades se pierde dramatismo. En el fondo su marido la acompañó hasta Nueva York y eso lo planteo como si ella lo hubiese soñado y al final ella se despierta y no sabe cuál de las versiones es la verdadera.
No es una biografía, sino una obra sobre el exilio y de cómo ella llega a la idea de exiliarse y, en definitiva, de cómo transcurre esa experiencia decisiva en su vida.
¿En qué fuentes concretas se ha documentado?
Básicamente en sus autobiografías para entrar en su manera de pensar, en su sensibilidad. Eso fue básico pues quise escribir de ella pero desde dentro de ella. Por eso escogí el género de la novela y no el de la biografía. Al mismo tiempo busqué y localicé a gente que la conocía, como una persona muy mayor que dio clases con ella en Estados Unidos. También fui a Moscú en donde estuve con familiares de ella pero, al tiempo, huí de hablar directamente con su hija porque en el fondo cuando un hijo habla de su padre o de su madre desfigura a menudo la verdad pues cuenta lo que quisiera que hubieran sido y no lo que en realidad fueron. Preferí contar con testigos que no tuvieran interés en ocultar nada.
Es un libro lleno de imágenes. Muy plástico y, en ese sentido, muy cinematográfico…
Es curioso pero me lo dicen de todos mis libros y me lo dice mucha gente. Me encantaría que un buen director se fijase en Las rosas de Stalin y decidiera llevarlo al cine, pero de momento no se ha producido nada de eso.
¿Por qué acercarse a esta novela?
Animaría al lector a acercarse a este libro para conocer un poco más la historia. La historia tanto de la Unión Soviética y cómo se vivía allí en aquellos tiempos y para acercarse a la realidad americana de entonces, que también queda retratada a través de los ojos de una persona que no era de allí. Y, por otro lado, para acercarse al fenómeno del exilio pues no todo el mundo conoce esa experiencia.
¿Siente que ha escrito un libro redondo?
Estoy bastante contenta con el resultado. Prefiero no plantearme qué cambiaría ahora, aunque como todos sabemos la novela perfecta no existe, salvo contadísimas excepciones a lo largo de la historia de la literatura. Tiendo a escribir cada vez de manera más simple. Mis primeras novelas eran más barrocas, pero ahora opto por la sencillez. Me gusta que mis lectores piensen y no darles yo las soluciones, por lo que huyo de las descripciones excesivas. El exceso de descripciones me cargan como lectora.
Pero tras su proceso investigador, cuáles son sus conclusiones, ¿cómo definiría a Svetlana Stalin?
Era una persona con muchas caras. Mucho más compleja de lo que pudiéramos definir en unas frases. Es muy difícil describirla porque a lo largo de su vida cambió de identidad varias veces. Cambió de nombre en varias ocasiones y al hacerlo cambió de identidad. Es una persona cuando vive en la URSS, otra cuando conoce al hindú y vive con él. La prolongación de esa personalidad se produce cuando se va a la India, pero luego vuelve a cambiar cuando se marcha a Estados Unidos y cuando regresa a Rusia en cierto modo vuelve a su anterior identidad. Si tuviera que definirla en una frase diría que era una persona camaleónica.
Con el conocimiento, ¿ha logrado empatizar con ella?
Empaticé totalmente con ella, sobre todo en relación con la primera parte de su vida. Después, cuando se vuelve sectaria y regresa a la URSS me cuesta mucho entenderla. Ahora bien, cuando escribes sobre alguien tienes por fuerza que empatizar. Estoy de acuerdo con aquello que dijo Flaubert: «Yo soy Madame Bobary». Uno tiene que sentir que el personaje que describe es él mismo y al escribir este libro de alguna manera lo logré. Eso me han dicho personas que me conocen bien, como mi hermano, que me comentó que el personaje sobre el que he escrito es Svetlana, «pero también eres tú. Sois las dos». Es decir, una especie de amalgama de las dos personas.
[1]¿Y qué idea tiene de Yósif Stalin?
Fue uno de los dictadores más crueles que ha habido en la historia. Su crueldad no tenía límites y es perfectamente comparable con la de Hitler. Pero lo tenemos como si fuera menos malo porque en el fondo ayudó a ganar la Segunda Guerra Mundial y la historia la escriben los ganadores.
Stalin aprendió los métodos que ya empleaba Lenin, que tampoco era ningún santo, y los llevó más lejos. Además, cada vez era más paranoico. Tenía miedo y desconfiaba de todos, incluso de sus más allegados y mandaba ejecutarlos de forma arbitraria. La sangre le motivaba y disfrutaba cuando los condenados a muerte lloraban o suplicaban clemencia. Se reía en su cara para humillarlos antes de que los ajusticiaran. Esa es la terrible verdad acerca de aquel hombre sanguinario.
¿La cultura puede ser un refugio frente a los totalitarismos?
Por supuesto. En la sociedad en la que yo crecí hubo mucha represión y la gente se refugiaba en la cultura. La cultura subterránea florecía mucho y se hacían y se hicieron cosas bestialmente buenas. La cultura siempre tiene un componente de refugio.
¿En qué ámbito profesional se siente más realizada?
La creación literaria es lo máximo. Me siento muy honrada porque no sólo escribo, sino que me publican y los periodistas y la gente de cultura se interesa por lo que hago. Pero el periodismo ensayístico que yo hago, los ensayos y los artículos, se complementa con mi faceta de novelista y me da el pensamiento racional y analítico que me va muy bien a la hora de escribir ficción. Y la traducción sigo haciéndola, aunque menos que antes y para mí fue una manera, la mejor manera, para aprender a escribir.
¿A quién lee y por quién se siente influenciada y en deuda Monika Zgustova?
Por citar sólo a algunos, me gusta mucho Chejov, Nina Berveroba, Irene Nemirovsky y, por supuesto, Nabokov. Curiosamente, con la excepción de Chejov, todos son rusos emigrados. Son grandes creadores que sigo releyendo y por los que me siento influenciada.
¿Qué está escribiendo en la actualidad?
Estoy a vueltas con una novela sobre Nabokov, un personaje que me interesa muy especialmente.
Como conocedora de otras sociedades, ¿cómo ve la situación de la cultura española?
En general veo la cultura y la literatura española muy bien. Se habla mucho y hay mucho interés por la buena literatura. Mucha gente sabe perfectamente quienes son los escritores que escriben libros serios y de calidad y los que no, aunque en ocasiones los suplementos de algunos periódicos intentan vendernos gato por liebre y hablan de best-seller como de grandes obras y eso no es cierto y confunde. Pero también hay muchos buenos lectores que, como he dicho, saben distinguir y orientarse. Hay mucha variedad de escritores, de creadores, de pintores… Hay una vitalidad muy grande en la cultura española de hoy.
Monika Zgustova
Nacida en Praga, Monika Zgustova reside desde los años ochenta en Sitges. Traductora, periodista y escritora, a través de sus sesenta traducciones del ruso y del checo (entre otros Bohumil Hrabal, Jaroslav Hasek, Vaclav Havel, Milan Kundera, Jaroslav Seifert, Anna Ajmátova, Fiodor Dostoievski y Marina Tsvetaieva) es una de las introductoras fundamentales de la gran literatura de esos países en España. Por su labor como traductora ha recibido el premio Ciudad de Barcelona y el Premio Ángel Crespo.
A los 16 años, emigró con su familia a Estados Unidos, doctorándose en Literatura Comparada en la Universidad de Illinois. Tras viajar por Argentina y Francia, en 1982, fijó residencia en España en donde es colaboradora habitual de diversos periódicos. Es autora de una biografía novelada de Bohumil Hrabal, Los frutos amargos del jardín de las delicias, de dos obras de teatro y de seis novelas, entre las que destacan La mujer silenciosa, aclamada entre las cinco mejores novelas de 2005 tras quedar finalista del Premio Nacional de Narrativa, Jardín de invierno y La noche de Valia, Premio Amat-Piniella 2014 a la mejor novela del año.
Su obra ha sido traducida a nueve idiomas.
Mi padre se llamaba Stalin
«Mi nombre es Svetlana Allilúyeba. Nací el 28 de febrero de 1926. Mi padre murió en 1953. Se llamaba Yósif Stalin».
Así reza la carta de presentación de la hija única del siniestro dictador soviético, cuya historia recrea Las rosas de Stalin, «una vida que constituye una auténtica tragedia, comparable a las grandes tragedias clásicas», como apunta Monika Zgustova,
Las pruebas son contundentes a la hora de mantener la tesis del trágico destino de la protagonista: Su madre se suicidó cuando ella solo tenía seis años. A los 16, Svetlana se enamoró de un cineasta judío, a quien su padre envió al gulag, donde murió.
Tras tres breves matrimonios que terminaron en divorcio y tener dos hijos con dos de sus maridos, la vida de Svetlana dio un giro en 1963 al conocer en un hospital de Moscú al intelectual hindú Brayesh Singh, de quien se enamoró y con quien la cúpula dirigente soviética no le permitió casarse.
Pese a los esfuerzos del régimen por acabar con aquella relación ambos vivieron juntos en Moscú hasta la muerte de Singh en 1966. Cumpliendo los deseos de él y tras múltiples negativas del gobierno, Svetlana logró llevar sus cenizas a la India para esparcirlas en el Ganges. Una vez allí solicitó asilo político a través de la Embajada de Estados Unidos.
Como relata Zgustova en su emocionante novela llena de giros inesperados, escrita con una prosa elegante en la que se desechan los juicios de valor, aquella difícil decisión suponía perder el contacto con su hijo Yósif y su hija Katia, quienes nunca llegaron a comprender el paso dado por su madre, a quien siempre acompañó el remordimiento por este abandono y por «no tener claro si no pagaba un precio demasiado alto por un poco de felicidad y libertad».
Lejos de la independencia
Corría el año 1967, en plena guerra fría. Su llegada a Nueva York no supuso el comienzo de su ansiada independencia y de su buscado anonimato, porque se convirtió en uno de los principales objetivos para los servicios secretos norteamericanos, además de para los soviéticos.
¿Era una traidora al sueño comunista? ¿O una espía enviada por Moscú bajo la apariencia de una mujer desquiciada? ¿Cómo iba la CIA a dejar pasar un testimonio tan abrumador de denuncia del régimen soviético sin utilizarlo a su conveniencia?
En vez de disfrutar de libertad, Svetlana es sometida a nuevas formas de vigilancia a pesar de lo que consiguió publicar Veinte cartas a un amigo, un libro que le reportó importantes ingresos económicos.
Pero, como afirma Zgustova, «cada vez que lograba la estabilidad algo venía a perturbar su situación. Su vida fue siempre una lucha por huir de la sombra de su padre y de los fantasmas del pasado».
Svetlana Stalin murió en 2011 en una residencia de ancianos de Wisconsin.
[2]Las rosas de Stalin
Monika Zgustova
Galaxia Gutenberg
334 p
20,90 euros