En Homo Lubitz, Richard O’Hara aguarda en un hotel de Shanghái la firma de un contrato entre el Gobierno de China y las farmacéuticas occidentales que lo convertirá en un hombre rico. Tras su estancia en Asia, recibe un extraño encargo: hallar el paisaje que aparece en una vieja fotografía. Obsesionado por esa imagen emprenderá entonces un viaje alrededor del planeta. De la mano de O’Hara el lector atisba un futuro no lejano y asfixiante, al tiempo que asiste al retrato descarnado del hombre contemporáneo.
¿Cuales son las líneas de fuerza de este inquietante Homo Lubitz?
Pondría el acento en el asunto de lo contemporáneo. Como creador noto que en los últimos años ha habido un giro en mi temática y en mis intereses. Todo escritor que se precie escribe siempre el mismo libro. Pero en mis dos últimas novelas hay un cambio de perspectiva. Ya no es el estudio de la historia pasada sino que hay una mirada de anticipación. Una palabra que obviamente hay que poner entre comillas porque si algo nos enseña el mundo que nos toca vivir hoy es que la velocidad de crucero que la realidad lleva es vertiginosa y el escritor muchas veces corre el riesgo de quedarse desnudo porque la realidad le pisa sus ficciones. He querido mirar a la época en la que estamos inmersos y de alguna manera rastrear síntomas de la sociedad actual.
[Menéndez Salmón puntualiza que Homo Lubitz bebe de dos fuentes. «Dos acontecimientos ocurridos en 2015. Por una parte, un viaje a China de mes y medio en compañía de chinos, lo que hace que la percepción cambie completamente. Volví de allí con una extrañeza muy grande. Tenía la sensación de que más que meridianos físicos lo que había cruzado eran meridianos mentales. No entendí nada de lo que allí vi. Los chinos me parecieron realmente inescrutables. Muy poco permeables a cualquier tipo de acercamiento. No les interesa el hombre occidental. Volví de allí con muchas preguntas difíciles de responder. Pensé que iba a escribir un ensayo sobre la extrañeza. Sobre la sensación que un occidental puede sentir ante su intento de inmersión en otra realidad. Pero pronto me di cuenta de que un ensayo no me iba a permitir hacer eso porque no tenía los suficientes asideros. Sin embargo la ficción me lo iba a permitir a través de los artefactos de los que se puede servir el escritor».
«En marzo de 2015, un par de meses antes de mi viaje a China, tuvo lugar el famoso suceso que da apellido a la novela. El siniestro provocado por el copiloto Andreas Lubitz en un viaje de Barcelona a Dusseldorf, cuando este hombre decidió estrellar el avión en los Alpes franceses acabando con la vida de otras 149 personas. Yo estaba aquel día en París haciendo una especie de peregrinaje por los lugares que había frecuentado Samuel Beckett y desde el primer momento supe que algún día iba a escribir sobre aquel terrible episodio. Unos meses después empezó a cobrar forma lo que se convirtió en Homo Lubitz. Evidentemente la novela no se agota en estas dos circunstancias, pero son las que prestan al libro su clima y proyectan una historia que sucederá diez años después de mi viaje y del accidente».]
Habla usted de un mundo en transformación…
Evidentemente. Un mundo que está cambiando a una velocidad muy rápida. Un mundo muy plástico en constante modificación sobre el que han hablado una serie de cineastas y escritores que a mí me interesan muy especialmente, porque a través de sus obras han interpelado algunas de las cosas que el mundo de hoy tiene encima de la mesa y me interesan. Hablo de David Cronenberg, un director de cine monumental que ha filmado una película sobre Andrea Lubitz, y de escritores como J.G. Ballard, que en 1970 dijo que la característica fundamental del siglo XX es que ha logrado destruir la distancia entre la realidad y el deseo; William Gibson, que defiende que en el futuro el núcleo de la realidad no estará en la gente, sino en la información, y Don DeLillo, que habla de la posibilidad de un mundo sin seres humanos.
[1]¿Cuales son, en su opinión, los rasgos del hombre contemporáneo al que usted alude en su obra en general y en Homo Lubitz en particular?
El caso Lubitz nos habla de algunos de esos rasgos. La época que nos toca vivir faculta la posibilidad de un Lubitz. La anomia o sensación de angustia ante el vacío, la espectacularidad, la idea de que todo puede ser retransmitido, que cualquier gesto se puede convertir en espectáculo. Y una especie de nihilismo que no es aquel que contempla que la violencia puede ser un mecanismo de rebeldía o de transformación, sino un nihilismo vacío que se agota en el propio gesto. Un nihilismo que no habla más que de carencias de quienes lo ponen en práctica. Lo que aquel piloto hizo sólo se entiende en una sociedad tan vacua y, al tiempo, tan necesitada de espectacularidad y del espectáculo como un fenómeno obsceno. Estamos en todo momento perfectamente conectados con la espectacularidad. Un poco como aquello que afirmó Walter Benjamin en relación con que nuestra sociedad asistirá a su propia destrucción como una obra de arte.
[Comenta Menéndez Salmón que «la literatura es un gran rastreador. Un gran lector. Un microscopio muy potente que permite detectar por donde caminan las sociedades».]
¿Una sociedad formada por seres humanos deshumanizados?
Eso me parece una cuestión interesante. No me gusta el término deshumanizado porque todo es humano. Incluso la deshumanización es humana. Me da rabia que se califique un acto como el de Lubitz como monstruoso. No, estamos ante un acto humano; demasiado humano. Sólo los seres humanos hacen estas cosas. Asistimos a conductas que nacen en el seno de unos seres que en determinadas ocasiones son capaces de hacer determinadas cosas. Por terrible que sea un acto no saca a quien lo realiza de la especie humana. Lo singulariza e incluso lo señala con más fuerza. Nada de lo que el ser humano hace es inhumano. Somos animales capaces de crear belleza extraordinaria, pero también de abrir abismos en los que la inteligencia y la razón se hunde. Los viejos paradigmas para describir lo moral o lo inmoral han quedado obsoletos. El proyecto de la Ilustración fracasó y tenemos que buscar nuevos paradigmas. Desde mi punto de vista los viejos paradigmas de lo que era el ser humano ya no funcionan y hay que indagar cuales son los nuevos que pueden articular esa nueva condición de quienes somos y hacia donde caminamos. Dicho esto, no quiero decir ni mucho menos que el ser humano actual sea peor que el de otras épocas de la historia.
¿También reflexiona sobre la imagen?
Si, porque uno de los grandes dramas de la imagen es que está agotando la propia realidad. Es decir, nos resulta muy difícil sorprendernos e incluso comprender la realidad si no es a través de la mediación de la imagen. Fui durante unos años profesor de instituto y cuando les preguntaba a los alumnos cuántos habían visto un muerto, nadie lo había experimentado y, sin embargo, convivimos diariamente con miles de imágenes de la muerte, pero no es una muerte real, es una imagen mediada. Eso genera que cuando uno está ante la verdadera realidad no es capaz de interpretarla. Hoy llegamos a sitios y no los tocamos con la mirada, sino que lo primero que se nos ocurre es hacer una foto.
Es usted un confeso entregado a la pintura. ¿Qué artistas le interesan más?
Es verdad. Me encanta la pintura. Es el arte que más me interesa porque un cuadro te obliga a detenerte frente a lo que te está diciendo. Es un fragmento de historia. He escrito sobre Rotko, que era uno de los protagonistas de La luz es más antigua que el amor. También Bacon y Lucien Freud, porque me gustan los pintores del cuerpo. Aquellos que han destruido el cuerpo para reconstruirlo. También me gustan los pintores anteriores al arte, aquellos que pintaban sin saber que estaban haciendo arte.
Finalmente, ¿cómo le gustaría que el lector recordase su obra?
Creo que hay dos tipos de libros. Los que se leen en horizontal, como quien mira un paisaje… El lector pasa las páginas y cuando termina lo cierra y el paisaje se acabó. Pero hay libros que son verticales. Libros que uno lee y de pronto tiene que pararse porque hay que hacer un agujero. Cavar allí y mirar que hay debajo para después volver a la superficie y desplazarse otro poco. A mí me gusta creer que mi literatura es vertical. Que mis libros detienen el tiempo. Un gran libro es aquel que consigue que mientras estás leyéndolo tu vida coincide con los márgenes de la página. Que el libro te haga suyo.
Sobre el autor
Nacido en Gijón en 1971, Ricardo Menéndez Salmón es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo. Antes de dedicarse por completo a la literatura fue profesor de instituto. Autor de un singular libro de viajes, Asturias para Vera, ha publicado los libros de relatos Los caballos azules y Gritar, y las novelas La filosofía en invierno, Panóptico, Los arrebatados, La noche feroz y la denominada Trilogía del mal -que incluye La ofensa, Derrumbe y El corrector-, La luz es más antigua que el amor, Medusa Niños en el tiempo, La ofensa y ahora Homo Lubitz.
Entre otro buen número de reconocimientos ha logrado el Premio Juan Rulfo de relatos, el Qwerty, el de Las Américas, el Biblioteca Breve y el Premio a la Excelencia Artística del Gobierno de Baviera. Colaborador habitual en diferentes medios de comunicación, su obra ha sido traducida al alemán, al catalán, al francés, al holandés, al italiano, al portugués y al turco.