(una mirada a la obra de Benito Pérez Galdós desde Turris)
Uno de los recuerdos literarios más tempranos que aparecen cuando me asomo al alféizar de la memoria es la imagen de mi padre leyendo los Episodios Nacionales, bajo la luz de una famélica bombilla desnuda de cualquier lámpara y al calor del rescoldo del brasero guardado entre las faldas de una mesa camilla.
Por aquel entonces, yo había comenzado a abandonar el pensar de forma mágica y a emplear el uso de la razón, con sus renglones torcidos y con los derechos, mientras él cambiaba, cada cierto tiempo, de título y de episodio. Algún tiempo después, cuando al iniciar el bachillerato empecé a compartir con él las orillas de la noche, me dio a leer un libro de narraciones breves, que contenía un cuento fantástico de Galdós y cuya acción se desarrollaba en una ciudad que tenía por nombre el mismo que el supuestamente originario del pueblo donde vivía mi familia y él ejercía de maestro de escuela, asegurándome con una sonrisa que: “Turre y Madrid están unidos por obra de Galdós y el ferrocarril que lleva a Utopía”.
No se sabe a ciencia cierta ni a letra incierta por qué don Benito eligió el nombre de Turris para desarrollar la trama de Celín. Por su parte, los historiadores que han estudiado la etimología de Turre (entre ellos, el turrero Juan Grima Cervantes) afirman que su derivación del topónimo latino Turris estaría fundamentada por la existencia de una torre vigía desde uno de sus altozanos en tiempos de los romanos. Sin embargo, mi padre consideraba que el nombre tenía un carácter más polisémico y su origen podría ser prerromano, pues la raíz indoeuropea tur tiene también el significado de manantial, fuente o fontana, así como el de monte o montículo, accidentes geográficos que se dan en las cercanías del pueblo.
Celín fue escrito en 1887, entre la aparición de Fortunata y Jacinta y la de Miau, y publicado por primera vez en una colección de cuentos ocasionales, conocida como Los meses, dos años después. Es el más largo de los cuentos de Galdós y supone una crítica profunda a la España inquisitorial cuya negra sombra todavía parecía alargarse como un espectro a finales del siglo XIX. Galdós adelanta en esta narración breve registros que aparecerían luego en alguna de las “novelas contemporáneas”, como El caballero andante, y en determinados Episodios, como Amadeo I: la irrupción de personajes con una fuerte carga simbólica o mítica.
Como ya se ha dicho, la acción transcurre en Turris, remedo del Madrid de la segunda mitad del siglo XIX, una ciudad cuyas casas, calles y ríos tienen la capacidad de moverse, sin que sus habitantes, los turriotas, puedan apreciar el movimiento misterioso que les lleva de una parte a otra. Este mismo poder semoviente tienen el espacio y el tiempo, como si el autor hubiera querido hacer mangas y capirotes con las leyes que los rigen: “tan pronto nos habla de cosas y personas que semejan de pasados siglos, como se nos descuelga con otras que al nuestro y a los días que vivimos pertenecen”.
Galdós se vale del cronista de la ciudad, Gaspar Díez, para contarnos la historia. El joven capitán don Galaor, miembro de la ilustre casa de Polvoranca y llamado a asombrar al mundo cuando la ocasión llegase, muere de un “tabardillo pintado”; su enamorada novia (parecían haber nacido el uno para el otro), la hermosa e idealista Diana Pioz, perteneciente a otra gran familia de la ciudad, decide suicidarse con el firme propósito de vivir un ayuntamiento eterno con su amado y resarcirse así de la pesada broma que le ha deparado esta miserable vida. Diana planifica su salida de este mundo la misma noche del entierro de su prometido, víspera de los Difuntos, arrojándose al vagabundo río Alcana, que tenía la particularidad de depositar en su cauce arenas de oro y variar su curso cuando le parecía: era tan informal que unas veces corría por el este, otras por el oeste. El encuentro con Celín, un niño tan travieso como listo que le guía primero hasta la tumba de don Galaor y luego hasta el río, mientras se va transformando con la penumbra de la paloma en un apuesto y hercúleo joven del que Diana acaba fascinada, se lo impedirá…
Durante el paseo con Celín, Diana había aprendido a disfrutar de la naturaleza, a amar la vida y a desechar el espiritualismo insustancial que le arrastraba al suicidio. Había limpiado su mente de falsos pensamientos y su corazón de antojos de niña romántica que juega a los sepulcritos…, y, todo ello, por obra y gracia del Espíritu Santo, el patrono de su casa, que se le había revelado en sueños y susurrado: “Vive, ¡oh Diana! Hay veces en que los sueños juegan a trastocar nuestro destino.
Este fue mi bautizo en el caudaloso Jordán galdosiano. Después, me dejé llevar río abajo por la corriente de sus novelas, al tiempo que trataba de buscar por las riberas de otro río, la del irónico Aguas –una imitación al natural del estrafalario Alcana–, el “árbol del café con leche” y comer de sus bellotas. Aunque mis esfuerzos fueron inútiles en cuanto a encontrar un roble de esa naturaleza, no resultaron del todo en balde, pues en compañía de mi amigo Paco Baraza y pertrechado de la máquina del tiempo de Gaspar Díez aprendí a identificar al romerillo de Turre (Teucrium turredanum), al narciso de Sorbas (Narcissus tortifolius) y a la siempreviva de Mojácar (Limonium estevei), tres verdaderas joyas botánicas de la Axarquía almeriense, que me permitieron completar el herbolario que preparé, a instancias de doña Lupe, para que Maximiliano Rubí pudiera aprobar la asignatura de Botánica y convertirse en farmacéutico, porque al enfermizo muchacho, que tenía buena voluntad y quería cumplir con el deber que le había impuesto su tía de acabar la carrera, le faltaba vocación y el interés que a doña Lupe le sobraba para inventar alguna panacea con la que hacerse rico y, de rebote, hacerla rica a ella. Sus pensamientos no estaban en la fortuna, sino en Fortunata.
Pérez Galdós fue el creador de una imagen real del ser humano, no desfigurada por el desequilibrio entre el cuerpo y la mente, el autor que trajo a la literatura española moderna la verdad humana, a la que solo se accede palpando la vida. Tras décadas de incomprensible menosprecio y ocultación, sobre todo por parte de algunos que creían haber encontrado en la experimentación la piedra filosofal de la literatura, hoy a Benito Pérez Galdós, el Nobel que no fue por la imperecedera actitud cainita de algunos españoles, se le reconocen sus muchos y variados méritos, no solo por los críticos literarios, sino también por muchos creadores actuales, aunque, como en los tiempos de El Quijote, “siempre andan entre nosotros una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven a su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos”.
En su discurso de recepción a la Real Academia Española de la Lengua (1897), afirmaba Galdós: “Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción (…), concluyo diciendo que el presente estado social, con toda su confusión y nerviosas inquietudes, no ha sido estéril para la novela en España, y que tal vez la misma confusión y desconcierto han favorecido el desarrollo de tan hermoso arte. No podemos prever hasta dónde llegará la presente descomposición. Pero sí puede afirmarse que la literatura narrativa no ha de perderse porque mueran o se transformen los antiguos organismos sociales. Quizás aparezcan formas nuevas, quizás obras de extraordinario poder y belleza, que sirvan de anuncio a los ideales futuros o de despedida a los pasados, como el Quijote es el adiós del mundo caballeresco…”.
Y a describir “la sociedad presente como materia novelable” dedicó, con diferentes variantes, su vida de escritor durante medio siglo. Galdós representa la reinvención de la novela española, nacida con Miguel de Cervantes, se sitúa como el máximo representante del realismo en lengua española y es el escritor que abrió las puertas al naturalismo. Escribió novelas, cuentos y teatro, y fue un empedernido lector y un memorioso escuchador de todo cuanto se charlaba y se vociferaba a su alrededor; más dado a la observación que al comentario, a la soledad que al tumulto, fue un viajero curioso y un paseante al que le encantaba “flanear” por las calles de Madrid, una ciudad por entonces de medio millón de habitantes, que conocía como la palma de su mano escribidora y a la que recreó de tal manera en sus obras que ya no es posible concebir Madrid sin Galdós; tuvo en el dibujo y en la música las aficiones complementarias a su pasión por la lectura y la escritura, para llenar su vida y pensar en salir bien vivido de la misma.
Mujeriego tan crónico como discreto en sus aventuras amorosas, amén de solterón empedernido, trató de insuflar un aire de libertad a un país colérico y disparatado, de gentes entrañables y otras abatidas por la cursilería y el sermoneo. Benito Pérez Galdós se propuso e hizo de España una novela de infinitos personajes, reales y ficticios, en los que los secundarios tienen tanta fuerza y complejidad como los protagonistas: “La real para ti no es esa España obscena y deprimente / En la que regentea hoy la canalla, / Sino esta España viva y siempre noble / Que Galdós en sus libros ha creado. / De aquélla nos consuela y cura ésta” (Luis Cernuda).
A pesar de algunos extraordinarios éxitos teatrales como Electra, estrenada en el teatro Español en 1901, Galdós es reconocido antes que nada como novelista y, en esa faceta, a la que llegó después de curtirse en el periodismo (El Debate, La Nación), es posiblemente el escritor español con mayor número de obras maestras, especialmente entre las que componen la llamada “serie contemporánea”: La desheredada, Tormento, Fortunata y Jacinta, Miau, Tristana, Misericordia…
Entreveradas con ellas fue editando las cinco series de novelas ficcionales (verdaderamente eso es lo que son –no crónicas noveladas ni novelas históricas–, pues hacen resonar lo colectivo en la experiencia individual) de los Episodios Nacionales, de los que llegaría a publicar 46 de los 50 planeados, y a lo largo de los cuales describe la que seguramente es la época más tumultuosa de la historia de España. Para ello se valió de múltiples técnicas: entrevistas a testigos presenciales, acopio de cartas, memorias y otros documentos, observación directa de los territorios en los que transcurre la acción, etc.
Además de su obra, Galdós legaría a la Generación del 98, que ya echaba a andar, su amor por España, al tiempo que su preocupación por esa especie de caquexia moral en la que parecía haber caído a lo largo de todo el siglo XIX una nación que aún no había podido llevar a las leyes ni siquiera la libertad del pensar y del creer y en la que la Inquisición todavía era capaz de alargar su cruel y triste sombra.
En un artículo de Lecturas españolas (1912) se preguntaba José Martínez Ruiz, Azorín, qué le debían la literatura española y las nuevas generaciones de escritores a este “grande, honrado, infatigable, glorioso trabajador”, qué le debía España. Y el propio escritor alicantino trataba de contestar a su propia pregunta: la introducción en la novela contemporánea del realismo moderno, que estudia no solo las cosas en sí, como hacían los antiguos, sino el ambiente espiritual de las cosas, estableciendo una relación entre la realidad primera, el hecho real, visible y ostensible con la serie de causas y concausas que lo han determinado. Y completaba su respuesta con la siguiente afirmación: “…este hombre, vejado injustamente, ha revelado España a los ojos de los españoles que la desconocían; este hombre ha hecho que la palabra España no sea una abstracción, algo seco y sin vida, sino una realidad; este hombre ha dado a ideas y sentimientos que estaban flotantes, dispersos, inconexos, una firme solidaridad y unidad; este hombre, a través de su vasta, inmensa obra (…) ha reunido en un solo haz, en una sola corriente, la muchedumbre de sensaciones que andaban dispersas, que han sido creadas parcialmente, fragmentariamente en tiempos diversos”. Estas reflexiones siguen siendo válidas más de un siglo después.
En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí que “desde Lope ningún escritor fue tan popular, ninguno tan universal desde Cervantes”. Y todavía sigue siéndolo.
En definitiva, parafraseando a quien sí ha sido premio Nobel, Mario Vargas Llosa, diremos que la literatura de Benito Pérez Galdós no hace ni más felices, ni más buenos, ni más malos, a los lectores, simplemente los hace más lúcidos.